Obama, dicen sus seguidores, es víctima de la reacción más furibunda contra un presidente norteamericano en los últimos tiempos, que ataca no solo su política, sino también su persona, llegando a negarle ser norteamericano. Obama, dicen sus detractores, nos está llevando a la ruina económica y al desprestigio político, ya que el país no hace otra cosa que retroceder en ambos campos desde que él ocupa la Casa Blanca.
Tan enfrentadas opiniones sobre el máximo dignatario hacen que las elecciones que hoy tienen lugar —se renuevan la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado— no sean realmente una elecciones legislativas. Lo que de verdad está en juego es el presidente. Y las cosas no se presentan bien para él. Su popularidad, que llegó a alcanzar hasta el 65 por ciento, anda por el 43, algo que hace predecir fuertes retrocesos de los demócratas, que pueden llevarles incluso a perder la mayoría de la que gozan en ambas cámaras. ¿Qué ha ocurrido para que la resonante victoria de hace dos años se haya convertido en las lúgubres predicciones de hoy? O más bien: ¿qué no ha hecho el presidente para que le ocurra esto?
Prácticamente, todos los analistas políticos, no importa su tendencia, coinciden en dos cosas fundamentales. La primera, que Obama había despertado tales expectativas que, inevitablemente, tenía que causar un cierto grado de desilusión, incluso entre sus más fervientes partidarios (algunos dicen: especialmente, entre ellos). No se podía salir airoso de las dos enrevesadas guerras en que está metido el país como se sale de una party; ni solucionar en un santiamén la crisis económica más profunda desde la del 29; ni sanear la educación, la sanidad, las infraestructuras ni todo cuanto necesita reparación en el país. Una cosa es decir «Podemos hacerlo» en la campaña electoral, y otra bastante distinta hacerlo luego.
Pero hubo también, sin duda, un fallo de Obama y su equipo al no reconocerlo y, sobre todo, al no advertirlo. El gran comunicador que fue durante la campaña electoral hubiese sido capaz de convencer a sus compatriotas de que lograr todo ello en corto plazo era sencillamente imposible. Pero el hombre que seducía multitudes enmudeció al llegar al Despacho Oval. Sin duda, los enormes problemas que encontró en él no le dejaron tiempo para explicarlo. A lo que se añadieron dos grandes errores estratégicos:
—El primero, haberse concentrado en la reforma sanitaria. Es verdad que era una de sus promesas electorales y que el país la necesitaba desde hacía mucho tiempo. Pero lo más urgente era la crisis económica, y en ella, Obama se ha mostrado mucho más cauto de lo que se suponía. En vez de afrontarla con un plan amplio, audaz, imaginativo, prefirió apuntalar primero las instituciones financieras. Con ello evitó su desplome, pero dejó una mala impresión: ayudaba a los culpables de la crisis, no a sus víctimas. Olvidando explicar algo tan importante como que el dinero de los bancos no es de sus directivos, aunque a menudo actúan como si lo fuese, sino de los depositarios, que lo perderían de desplomarse la institución. Al no aclararlos, la mala impresión quedó.
—Su segundo gran error fue creer que podía llegar a un acuerdo con los republicanos para sacar adelante las grandes reformas que necesitaba el país. Tal vez hubiese podido hacerlo con los republicanos moderados, pero el partido está hoy secuestrado por su ala más radical, convencida de que Obama les está llevando al desastre, y rechazan cualquier compromiso con él. En el intento, ha invertido mucho tiempo y mucho trabajo, sin conseguirlo.
Lo que ha acentuado la atmósfera de pesimismo que reina hoy en Estados Unidos, teñida de la nostalgia de un ayer no siempre real. Es verdad que durante su historia los Estados Unidos no han hecho más que crecer y fortalecerse. Es cierto que aquí han llegado gentes de las más diversas esquinas del mundo, solo con lo puesto, para alcanzar ya en la segunda generación una vida digna, en la mayoría de los casos; es innegable que la democracia, con sus fallos, ha prevalecido durante todo este tiempo y que la generosidad de este país con el resto del mundo, comenzando por su sacrificio en las dos grandes guerras en defensa de la democracia, no tiene parangón. Pero no menos cierto es que sigue habiendo enormes lagunas en su sistema económico y social, que continúan los rasgos racistas en amplios sectores y que las desigualdades resultan vergonzosas para la que pretende ser primera potencia. Era lo que Obama venía a reparar. En sus dos primeros años de mandato, sin embargo, no ha sido capaz de vencer la crisis, tarea sobrehumana, pero tampoco de devolver el optimismo a sus compatriotas, que era lo mínimo que esperaban de él. Habla uno con gentes de las más diversas clases y oye lo mismo: «Este país está en decadencia», «no sabemos hacia dónde vamos», «nuestros hijos vivirán peor que nosotros», y cosas parecidas. No es ya la situación personal lo que preocupa a los norteamericanos, siendo francamente mala, sino la de su país. Temen, sencillamente, que haya empezado la decadencia que tarde o temprano llegó a todas las grandes potencias, y de la que se creían inmunes. ¿Qué hay de verdad de ello?
He conocido momentos muy sombríos en la reciente historia de los Estados Unidos: Vietnam, el Watergate, la crisis de los rehenes en Teherán. Momentos en los que el pesimismo parecía haberse apoderado del país y en los que incluso uno de sus presidentes, Carter, hablaba de malaise, como si estuviera enfermo y no se supiera bien de qué. Pero de todos ellos les vi surgir con energías renovadas y ánimo más firme. Esperemos que esta vez ocurra lo mismo, aunque el desafío sea mayor. Fuera de casa, tiene que enfrentarse, no con otra gran potencia, sino con algo bastante peor: un terrorismo religioso-político-cultural que no respeta personas ni lugares y golpea donde puede siempre que puede, sin que las victorias militares sobre él sean definitivas, al no tener una cabeza, sino estar alojado en millones de ellas. Dentro de casa, se enfrenta con un déficit astronómico (en manos de los chinos, para mayor inri), 15 millones de parados, 44 millones por debajo del umbral de pobreza, e industrias básicas, como la del automóvil, bordeando la bancarrota.
El problema de Obama es que los norteamericanos quieren hoy lo que querían cuando lo eligieron hace dos años: un cambio. Que no han visto bajo él. Es lo que le ha hecho retroceder en las encuestas, que predicen a su partido importantes retrocesos en estas elecciones legislativas. Pero incluso si no los sufrieran, si las cámaras siguieran igual —algo que ni los más optimistas contemplan—, Obama tendría que cambiar. Unos cambios que ya han empezado en su equipo, comenzando por su jefe de gabinete, Emanuel, y varios ministros. ¿Cambios en la política también? Por lo menos, en la forma de hacerla. De entrada, debe dejarse de buscar acuerdos con los republicanos, que sabe no le darán ni agua, y atacar los problemas fundamentales, mejor dicho: el problema fundamental: la economía. Nada de andarse con rodeos. Tiene que presentar un plan serio, firme, claro, ambicioso e ilusionante. Tiene que «reinventar América», como hicieron Lincoln y Roosevelt también en momentos críticos. Tiene que jugársela y ofrecer a sus compatriotas la nueva frontera del siglo XXI. Yo, como la inmensa mayoría, no sé qué plan en ese. Pero el hombre, o mujer, que quiera ser presidente norteamericano tiene que saberlo y ponerlo en práctica. Si lo hace, los norteamericanos le seguirán y lo conseguirán, no importan los sacrificios que les pida. Si no, se quedará en la «gran esperanza negra». Alguien que era mucho mejor candidato que presidente, como ha ocurrido a tantos de sus colegas blancos, que no pasaron del primer mandato.
José María Carrascal