Obama, en la maraña de las torturas

Los intentos del presidente Obama por impedir la desclasificación de las fotografías de los abusos de presos estadounidenses es un error que se puede enmendar. El presidente actúa de buena fe, comprendiendo los desquiciados tiempos que atraviesa la sociedad en la que vive. Por sí solo eso supone un avance en la Casa Blanca. Los ex aliados de Obama se lanzan a acusarle de hipocresía y cobardía moral por contradecirse en el asunto de las torturas y la transparencia. El premio a la hipérbole instantánea odiosa es para Anthony D. Romero, director de la Unión Americana de Libertades Civiles, que sugería que Obama «está encubriendo no solamente a Bush, sino también a sí mismo».

Ay, letrado. ¿Tiene usted pruebas que avalen una acusación de tan censurable fechoría? ¿O está usted decidido a reducir a la Unión Americana de Libertades, una de las organizaciones vitales de la democracia estadounidense, a un lobby que ejerce su influencia mediante la ampulosidad y la presión de la opinión pública en lugar de los argumentos? No se engañe. Muchos de aquellos que condenan ferozmente a Obama y presionan por la difusión de las al menos 44 instantáneas pretenden hacer más que informar a la opinión pública. También quieren imputar a funcionarios y agentes de la Administración Bush a base de agitar la repulsa de la opinión, incluso si las fotografías no contienen ninguna prueba directa de complicidad a alto nivel en los maltratos o las torturas. Aliados en esta campaña son los disidentes contrarios a la profunda implicación de Obama en Afganistán.

Pero la política de las torturas y el maltrato de los prisioneros es una herramienta difícil de manejar. Amputa a todo aquel que toca, como han descubierto Bush, Obama, Nancy Pelosi y la CIA, entre otros. La claridad moral que deberían aportar las mismas palabras de «torturas» o «abusos» desaparece en cuanto son invocadas para favorecer causas partidistas que -al igual que la propia tortura- dependen de que los fines justifiquen los medios. En cuanto a las contradicciones, Obama está haciendo en la práctica distinciones, y juicios basados en distinciones, a la hora de decidir si solicita a un tribunal de apelaciones que no levante el secreto que pesa sobre las fotografías solicitadas por la Unión de Libertades, hasta desclasificar primero los memorandos «de interrogatorio avanzado» de la Administración Bush para que la opinión pública debata y juzgue. Estas opciones son dos caras de la misma moneda para este presidente, que es consciente de que vivimos en una era digital visual en la que las fotografías y los videos abruman los contextos y las palabras. Su dominio de los símbolos visuales y motivadores le llevó a la victoria el pasado noviembre. No va a renunciar a controlarlos ahora en favor de otros. Obama podría haber calculado mal su efecto, pero su actuación con los memorandos de las torturas y las fotografías de los abusos surgen al mismo tiempo que la sensación de que el país quiere pasar página con respecto a la época de trauma y temor que siguió al 11 de septiembre de 2001.

El Obama candidato prometió «ganar» la «guerra buena» en Afganistán. Era difícil por entonces juzgar si ese lenguaje era simplemente una táctica de campaña o un compromiso sincero. Él sostiene que pensaba en esto último al seguir las peticiones de sus mandos militares de no cooperar en la publicación de imágenes que servirán sobre todo para azuzar emociones mientras 21.000 efectivos estadounidenses adicionales se despliegan en Afganistán. Un máximo jefe del ejército que pone en peligro la integridad de fuerzas estadounidenses no debería hacer menos.

Pero la eliminación integral de imágenes o palabras es mala política, hasta cuando las intenciones son sinceras. La censura siempre despierta una desconfianza mayor y se puede utilizar para proteger a los malhechores. Las fotografías entran en dos categorías: las instantáneas tipo Abú Ghraib tomadas despreocupada y repugnantemente por aquellos que cometen los abusos -no se moleste en preguntar lo que hacen- y las fotografías de las víctimas recogidas por el Gobierno en una investigación. Cualquier fotografía que el Gobierno utilice como prueba en una imputación judicial forma parte de un sumario público que debería ser difundido. Después de todo, algunos de los autores de las instantáneas las difundieron entre amigos de forma digital. El resto debería ser archivado como material de investigación para su posible uso como prueba. No todo lo que hay en los archivos policiales es publicable. Este enfoque debería restar parte del encanto ilícito que tiene este material. Se ha convertido en una especie de pornografía de guerra destinada a segmentos de una audiencia que recurre a la argumentación pseudo-política en busca de placer o estimulación. En último término, la Casa Blanca sabe que tiene escasos argumentos para defender la censura.

Jim Hoagland, columnista de The Washington Post.