No andan muy desencaminados los euroescépticos cuando critican a la Unión Europea por su incapacidad de responder a las múltiples crisis que nos acechan. Y afirmar que no está tan mal o que puede seguir funcionando tal y como lo hace ahora no es tampoco una buena manera de defenderla. Si no reformamos la Unión Europea, desaparecerá.
No se es más proeuropeo por defender a la UE en su estado actual. De hecho, estoy cansado de que se asocie el combate de los proeuropeos a la defensa de un proyecto que hace tiempo que ha dejado de funcionar. Es más, la historia de la UE no es la de una consecución de éxitos, como algunos cuentan.
La cruda realidad es que la actual Europa dista mucho de ser la que diseñaron los padres fundadores. Esta Europa intergubernamental, cada día más impotente, desespera a los ciudadanos, que lo que piden es una unión que fomente una política económica capaz de crear empleo, de vigilar las fronteras, de protegernos de amenazas exteriores y de mantener vivos sus principios y valores fundacionales.
La constante desidia de generaciones y generaciones de políticos desde el lanzamiento del euro a finales de los 90 nos ha llevado a que la UE sea percibida como una máquina burocrática gigantesca incapaz de plantar cara no solo a situaciones de máxima urgencia, sino también al futuro del continente frente a la globalización. Y cuando no sabemos adónde vamos, nos refugiamos en lo que tenemos. ¿Cómo podemos sorprendernos ahora del éxito de los populistas y nacionalistas?
La mejor manera de combatir los extremismos y el euroescepticismo es rediseñando completamente el sistema. Esta reforma tiene que incluir uno de sus pilares fundamentales: la famosa coordinación. Hace 20 años que nos coordinamos, aunque no sabemos muy bien para qué y los resultados de tanta coordinación no parecen ser muy claros.
Una política económica eficaz no puede sustraerse de una coordinación entre Estados que se basa en que un país hace lo que quiere en materia energética y otro lo que le parece en materia fiscal, de la misma manera que una política eficaz de vigilancia de fronteras exteriores no puede depender de la buena voluntad de un Estado para enviar personal a otro, ni de la disponibilidad de los Estados para ceder material.
Lo que la UE necesita no es más coordinación entre Estados, sino el desarrollo de la facultad de actuar autónomamente. Y eso pasa por dotarla de una capacidad fiscal para la zona euro que guíe la inversión y corrija desequilibrios; una capacidad en materia de seguridad; un cuerpo de vigilancia de fronteras y rescate; una política común de asilo e inmigración.
Esta autonomía requiere un salto hacia adelante para alcanzar mayor soberanía compartida. Pero este salto solo puede conseguirse por vías democráticas. El referéndum británico del 23 de junio nos dará la oportunidad para abrir este debate. Tanto si hay Brexit como si no, habrá que cambiar los tratados. De hecho, somos muchos en Europa los que deseamos que esa fecha se convierta en la ocasión para relanzar el sueño europeo.
Generalmente, el mundo de la política se mueve cuando se encuentra entre la espada y la pared, situación en la que ya se halla el futuro de la Unión. No reaccionar ahora nos condenaría a 20 años de estancamiento y, quizás, a su disolución final.
Italia, los Países del Benelux, quizás España -dependiendo de los resultados de las próximas elecciones- incluso Cameron están convencidos de que hay que reformar la UE. Necesitamos una refundación. Y si los dirigentes no hacen lo que todos esperamos que hagan, el Parlamento Europeo tendrá entonces que erigirse en motor de este movimiento. Pero si, por el contrario, continuamos defendiendo esta imagen de una Europa disfuncional, incapaz de hacer frente a las crisis, solo estaremos fomentando su caída.
Guy Verhofstadt, exprimer ministro de Bélgica, preside el Grupo Liberal y Demócrata del Parlamento Europeo.