Obama contraataca

Con la toma de posesión de un nuevo Congreso el 5 de enero y teniendo en cuenta el funcionamiento del sistema de controles y equilibrios en Estados Unidos, parece que vamos a entrar en un periodo de estancamiento en el que las iniciativas de Obama chocarán con la feroz oposición de un Partido Republicano resucitado. Pero el consejo de Montesquieu [sobre la necesidad de dichos controles y equilibrios] ha quedado anticuado. Tener un Estado dividido, hoy en día, es facilitar una crisis de gobernabilidad, y eso hace que tanto el Congreso como el presidente traten desesperadamente de imponer su voluntad mediante actuaciones unilaterales.

En esta rivalidad, la presidencia tiene una ventaja abrumadora. Cuando los republicanos se hicieron con el Congreso en 1994, Newt Gingrich intentó aplastar a Bill Clinton negándole el dinero. Pero el cierre de la Administración que eso provocó fue tremendamente impopular y garantizó la victoria de Clinton en las elecciones posteriores. Los republicanos actuales no van a querer repetir el error de Gingrich. Y, si renuncian a esa arma, no tienen muchas más. Es de suponer que los presidentes republicanos de los comités parlamentarios emprenderán investigaciones sobre escándalos reales o imaginarios, pero el resultado no será más que el bochorno político.

En cambio, los presidentes disponen de un arsenal formidable. Como medidas más llamativas, pueden emprender acciones militares contra Al Qaeda en otros países para evitar un atentado o tomar drásticas medidas de emergencia si el atentado se produce.

También pueden tomar medidas unilaterales para transformar la política interior. Poseen la autoridad para hacerlo porque el poder está cada vez más centralizado en el equipo de asesores de la Casa Blanca. Los poderes de esos asesores se han ampliado enormemente. Ronald Reagan dio el primer gran paso en ese sentido. Sin pedir permiso al Congreso, dictó una orden presidencial por la que concedía a su equipo la potestad de rechazar iniciativas propuestas por los ministerios. Bill Clinton dio otro paso más. Bajo su presidencia, el equipo de la Casa Blanca no sólo podía vetar propuestas de los ministros sino emitir directivas en las que les ordenaban adoptar nuevas iniciativas reguladoras.

Cuando los demócratas perdieron el Congreso en 1994, Clinton sacó el máximo provecho a esos nuevos poderes. Empezó a aparecer en persona en la sala de prensa para anunciar a bombo y platillo las iniciativas dictadas por su equipo; repetía este ritual cada vez que la Administración respondía con una propuesta reguladora concreta.

Pero, por muy cómodo que les resulte a los presidentes, este cambio engendra nuevos peligros. En su intento permanente de dominar a sus rivales en el Congreso, la Casa Blanca puede dictar decretos que sobrepasen los límites establecidos por la ley. Como subrayó la magistrada del Tribunal Supremo Elena Kagan cuando era catedrática de Derecho en Harvard, "son los presidentes, más que los funcionarios, quienes tienden a desafiar los límites en la interpretación de las leyes" y, de ese modo, generan una propensión a "no respetar la ley". Existe otro factor más que ha facilitado esta extralimitación de poderes. Desde la época de Nixon, el Ejecutivo ha creado un cuerpo selecto de abogados con incentivos irresistibles para decir al presidente lo que desea oír. Los "memorandos de la tortura" del Gobierno de Bush son un ejemplo tristemente famoso, pero no son más que una muestra más de la tendencia general de esa nueva élite legal a defender lo indefendible. La oficina jurídica de la Casa Blanca está formada por unos 40 abogados muy capacitados, pero que normalmente han conseguido el trabajo gracias a sus vínculos políticos con el presidente. Sobre todo, cada vez más, los 25 abogados de la Oficina de Asesoría Legal, una división especial del Departamento de Justicia que proporciona asesoramiento legal al Gobierno.

Los excesos legales de los años de Bush deberían haber impulsado una reorganización fundamental de estas élites jurídicas. Pero no ha sido así: simplemente, la gente de Obama ha sustituido a la de Bush en los puestos clave. También ellos elaborarán magníficos documentos legales para defender las iniciativas unilaterales del presidente dentro y fuera del país.

Las últimas elecciones no han destruido a Obama como fuerza política. La única diferencia será un cambio en los métodos para impulsar sus iniciativas, que pasarán a depender de decisiones ejecutivas unilaterales. Eso puede ser un peligro a largo plazo. Igual que el unilateralismo de Clinton preparó el terreno para el desprecio a las leyes de la época de Bush, las iniciativas radicales de Obama serán precedentes que darán legitimidad a las decisiones ejecutivas del próximo presidente de derechas. Lo importante es que los republicanos puedan, o no, repetir su reciente victoria en 2012.

Yo lo dudo. Para vencer a Obama, los republicanos necesitan un candidato más creíble que Sarah Palin, y todavía no ha aparecido ninguno. Claro que siempre he sido muy mal profeta político. Y, si vuelvo a equivocarme, prepárense para ver una nueva y desastrosa extralimitación en el uso de los poderes presidenciales.

Bruce Ackerman. Ocupa la Cátedra Sterling de Derecho y Ciencia Política en Yale; su último libro es The decline and fall of the American Republic (Harvard University Press). Traducción de Mª Luisa Rguez. Tapia

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