Aunque Pascal no se refería a la Princesa de Asturias cuando escribió aquello de que «si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, la faz del mundo habría cambiado por completo», es obvio que estaba abriéndole el camino. Por eso la primera reacción de los republicanos ante el inoportuno embarazo de la hija de Sarah Palin fue encogerse de hombros y desplegar las manos bien abiertas con una sonrisa simpática: «Life happens». Algo así como «la vida sale al encuentro» que decía el título de una novela para adolescentes de los años 60.
A lo sorprendente e inesperado lo llamamos con toda propiedad el factor humano. Siempre defiendo la superioridad del periodismo -o de la Historia- sobre la novela porque la realidad es mucho más emocionante que la ficción. Si alguien inventara una trama sobre una brillante profesional de la televisión que atrae a la audiencia por la personalidad de su rostro, enamora al heredero del trono de su país, se casa con él y le da dos princesitas, pero decide operarse la nariz porque anhela la perfección canónica y no se siente a gusto dentro de esa efigie tan magnética, sería dejado de lado por alterar de forma inverosímil el itinerario narrativo de los cuentos de hadas. Por eso mismo no existe ninguna buena novela ni serie de televisión importante en la que el presidente de los Estados Unidos sea un negro. Lo que no puede ser, no puede ser... y además es imposible. Hasta que un día sucede.
De Zapatero pueden decirse muchas cosas -y más ahora con su nuevo golpe de cintura hacia la izquierda-, pero no que siente indiferencia por aquello a lo que se dedica. Tras esa máscara de la contención que con tanta autodisciplina exhibe, late una borrascosa pasión no tanto por el poder como por la política. Y el tipo lo clavaba cuando el domingo pasado le decía a Esther Esteban que «la democracia tiene un factor que la hace auténtica y es que es imprevisible».
Hablaba de su propia ascensión a La Moncloa, pero hoy en día la reflexión le cuadraría mejor a la democracia norteamericana porque no hay más que ver el muermo en que se ha convertido en España la vida política -justo cuando la dramática situación económica debería haberla transformado en el eje de todas las atenciones- para constatar lo lejos que han llegado los aparatos de los partidos, y muy especialmente el de la oposición, en el secuestro y simulación endogámica de la representación popular. En cambio, es cierto, que en Estados Unidos, allí donde las bases se pronuncian una y otra vez, allí donde todos los candidatos son sometidos a un escrutinio intenso e implacable, allí donde el que gana se queda un máximo de ocho años y el que pierde se va a su casa, el espectáculo de la democracia en marcha tiene pocos parangones con ningún otro género de empeño humano.
Por eso las convenciones de Denver y Saint Paul han ganado la batalla del prime time con audiencias de más de 38 millones. Empezaron con el último «hurra» de Ted Kennedy y han concluido con la primera victoria sobre el cuadrilátero de Sarah Palin a costa de John McCain. En medio han transcurrido dos semanas de inaudita intensidad dramática por cuya abigarrada pasarela han desfilado Michelle Obama y sus dos niñitas succionadas de los grabados de Norman Rockwell, Hillary Clinton con su corazón partío por el dilema de ayudar o no ayudar, Bill Clinton reivindicándose a sí mismo con motivo para ello, Jimmy Carter recordando que se puede ser tan buena persona como mal presidente, Al Gore con su cruzada verde marchando a todo gas, el senador Biden afilándose las uñas, el ectoplasma de George Bush encerrado en la jaula de su videoconferencia, Cindy McCain con su traje de Oscar de la Renta y sus diamantes en las orejas, Rudolph Giuliani sacando la cara por la nueva Cenicienta de Alaska y, por supuesto -ha nacido una estrella-, la única, la incomparable, la incansable, la indoblegable Sarah Barracuda dando cera a siniestro y siniestro, acompañada de su marido, de su hija, del maridable de su hija y del futuro nieto que aun antes de nacer ya ha entrado eficazmente en campaña. Todo ello amenizado con unas cuantas pasadas del huracán Gustav, mientras los propios Obama y McCain se ejercitaban ante el espejo para comparecer únicamente en el momento culminante de la fiesta, tal y como el Gran Gatsby hacía cuando congregaba a sus invitados en torno a la piscina de su mansión de Long Island.
Hay quien dé más? Por supuesto que sí: a la chita callando -o casi- Vladimir Putin ha movido durante el mes de agosto sus fichas en el Cáucaso y nos ha enviado a todos los ciudadanos de los países democráticos un escueto mensaje de comienzo de curso: «El mundo vuelve a ser normal». Y por «normal» se entiende, claro está, turbulento, peligroso... y explosivo.
Esas seis palabras no han salido por supuesto de la boca del ahora primer ministro de Rusia, pero componen la primera frase de un libro profético de apenas un centenar de páginas, publicado antes del verano, anticipando la pauta de conducta del amo del Kremlin. Se trata de The Return of History and the End of Dreams, de Robert Kagan. Tanto lo del «regreso de la Historia» como lo del «fin de los sueños» va por la ingenua tesis de Fukuyama y sus optimistas seguidores, según la cual la caída del Muro de Berlín habría supuesto el último acto de la tragedia clásica basada en la pugna entre las grandes potencias por dominar el mundo y daría paso a un periodo de cooperación internacional, prosperidad y desarrollo semejante a la «Paz Perpetua» imaginada por Kant.
Según Kagan, los hechos están demostrando cuán equivocados estábamos los demócratas del mundo occidental al creer que las altas dosis de libertad económica introducidas en Rusia y China traerían consigo las libertades políticas. Teniendo en cuenta la irrupción en escena de implacables nuevas oligarquías, las condiciones infrahumanas en las que sigue desarrollándose la actividad económica, la represión de toda disidencia y los afanes neoimperialistas de su política exterior, casi podríamos decir, por el contrario, que la forma en que estas autocracias han decidido superar la bipolaridad del pasado es tomando -en feliz expresión de Javier Ortiz- «lo peor de ambos sistemas».
En las páginas 23 y 24 de su libro Kagan advierte: «Un conflicto entre el Gobierno de Georgia y las fuerzas separatistas de Abjasia y Osetia del Sur apoyadas por Rusia podría provocar un enfrentamiento entre Tbilisi y Moscú. ¿Qué es lo que harían Europa y los Estados Unidos si Rusia jugara fuerte en Ucrania o en Georgia? Probablemente nada. La Europa postmoderna apenas puede imaginarse la idea de volver a los tiempos de un conflicto con una gran potencia y hará lo que sea por evitarlo. Y tampoco los Estados Unidos están ansiosos de vérselas con Rusia cuando están tan absorbidos por su implicación en Oriente Medio. Y sin embargo una confrontación entre Rusia y Ucrania o Georgia nos introduciría en una especie de nuevo mundo o, en realidad, en un mundo muy viejo».
Pleno al quince. Esto es punto por punto lo que ha sucedido durante las últimas cuatro semanas: el intento del presidente Saakashvili de ejercer la soberanía sobre sus autonomías rebeldes, la brutal invasión rusa a la antigua usanza con su aviso a navegantes incorporado, los patéticos intentos de mediación de una UE condicionada por su incoherencia en Kosovo y su dependencia del suministro de gas ruso, la negativa del Kremlin a soltar su presa, la incapacidad de las democracias de implementar sanciones y la respuesta también old fashion de Estados Unidos, intensificando su ayuda a Georgia y cerrando un acuerdo con Polonia para instalar allí su tan polémico como dudosamente fiable «escudo antimisiles».
Cualquiera que conozca bien la historia del valle oscuro que fue Europa durante el periodo de entreguerras se sentirá ahora envuelto en una vieja pesadilla al contemplar el desinterés con que la mayoría de los europeos están siguiendo «esa pelea en un país lejano entre gentes sobre las que no sabemos nada». La expresión fue de Neville Chamberlain y se refería a Checoslovaquia.
Los paralelismos acaban por ahora aquí -en el intento de una resurgente gran potencia herida en su orgullo nacional por recuperar su espacio natural de influencia-, pero algunas de las diferencias entre aquel despeñadero y el actual orden mundial no inducen precisamente a la tranquilidad. Por ejemplo el auge, como tercera gran fuerza en discordia, del fundamentalismo islámico. Baste imaginar con espanto lo que implicaría una intensificación de la colaboración entre las dos grandes autocracias y un Irán nuclearizado.
El hecho de que Kagan sea una persona próxima a McCain y que la primera de las citas encomiásticas en la contraportada de su libro sea del hoy candidato republicano ha contribuido a alimentar estos días la enrevesada teoría de la profecía autocumplida, esbozada por el propio presidente títere de Rusia, Dimitri Medvedev. Según esa tesis, la Administración Bush habría empujado a Saakashvili, el hombre de Washington en el Caúcaso, por la senda de la provocación a Moscú para desatar un conflicto que hiciera patente a los norteamericanos lo importante que es tener en la Casa Blanca un comandante en jefe curtido y con capacidad resolutiva. O sea McCain.
Al margen de que, a juzgar por la precisión quirúrgica con que actuó la apisonadora rusa, esta interpretación exculpatoria sólo se sostendría si el Kremlin contara con un topo en el Estado Mayor republicano que le hubiera permitido estar en el ajo, lo de menos es ya cómo se inició el incendio. Lo esencial es que la invasión de Georgia marca un antes y un después: desde la caída del Muro, Rusia se había sentido lo suficientemente débil como para permitir la impregnación de su tradicional zona de influencia por la democracia occidental a cambio de las ventajas materiales que para ella suponían sus lazos privilegiados con la OTAN, la UE o el G-7. Ahora han cambiado las tornas porque la evolución de los precios del gas y del petróleo ha actuado como reconstituyente y el oso herido ha recuperado bastante vigor como para volver a imponer la ley de los carros de combate. De momento en su patio caucásico y quién sabe si también muy pronto en su fachada con vistas a Europa.
Previendo con ojo de lince tanto este escenario como una similar deriva de China, Kagan propone en su libro «el establecimiento de un concierto o liga global de las democracias», vertebrada por Estados Unidos y la UE, pero que integre además no sólo a Japón, Australia y Canadá, sino también a Brasil, la India y demás países emergentes que adopten las reglas del juego de la separación de poderes y el imperio de la ley. Pues bien, lo siento por las afinidades políticas del autor, pero ese magnífico proyecto parece hoy por hoy muy lejos del alcance del partido de McCain y en cambio cualquiera diría que ha sido concebido a la medida de las capacidades de Barack Obama.
Estados Unidos afronta la recta final de la campaña con el clásico dilema entre lo malo conocido -que, insisto, no es tanto el candidato como la maquinaria política republicana- y lo bueno por conocer. Cuanto ha sucedido en los últimos tres meses me reafirma en el convencimiento de que la sociedad norteamericana ha perdido una ocasión histórica de apostar por un cambio razonable y controlado, llevando a la vez a la Casa Blanca a una mujer. Pero los prejuicios contra Hillary han sido tan grandes que todavía muchos no se han dado cuenta de que si ella hubiera sido la candidata no habría sido necesario buscar en ningún otro sitio ni la experiencia y solvencia que Obama ha creído encontrar en Biden, ni el coraje y la chispa provocadora que McCain ha creído encontrar en Sarah Palin.
Así las cosas, sólo queda aplicar la misma regla que ya esbocé con motivo de las últimas elecciones españolas: ganará el que en los debates televisivos sea capaz de añadir a su imagen una mayor proporción de las cualidades del adversario con menor merma de las propias. Eso se ha reflejado ya en la selección de los candidatos a vicepresidente y ahí ha sido cuando, en mi opinión, McCain se ha pasado de frenada. No porque la gobernadora de Alaska sea todavía más novata que Obama, sino porque la ha elegido con la ligereza propia de una celebrity como él dice que es Obama. Un hombre de Estado no toma una decisión así tras sólo un par de conversaciones y sin realizar un completo escrutinio de la aspirante. Máxime cuando sus 72 años y su salud frágil incrementan las posibilidades de que la elegida llegue a ser un día de rebote la primera mandataria de la Tierra.
Está claro que Sarah Barracuda estaría dispuesta a calzarse esos patines y lo que le echen y que las bases de su partido están encantadas con la elección. Sobre todo después de su fácil recurso -Nixon y Agnew parecían hablar por su boquita de piñón el jueves- a arremeter contra la prensa de «Washington». ¿Pero qué pensaran los decisivos sectores moderados del electorado de su amago de hacer una lista de libros prohibidos cuando era alcaldesa, de sus coqueteos con los defensores de la independencia de Alaska, de sus presiones a un funcionario para solventar cuestiones familiares o de su invocación a Dios como inspirador de la invasión de Irak?
A diferencia de lo que concierne al embarazo de su hija adolescente, si McCain sabía todo esto, malo; y si no lo sabía, aún peor. Cualquiera diría que ha trabajado para Obama, pues a partir de ahora, y pese al tono conciliador que adoptó anteayer, le va a resultar más difícil desprenderse del antipático tufo integrista de los movimientos religiosos que auparon a Bush.
No se puede negar que en el otro rincón el aspirante demócrata continúa rodeado de un aura de ambigüedad, oportunismo y progresismo de salón. Su propio discurso de aceptación -desnaturalizado por su inaudito traslado del recinto de la Convención a un estadio deportivo, como si fuera un cantante de rock o tuviera que competir con las ceremonias olímpicas- fue más un vademécum de eslóganes brillantes y golpes de ingenio bien escenificados que la pretendida presentación de un programa. Pero el que sus extraordinarias dotes como comunicador parezcan superficiales no significa que sean menos importantes en una era en la que el presidente de los Estados Unidos debe ser un líder mediático.
Es cierto que Reagan y Clinton tenían mucho más que eso y que Obama -más intelectual que ellos- es una incógnita desde el punto de vista de que nadie sabe cuál es la médula política que hay dentro de sus huesos. Pero, en cambio, su expectativa de convertirse en el primer presidente negro de un país en el que el 85% de los electores son blancos y en el que no hace tanto cuando un negro quería inscribirse como votante le preguntaban cuántas burbujas había en una pastilla de jabón para demostrar, contestara lo que contestara, su estupidez congénita, da tal credibilidad a la regeneración del sueño americano que es difícil imaginar un activo mayor de cara a la tarea de mejorar la maltrecha imagen estadounidense ante la opinión pública mundial y relanzar las relaciones transatlánticas.
No deja de ser una paradoja que el político yanqui mejor valorado en Europa durante décadas sea un afroamericano y que en los cinco continentes haya quien esté ya echando las cuentas del llamado efecto Bradley -en memoria del alcalde negro de Los Angeles que perdió cuando todas las encuestas le daban vencedor-, según el cual a la ventaja que adquiera Obama en los sondeos habría que restarle hasta siete puntos de racismo encubierto destinado a aflorar en la confidencialidad de las urnas. Pero ocurre como con el Real Madrid, los Lakers o el caballito de Ferrari: se trata del primer candidato global con fans en todas partes.
No faltan estos días quienes se esfuerzan en desacreditar a los capturados en las redes de la Obamanía con argumentos objetivos cargados de tanta sensatez como los que hace 21 siglos trataron en vano de rescatar a César, Pompeyo y Marco Antonio de su cuelgue por aquella mujer que, a juzgar por ciertas evidencias numismáticas, poseía una nariz aquilina tan leve y bellamente curvada como la que hasta el mes pasado adornaba a la Princesa de Asturias. ¿Cómo era posible, por utilizar palabras de Shakespeare, que «las tres columnas que sostenían el mundo» terminaran sirviendo de «abanico para calmar el impudor de una egipcia»?
Plutarco nos ha dejado un buen compendio del enigma que anidaba tras aquel debate estético: «La belleza de Cleopatra no era tal que deslumbrase o que dejase parados a los que la veían; pero su trato tenía un atractivo inevitable y su figura, ayudada de su labia y de una gracia inherente a su conversación, parecía que dejaba clavado un aguijón en el ánimo».
O sea que el magnetismo político, como el sex-appeal, o se tiene o no se tiene y depende de la mismidad del sujeto transformado por los demás en -oscuro - objeto de deseo. De ahí que la única promesa electoral que conviene arrancar cuanto antes a Obama sea la de no decolorarse la piel como Michael Jackson, no ponerse alzas en los zapatos como Sarkozy y no someterse a ningún implante capilar como el que le atribuyen a Pepe Bono. Haga, pues, su aguijón este milagro cuando el áspid salga de la cesta el primer martes de noviembre; y que siga la función.
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.