Obama, cuatro años después

Pocos acontecimientos políticos en el mundo concitan tanta atención e interés como las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Hay razones poderosas para que así sea. EEUU es al día de hoy la primera potencia económica mundial. Su poderío militar supera ampliamente a cualquier nación de la Tierra. Y sus manifestaciones culturales, científicas y sociales influyen en todos los continentes.

Pero la trascendencia de las elecciones de la superpotencia tiene que ver también con el ideal democrático. No en vano se puede considerar, con los parámetros políticos convencionales, que EEUU es la democracia con más historia. Es significativo que una nación joven, como la norteamericana, sea una democracia veterana. De hecho, la democracia forma parte del «hecho fundacional» de Norteamérica.

Los grandes principios de las únicas democracias reconocibles como tales en la Historia, como la elección por sufragio universal de los gobiernos, la división de poderes, la independencia de la justicia, la garantía de los derechos y libertades y el equilibrio de poderes (checks and balances), emanan en gran medida de la tradición norteamericana que encarnan de manera magistral los llamados padres fundadores.

Es de esperar que las ideas sobre la democracia que puedan emerger en la confrontación presidencial de Norteamérica en esta era global y de claro declive de los Estados nación abran nuevas perspectivas para quienes pensamos que sólo las nuevas energías de las democracias representativas tienen fuerza para trascender los estrechos límites de las naciones, para abordar los grandes temas de este momento histórico.

Hace cuatro años, Barack Obama dio un gran paso para abrir ese nuevo tiempo. No sólo porque un hombre de color llegaba por primera vez al poder, con todo el significado que ese hecho histórico ha tenido en su país, sino ante todo porque esbozó cómo podríamos afrontar los cambios en este tiempo de tantas incertidumbres, de tan pocas certezas.

En menos de dos meses, en ese mítico segundo martes de noviembre, los ciudadanos norteamericanos vuelven a las urnas. Parece que ha transcurrido mucho tiempo, sin duda por el ritmo vertiginoso de los acontecimientos, pero aún recordamos aquella otra noche de noviembre de 2008 y especialmente las palabras que Obama pronunció en las calles de Chicago para celebrar una victoria histórica.

De aquel discurso, emotivo y kennediano, retengo una frase que para mí representaba como ninguna otra el pensamiento de la mejor tradición democrática. Decía Obama: «…esta noche hemos demostrado que la fuerza auténtica de nuestra nación procede no del poderío de nuestras armas ni de la magnitud de nuestra riqueza sino del poder duradero de nuestros ideales, la democracia, la libertad, la esperanza firme…»

He tenido la oportunidad de conocer a Barack Obama. Conversé con él y le escuché en cumbres del G20, de la OTAN o sobre el Cambio Climático. Y siempre vi en su forma de actuar a un hombre que, ante todo, sabe respetar y escuchar. Las formas forman parte de la esencia de la democracia y puedo afirmar que Obama demuestra con su actitud, con esa manera de mostrarse educado y paciente, que la convivencia política, más que un imperativo, es una suerte de aspiración permanente, un ideal central de la mejor democracia.

Constaté cómo escucha con respeto a líderes de pequeños países africanos y suscita abierta y públicamente sus dudas sobre las grandes preocupaciones mundiales. Nunca advertí, a pesar del poder que ostenta, un rasgo de superioridad o de altanería.

No es mi tarea, ni mi objetivo en estas líneas, evaluar o defender su gestión. Le corresponde a los ciudadanos norteamericanos. Si acaso, me permito recordar que en aquella noche de tantas emociones, Obama ya anticipó cómo sería el curso de su mandato al afirmar que «…los retos que nos traerá el día de mañana son los mayores de nuestras vidas, dos guerras, un planeta en peligro, la peor crisis financiera desde hace un siglo…»

Es compresible que afronte el reto electoral con una posición más complicada. Han sido cuatro años difíciles. La economía y el empleo no ofrecen aún cifras claramente positivas. Su reforma para extender la cobertura sanitaria ha sido muy controvertida, aunque la considero uno de sus mayores logros. Se ha dicho que, cuatro años después de su discurso, ha transitado desde las grandes palabras a la dura realidad de la gestión.

Pero nadie cuestiona que sus profundas convicciones democráticas han propiciado la extensión de las libertades individuales, por ejemplo al reconocer los derechos de los homosexuales o proponer un amplio proceso de regularización de inmigrantes que beneficiará a millones de latinoamericanos.

Más allá de otras consideraciones, Obama ha sido fiel a ese formidable compromiso de demostrar que la fuerza auténtica de esa nación no nace del poderío de sus armas ni de la magnitud de su riqueza, sino del poder duradero de sus ideales. En estos cuatro años, Obama ha cerrado conflictos bélicos y no ha empezado ninguno. Ha retirado más soldados de los que ha enviado. En cuatro años se ha disipado en gran medida la imagen de EEUU como una potencia intervencionista e incapaz de entender el multilateralismo, sin que se le pueda acusar de haber abdicado de su responsabilidad con la seguridad colectiva. Y aunque para algunos esta forma de liderazgo sea vista como un poder blando, resulta muy relevante que la primera democracia del mundo sea reconocida como tal y respetada en todos los rincones de la tierra.

La referencia de un activo liderazgo democrático de EEUU, sustentado en los ideales que han de perdurar, constituye, junto al compromiso de la Unión Europea, la esperanza más sólida para el futuro de todos los pueblos que hoy luchan por abrir sus países a la democracia. Primaveras árabes incluidas.

No me atrevo a pronosticar el resultado de la próxima cita electoral de EEUU. No es necesario que confiese aquí dónde se sitúan mis simpatías. Pero, sea cual sea el resultado, la huella de Barack Obama se proyectará durante mucho tiempo. Sus ideales democráticos son los que a la larga permanecerán y se abrirán paso en la historia, aún en los momentos de crisis económicas.

Sería muy positivo que una nueva promesa de afirmación de sus grandes ideales esté muy presente en la campaña electoral hasta el 8 de noviembre. Porque el sueño americano es en gran medida el sueño de todos.

Si allí se impone la prosperidad, las oportunidades de progreso serán mayores en todo el mundo. Si allí avanzan los valores de equidad, la igualdad de oportunidades se abrirá paso en otros países. Si el respeto a los derechos individuales se extiende y protege allí decididamente, las discriminaciones perderán espacio en las demás naciones. Y si allí se vuelve a legitimar el poder democrático, en otras regiones del planeta se frenará la fuerza de los otros poderes, ante todo del económico-financiero.

Los europeos alimentamos nuestro propio sueño. Un sueño hoy alterado por alguna pesadilla, que sólo apartaremos de nuestras noches desveladas con una vigorosa determinación de blindar los ideales de la Unión. Sólo confiaremos en nosotros mismos, como europeos de nuevo, si avanzamos con determinación hacia una fuerte Unión política con todas las consecuencias. Ésta debe ser nuestra gran meta. Y el equilibrio social y la confianza en la capacidad de la ciudadanía europea el camino a seguir. Sigamos atentos al sueño de Obama y esperemos que sus logros ayuden a la recuperación del ideal europeo.

José Luis Rodríguez Zapatero, ex presidente del Gobierno, es miembro del Consejo de Estado.

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