O Madoff o Ferrer

Bernard Madoff, el gran estafador que distrajo 50.000 millones de dólares, ha sido condenado a 150 años de cárcel. La noticia corrió veloz por las redacciones y el mundo se sintió aliviado al saberse liberado del tipo de financiador que ha llevado al sistema económico al borde de la quiebra. La sentencia ha sido ejemplarizante, un escarmiento para aventureros de esa catadura, dispuestos a llevarse al mundo por delante con tal de ganar dinero.
Pero ¿estamos al abrigo de estos estafadores?, ¿se ha querido castigar el abuso de un extravagante o cerrar la puerta, siempre entreabierta, que ofrece el sistema capitalista a esa forma de lucro? Evidentemente, castigar el abuso. Bernard Madoff era un golfo, según el juez de Nueva York, pero hasta ese momento era un señor distinguido que representaba de una forma eminente los valores que todos perseguimos: saber ganar dinero. Le movían los mismos principios que mueven a los bancos y a tantas figuras honorables que han tenido la habilidad de disimular legalmente sus desenfrenadas estrategias de enriquecimiento. Como escribía The Guardian, «no era un estafador sino un pilar de Wall Street», o L’Echo belga: «Todos somos un poco Madoff». Su desgracia ha sido que en lugar de vaciar los bolsillos del pequeño ahorrador ha robado la cartera a gente poderosa. Y estos han dicho que hasta ahí podíamos llegar.

Los estados que están pagando con los recursos comunes las grandes facturas que han creado estos estafadores se han apresurado a poner controles a la circulación del dinero para impedir tales excesos. Con ello van a conseguir que haya menos ricos –en España hemos perdido a 35.000 con lo de la crisis–, pero ¿disminuirán los pobres?.
El problema del sistema capitalista moderno es que tiene por objetivo aumentar el número de ricos y no disminuir el de pobres. Son estrategias que van en sentido opuesto. Si el objetivo es incorporar a cuantos más mejor en el club de los ricos, se da por hecho que siempre habrá excluidos, mientras que si el objetivo es acabar con la pobreza podemos pensar en un sistema con diferencias económicas, pero sin exclusiones.

El azar ha querido que la condena a Madoff coincida con la muerte de Vicente Ferrer. Uno y otro encarnan cada una de las estrategias anteriormente mencionadas. El primero quería multiplicar la riqueza como si esta no tuviera límite físico ni frontera moral. El beneficio final bendecía el camino seguido, cualquiera que este fuera. Ferrer pretendía acabar con la pobreza, a sabiendas de que los recursos son limitados y por eso la riqueza también tiene que serlo. La estrategia del pobre es necesariamente austera porque tiene que conjugar la escasez de recursos con la insoportabilidad de la miseria. La estrategia del rico es por definición avara porque el club de ricos que ellos habitan no tiene por qué ser para todos.
El dilema que ha planteado la colosal crisis económica que estamos viviendo es ese: o sanear el club de los ricos o acabar con la pobreza de los pobres. Hemos optado por lo primero, invirtiendo en bancos sumas mareantes de dinero, mientras dejamos a oenegés bienintencionadas que luchen contra la pobreza. No es nada extraño que los expertos avisen de que así volverán las letales burbujas.

Dicen los que saben que la crisis la han preparado políticos neoliberales y las soluciones están tomadas del recetario socialdemócrata. Esto podría entenderse como un último servicio de la maltrecha socialdemocracia al bienestar de la humanidad. Algo, pues, de lo que un ciudadano de izquierdas pudiera alegrarse, aunque los beneficios electorales se los lleven Berlusconi, Sarkozy o Merkel, es decir, políticos más cercanos a los neoliberales que a los socialdemócratas. Pero en ese juego hay un punto perverso para la izquierda, porque mientras los problemas financieros han sido declarados asunto público –por eso los estados se han hecho cargo de ellos– remitimos la pobreza a un asunto privado. Marx escribió en La cuestión judía que si en algo era él revolucionario era en declarar la vida miserable del pobre un asunto político y no una situación privada, como quería la burguesía de su tiempo. Para esta, cómo le fuera a cada cual en su vida real era cosa suya. La política económica bastante tenía con fijar las reglas de la competencia, sin meterse en la valoración de los resultados.

Pues bien, la suerte de los pobres no ha cambiado con el paso del tiempo. Cuentan que Savonarola, el fogoso revolucionario florentino, convocó a los pobres para que se unieran a los burgueses y juntos acabar con la tiranía de los Medici. Tras el triunfo, entregó a la burguesía la gestión de la cosa pública y mandó a los pobres a casa para que hicieran «revolución espiritual», es decir, se reconciliaran con su situación de miseria. Si al principio de la rebelión la pobreza era una razón política para derrocar al tirano, cuando se logró el objetivo pasó a ser un problema de conciencia. Los políticos modernos han aprendido la lección. Han apelado a la comprensión y al apoyo de la gente de a pie para sacar a flote a los ricos con problemas y cuando las cosas parecen encaminadas se les comunica que todo seguirá igual, con Madoff en la cárcel, eso sí.

Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.