Obama: sueños y paradojas

Estados Unidos se halla en búsqueda de un espacio propio, en un mundo que ya no controla. Las cosas no han salido como Obama soñó. Han sido cuatro años de infarto, quizá los más densos de la historia reciente de EE UU: el terremoto en Wall Street y las finanzas mundiales; la retirada de Irak y Afganistán; guerras democráticas en Oriente Próximo, sangre en Libia y Siria; el ascenso turbulento de China; en fin, la grave enfermedad de la Unión Europea. Y en casa, un Tea Party en pie de guerra que casi fuerza al país a la bancarrota.

Por encima de todos estos cambios ha sobrevolado el fantasma de la creciente irrelevancia norteamericana. Durante el último debate en Florida, quedó claro que el candidato Romney ve a su país como a una empresa, y al mundo como un gran mercado que hay que defender de los malos de Teherán, Pekín y Moscú. Por su parte, Obama se dedicó a enumerar de carrerilla sus aciertos y a exhibir la cabeza de Bin Laden. Quizá debió explicar a los norteamericanos que el mundo ha cambiado por completo, y que su trabajo, su seguridad o su salud dependen cada vez más de lo que pase en las economías emergentes y en Europa. No se atrevió a decirles que es preciso hacer borrón y cuenta nueva del siglo XX americano, cuando EE UU hacía y deshacía a su antojo.

El dúo Obama-Hillary Clinton se ha movido de manera ambigua entre el reconocimiento del declive (de ahí la prudencia respecto a China, el Cono Sur Latinoamericano, o el mundo árabe), y la apuesta por la primacía norteamericana. ¿Cuál de estas dos visiones pesará más en el futuro? En su discurso sobre el Estado de la Unión del pasado enero, el presidente afirmó que aquellos que anuncian la decadencia de EE UU, “no saben de lo que están hablando”. Así pues, declive relativo sí; pero no decadencia. De algún modo, Obama actúa como si la inercia de la caída —en crecimiento, competitividad, desigualdad— pudiera revertirse y propulsar hacia arriba a la nación. Como si la alarma que despierta en la sociedad norteamericana su propio declinar, pudiera actuar de revulsivo para transformar al país en un faro de democracia y oportunidades, en el país de los Bill Gates y los Steve Jobs.

Sin embargo, para que ese sueño pueda cumplirse, serían necesarias al menos dos cosas. La primera (Stiglitz-Krugman) es abordar en profundidad los desequilibrios fiscales y las malas prácticas, financieras y monetarias, que acaban dañando también al resto de economías. La realidad es que EE UU ha salido de la recesión gracias fundamentalmente a que la Reserva Federal le ha vuelto a dar a la maquinita del dólar —los quantitative easing— , y ya va por dos trillones y medio. Pero esa gran reforma de la economía solo sería posible si el próximo presidente es capaz de frenar la enorme polarización política del país. Romney no necesita consenso; dejaría la cosa como está, más aún contando con mayoría en el Congreso. Pero para Obama supondría la prueba de su capacidad de liderazgo: entonces veremos si está a la altura de aquellos que como F.D. Roosevelt, Kennedy o Reagan, forzaron un auténtico cambio de rumbo.

En segundo lugar, un segundo Obama debería volver al origen de su primer mandato, cuando se fraguó el G-20, y recuperar un papel más activo en la gobernanza mundial. Un mundo multipolar, de responsabilidades compartidas con el resto en comercio, seguridad o medio ambiente, supone una gran oportunidad para EE UU. No solo por la liberación de cargas que implicaría, sino porque, con relación al resto, EE UU dispone de un tiempo precioso y un know how para transformarse e influir. Incluso aunque pronto la economía china alcance a la norteamericana, aún le quedarán decenios para igualar su desarrollo social. Algo similar le ocurre a Rusia, Brasil o India, donde la desigualdad se mantiene o se dispara. Además, China o Rusia podrían estar incubando burbujas democráticas de incierto resultado.

La crisis de la eurozona ha demostrado que, sin una Europa fuerte, no es posible una gobernanza global. Y sin esta, tampoco es posible una primacía inteligente de EE UU. Solo al final de este ciclo, Obama ha mirado por primera vez en serio a Europa y lo ha comprendido. Resulta paradójico que este presidente, con todos sus valores “posmodernos” que tanta admiración causan aquí, nunca haya entendido la Unión Europea. Más paradójico sería si Obama acaba convirtiéndose en el abanderado de nuestra unión política, fiscal y bancaria. Mensajes como el de Hillary y el secretario del Tesoro, Tim Geithner, no se escuchaban desde los tiempos del Plan Marshall. Dado que los candidatos incumplen las promesas malas, tanto como las buenas, no sabemos si finalmente Romney daría la espalda a Europa: todo dependerá en gran medida de lo que hagan los propios europeos. Pero solo Obama podría dar la batalla por el crecimiento global junto a su socio transatlántico; para ello tiene a Hollande en Francia (y debería tener a Rajoy en España). La austeridad impuesta por la canciller Merkel ha puesto en riesgo la reelección de Obama; sería interesante ver cómo este reacciona en un segundo mandato si esa política pone en riesgo a EE UU.

Vicente Palacio es director adjunto en la Fundación Alternativas (Opex) y autor del libro de próxima aparición Sueños de Obama: EE UU y la primacía global (Ed. Catarata).

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