«Obama, gracias por el ébola»

Me hizo sonreír la leyenda que lucía uno de los críticos asistentes a la intervención de Obama en favor de un candidato demócrata a gobernador: «Obama, gracias por el ébola». Tampoco los americanos han quedado libres de la obsesión por el virus del murciélago y la tendencia a culpar de su expansión a la cúpula del poder político. Si en este caso se une, además, la inactividad del presidente afroamericano ante el problema sirio, el retorno del fantasma terrorista por la retirada iraquí, las insuficiencias de los Servicios Secretos, su atonía ante la crisis en Oriente Próximo, la sensación de estar a la defensiva frente a un Putin crecido por el conflicto de Ucrania, la parálisis legislativa sobre inmigración o el control de armas, se entiende que los analistas políticos hayan subrayado el carácter «tóxico» que la marca Obama ha tenido en estas elecciones. Los candidatos de su partido lo quisieron lejos. Entre ellos susurraban que su presencia sería algo así como «el beso de la muerte». La tragedia de un presidente en baja es que se le achaca todo: de lo que es culpable y también de lo que es inocente. La presidencia es una verdadera trituradora de egos.

Obama, gracias por el ébolaIncluso el fuego amigo ha afectado a Obama, con su antiguo colaborador Leon Panetta a la cabeza denunciando en su libro de Memorias el «errático rumbo» en política internacional de su comandante en jefe. De cerca, le seguía el viejo Jimmy Carter manifestando su perplejidad ante un presidente con pinta de púgil noqueado. Sin olvidar a la inquieta Hillary Clinton, distanciándose a toda prisa de quien puede ser un fardo en sus ambiciones presidenciales para 2016. Y no digamos nada de John Kerry que, según fuentes de la Casa Blanca, está más perdido en su Secretaría de Estado «que Sandra Bullock en Gravity».

Y, sin embargo, el presidente paria de hoy -invisible en estas legislativas, salvo salidas esporádicas para apoyar a gobernadores demócratas- era el héroe de ayer. Fue una explosión de entusiasmo la que rodeó su llegada hace seis años a la presidencia. El joven abogado por Harvard era como un Kennedy redivivo, con una retórica de senador romano, una máquina electoral barredora de redes y medios, y el jurado del Nobel rendido a sus pies. Miren las hemerotecas: el New York Times desplegaba su mejor prosa hablando de su elección como «una catarsis nacional», y del día de su triunfo como «una llama que enciende la historia». Su toma de posesión fue -unanimidad en la gran prensa- «el evento más concurrido de toda la historia de Washington». Incluso el francés Libération tituló: «Hoy somos felices». Es curioso cómo la fuerza del Yes, we can de ayer se ha diluido en un mensaje de impotencia de hoy: «No pudimos». Lo cual es también aviso a navegantes para las versiones españolas de «Sí, Podemos».

¿Ha sido, pues, culpa solo de Obama la débâcle demócrata en estas legislativas midterm? No lo creo. Existe una fuerza interna en el genoma político norteamericano que impulsa a votar en contra del partido en el poder, compensando, con un Congreso vigilante de signo opuesto, la peligrosa tendencia del ejecutivo a la «presidencia imperial». Hay dos excepciones: los casos de F. D. Roosevelt y G.W. Bush, que en las elecciones midterm de su primer mandato ganaron asientos en las dos Cámaras. Ciertamente, un presidente erosionado acelera esa fuerza que también, sin embargo, actúa con presidentes en pleno prestigio. Un ejemplo es Eisenhower, que sufrió en 1958 una de las mayores derrotas de un presidente en las legislativas midterm (perdió 47 asientos en la Cámara y 15 en el Senado), con una popularidad cercana al 56%. Hay alguna excepción a la regla, como ocurrió con Clinton en su sexto año, con el Sexgate llamado Lewinsky en plena resaca. Sorprendentemente no perdió ni en la Cámara ni en el Senado, aunque sus ventajas fueron mínimas. Probablemente influyó una cierta corriente de simpatía hacia un presidente machacado por una inmisericorde investigación del fiscal especial.

En todo caso, la derrota demócrata ha sido histórica: en el plano numérico y en la vertiente moral. Tres símbolos demócratas han sufrido un fuerte varapalo anímico en sus feudos. Me refiero a dos Premios Nobel (Obama y Carter) y un legendario Kennedy. Obama ha cedido Illinois, su entourage político, al nuevo gobernador republicano Bruce Rauner. El nieto (Jason) de Jimmy Carter -el presidente rey del cacahuete, que precisamente salió de Georgia para ocupar la Casa Blanca- no ha logrado desbancar en ese estado al veterano republicano Nathan Deal. El hogar político de los Kennedy (Massachussets) ha sido mancillado por el nuevo gobernador republicano Charlie Baker.

¿Qué puede hacer Obama en estos dos años en el Despacho Oval ? Si yo fuera él, seguiría el consejo que el gurú de Clinton, Dick Morris, dio a su jefe en plena derrota en las midterm de su primer mandato. En 1994, Clinton se encontró con unos resultados electorales que entregaron el Congreso a los republicanos. Éstos habían ganado ocho escaños en el Senado y 53 congresistas en la Cámara. El consejo de Morris fue: «Triangular». Esto es, deslizarse hacia el centro, apartarse del área gravitacional de la zona izquierda del partido demócrata, y ofrecer a los republicanos un programa nuevo que mezclaba lo mejor de los dos programas.

Clinton declaró solemnemente: «Se terminó la era de un gobierno grande», anunció un fuerte recorte del gasto, impuestos bajos y eliminar el déficit. Naturalmente eso supone de algún modo volver la espalda a los propios partidarios -lo que no es fácil-, pero a veces es irresistible. En el caso de Clinton también fue fructífero: su abrazo a Newt Gingrich, el líder republicano, acabó sofocando a la oposición. Ciertamente la situación de Obama no es la de Clinton; este «trianguló» para lograr un segundo mandato, mientras que Obama está ya al final de su estancia en la Casa Blanca. No necesita hacer especiales méritos para las elecciones presidenciales de 2016. Sin embargo, es muy duro contemplar desde el Despacho Oval cómo el pato cojo es ninguneado por los adversarios, abandonado por los correligionarios y despreciado por el pueblo. Sin contar con la historia, que un presidente no puede admitir que se escriba con un epitafio agónico.

Otra cuestión interesante es cómo repercuten estos resultados en las elecciones presidenciales de 2016. Probablemente los dos contrincantes que cruzarán sus espadas serán Hillary Clinton por el partido demócrata y -con mayor carga hipotética- Jeb Bush, hermano e hijo de presidentes republicanos. Contra lo que pudiera creerse, la derrota de Obama en estos comicios puede no serle perjudicial a la ex senadora, ex primera dama y ex secretaria de Estado. Para Hillary es importante presentarse como el cambio frente a la continuidad. Pero eso no podría hacerlo con un antecesor en el cargo del mismo partido en pleno apogeo de popularidad. Ahora, con Obama en horas bajas, con sus mensajes minusvalorados y su herencia recortada, Hillary tiene que lanzar, de algún modo, el mensaje del cambio. No le será fácil ni por su edad ni por sus antecedentes. Pero la idea de que si hubiera ganado a Obama en las primarias de 2008 las cosas no estarían hoy así, es un mensaje que acentúa las posibilidades de la primera mujer candidata a la presidencia.

Los resultados de estas legislativas ayudan también a la probable candidatura de Jeb Bush. Los republicanos carecen de una figura como Hillary entre los demócratas. De los posibles candidatos destaca el nuevo Bush, con una actuación estelar en sus años de gobernador de Florida, una esposa mexicana y bastantes simpatías entre la comunidad hispana. El lento desenganche de los hispanos de la figura de Obama -siempre retrasando la nueva ley de inmigración- dibuja a este poderoso grupo como un personaje en busca de un autor, esto es, alguien buscando un nuevo líder. Jeb podría serlo. Sus recientes palabras de que inmigrar sin papeles era un «acto de amor», tuvieron eco entre los hispanos. A la vez, el triunfo republicano en estas legislativas hace necesario para el GOP no dilapidar su éxito mirando a 2106. Requiere una figura que aglutine al partido en torno a él. El apellido Bush -con todos sus altibajos- es una garantía en el partido del elefante.

Pero republicanos y demócratas -es el mensaje de estas elecciones- deberán moderarse en sus posiciones. Un partido republicano vengativo y echado al monte perdería cualquier posibilidad de ganar en 2016, y un presidente demócrata legislando por decreto y esgrimiendo el veto ante el Congreso nunca saldría de las cenizas. Tal vez por eso Mitch McConnell, el nuevo líder republicano, decía en su discurso de victoria que el bipartidismo no significa «estar en perpetuo conflicto», y Obama acaba de citar para finales de semana a los líderes de los dos partidos en la Cámara y el Senado. Es un buen comienzo.

Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y autor del libro 'Entre dos orillas: de Obama a Francisco'.

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