Obama: fuerte y equivocado

La sentencia más importante que se puede dictaminar sobre un presidente de EEUU no es si se trata de izquierdista o conservador, sino si es fuerte o débil. El veredicto de debilidad tiende a reforzarse solo. Cada tropiezo avala la narrativa, mientras que los logros que contradigan esta narrativa son minimizados o ignorados (véase Jimmy Carter). Pero lo contrario también es cierto. La fuerza tiene una dinámica propia.

Obama posee un cierto tipo de fuerza que yo había subestimado. Su reserva no carece de pasión. Durante el debate sobre la reforma sanitaria el presidente ha sido tenaz, incluso cruel. Después de la victoria republicana de Massachussets en el Senado, reaccionó con ira y ambición, no con conciliación. Rechazó un «proyecto famélico» de antemano. Él estaba dispuesto a emplear y defender cualquier método -creatividad contable, acuerdos entre bambalinas, lagunas del reglamento- para lograr su objetivo. Sus métodos eran flexibles -la legislación viola algunas de sus propias promesas de campaña sobre la reforma, incluyendo la implantación de la obligatoriedad de un seguro-, pero su determinación era firme. Cuando llegó la hora de la verdad, dio el callo.

En el proceso, Obama se ha unido al panteón de los presidentes progresistas. Algunos de ellos, como el alegre en cualquier circunstancia Franklin D. Roosevelt, fueron políticamente relevantes. Otros terminaron como fracasos políticos (Woodrow Wilson, frío, cerebral y odiado; Lyndon B. Johnson, apasionado, orgulloso y decepcionante). Pero cada uno puso a prueba los límites del poder ejecutivo, cambió la relación entre la ciudadanía y el Estado e inspiró adoración o desprecio a muchas generaciones. Obama ahora pertenece a este grupo.

La política de la reforma sanitaria es casi tan compleja como la propia legislación. Haber planteado primero este asunto antes de hacer un hincapié serio en la creación de empleo y el crecimiento económico lo hace parecer un grave error. La agenda progresista de Obama no se alinea con las prioridades de la opinión pública, lo que le ha costado popularidad. Una vez embarcado en este programa, sin embargo, el abandono habría alimentado una narrativa de debilidad que podría haber socavado toda su presidencia.

Pero aprobar esta reforma ambiciosa gracias a la disciplina de partido y por medio de tácticas cuestionables también puede conducir a un desastre político. Abocado a las legislativas, Obama ha conseguido alienar a muchos jubilados, preocupados porque los recortes en sus planes de Medicare se utilicen para financiar algún otro derecho social, y a muchos independientes, cuyo disgusto general con el funcionamiento de la Administración se ha visto reforzado. La intensidad de la oposición a la reforma sanitaria sigue siendo más elevada que el apoyo que despierta. Mayorías claras de estadounidenses se inclinan a pensar que elevará su propio gasto y reducirá la calidad de su atención. No hay suficiente cantidad de discursos presidenciales de aquí a noviembre que pueda cambiar esas opiniones -sobre todo porque el trasiego de discursos presidenciales del año pasado ha sido contraproducente.

La sentencia política inmediata sobre Obama será, probablemente, dura. El juicio histórico es, por naturaleza, incierto. El presidente puede consolarse (con razón) con el hecho de que ha alterado para siempre el debate de la asistencia médica en EEUU. Cuando los republicanos vuelvan finalmente al poder intentarán modificar el paquete a través de la introducción de elementos más orientados al mercado, pero no tratarán de abolir la reforma. ¿Qué republicano quiere hacer campaña con el retorno a la exclusión de la cobertura por motivos de enfermedad anterior a la firma de la póliza? Obama ha sentado hechos legislativos sobre el terreno que marcarán cada debate sanitario en el futuro.

Pero el valor de este logro estará determinado por otro juicio histórico. Si esta reforma de la Sanidad hubiera sido aprobada, por ejemplo, en 1994, habría sido otra losa más sobre una economía en crecimiento y más adelante perfeccionada a medida que las consecuencias imprevistas derivadas de la ley se hicieran patentes -un lastre económico, pero no un desastre-. Sin embargo, si el Gobierno estadounidense se dirige hacia una crisis general del Estado del Bienestar, la reforma sanitaria de Obama será considerada históricamente irresponsable. Se añade un nuevo derecho masivo a la cima de la montaña de derechos sociales que es ya precaria. Los costes asociados a este nuevo compromiso tendrán un crecimiento proyectado en el 8% anual más o menos, más rápido que el crecimiento de la economía o los ingresos fiscales. Y este nuevo derecho está financiado principalmente mediante los recortes más fáciles de las prestaciones existentes, dinero que ahora no podrá utilizarse para financiar promesas de derechos existentes que no tienen financiación real.

En este escenario histórico, la ironía será de gran calibre. Después de haber visto los desastres del sector financiero fruto del sobreendeudamiento y de ver a muchos estadounidenses arruinados por préstamos demasiado aplazados, la principal respuesta de Obama a la crisis económica ha consistido en repetir los excesos de ambos a gran escala.

Es posible que un presidente sea fuerte y que esté equivocado de medio a medio.

Michael Gerson, columnista de The Washington Post