Obama y el legado de Irving Kristol

Barack Obama es un intelectual, el primero en llegar a la Casa Blanca desde que Woodrow Wilson fuera elegido hace casi cien años. Si alguien duda de esta afirmación, no tiene más que leer su libro «Los sueños de mi padre», temprana autobiografía que ya era famosa antes de su elección como presidente de los Estados Unidos. En un país donde la fabricación a cargo de profesionales de los libros de las celebridades es una industria sofisticada y eficaz, Obama escribió él mismo sus recuerdos de infancia y de juventud con talento literario y emoción contenida. Dos elementos se desprenden del libro: vocación ideológica y pasión por los problemas espirituales y materiales de la raza negra.

Obviamente, el presidente Obama ha tenido que posponer ambos impulsos para ocuparse de cuestiones más urgentes —la crisis económica, la reforma de la sanidad—, pero es indudable que emergerán en algún momento de su mandato. Cuando el Obama ideólogo pueda resurgir, su principal tarea será luchar contra el legado de Irving Kristol (1920-2009), padre del neoconservadurismo norteamericano y el intelectual más influyente en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX. ¿Cómo describir sintéticamente el neoconservadurismo de Irving Kristol? La tarea requiere un desbrozamiento previo del terreno, para descartar la noción (no infrecuente en Europa) de que el movimiento neoconservador americano no es sino el sustrato ideológico de la acción gubernamental de algunos presidentes republicanos y, en particular, de la política desarrollada primero por Ronald Reagan y luego por George Bush, hijo. En realidad, a lo largo de los artículos de Kristol aparece reiteradamente la afirmación de que los presidentes de los Estados Unidos —sean republicanos o demócratas— no son sino los administradores contingentes de un ideario predominante. Desde 1936 (año de la segunda elección de Franklin Roosevelt) hasta la década de 1970, ese ideario había sido establecido por los demócratas. El New Deal de Roosevelt había dividido profundamente al partido demócrata, pero aquella fue una división creadora, que había llenado al partido de energía política e intelectual y lo había convertido en un sitio interesante, «the place where the action was». De este modo, decía Kristol, la historia política de los Estados Unidos desde los años treinta había sido la historia del partido demócrata, con algunas notas a pie de página puestas por los republicanos. Ciertamente, tras la Segunda Guerra Mundial había habido presidentes republicanos —Eisenhower, con dos mandatos, y Nixon y Ford, compartiendo otros dos—, pero su desarme intelectual no les dejó más papel que el de administrar programas demócratas «de la manera menos extravagante posible».

Durante los largos años en que la iniciativa ideológica correspondía a los demócratas, el partido republicano se había limitado a oponerse rutinariamente a la introducción en Norteamérica de las instituciones del Estado del bienestar, fundando su oposición en aburridos principios de ortodoxia presupuestaria. Esta «mentalidad de contable» empezó a cambiar cuando, a mediados de los años setenta, Ronald Reagan se convirtió a la «economía de la oferta» (supply-side economics), de la mano del joven congresista Jack Kemp, quien había oído la buena nueva del economista Jude Wanniski, colega de Kristol en el American Enterprise Institute, un pequeño «think-tank» conservador de Washington. A partir de entonces, la economía de los republicanos dejó de ser una «ciencia lúgubre» y se contagió del viejo optimismo de Adam Smith, lo que permitió a los neoconservadores recuperar la iniciativa en el terreno ideológico. El modelo demócrata parecía agotado y el partido republicano se convirtió en el sitio interesante, chispeante de ideas, donde surgían figuras ciertamente controvertidas, pero llenas de energía y de proyectos, como Newt Gingrich, speaker de la Cámara de los Representantes y autor del famoso «contrato con América», declaración programática del partido republicano que estableció los términos del debate político en las elecciones al Congreso de 1994, o Karl Rove, el más importante estratega del largo mandato de George W. Bush. Era esta transformación ideológica la que interesaba a Kristol, y no los resultados circunstanciales de las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos. En 1992 fue elegido presidente el demócrata Bill Clinton, pero ello carecía de verdadera relevancia. Al año siguiente, en un artículo de título reveladoramente ambicioso («El próximo siglo conservador»), escribía Kristol que las tornas habían cambiado: «Ahora son los partidos progresistas en todas las democracias occidentales los que se ven relativamente impotentes cuando llegan al Gobierno». Y es que el «la» que marcaba el tono para toda la orquesta política ahora sonaba en un piano conservador. Es indudable que la propiedad intelectual de este decisivo cambio finisecular de la política norteamericana correspondía en gran medida a Irving Kristol, y ello justifica la declaración triunfal del artículo que se cita. Pero se trata de una pieza excepcional.

En realidad, el encanto y el poder de convicción de los escritos de Kristol residen en gran medida en su escepticismo y en su capacidad para distanciarse de los asuntos que trata, actitudes que probablemente derivan de su larga evolución personal, cuyo punto de partida se sitúa en una breve y juvenil fase trotskista. Por lo demás, caracteriza a Irving Kristol —y este es un rasgo muy propio del intelectual— la diversidad de los temas que aborda. Con ser importantes sus reflexiones sobre temas económicos, no se hace una revolución conservadora hablando sólo de Adam Smith. Algunos de sus mejores y más originales textos recaen sobre cuestiones sociales, culturales y religiosas. Entre otros muchos, destacan sus artículos sobre la familia, anclados en la sólida tradición judía de su propia familia, en los cuales describe la figura del padre, identificando su esencia con admirable austeridad por encima de sensiblerías televisivas y cinematográficas.

¿Qué pronóstico cabe hacer sobre el legado ideológico de Irving Kristol? Hoy el partido republicano está profundamente dividido, como lo estuvo el partido demócrata en la época del New Deal. La tensión entre secularismo y religiosidad lo agita de punta a punta. La designación de candidatos para las distintas elecciones locales y nacionales no se hace sin duros enfrentamientos entre moderados y conservadores. Otro desafío para el partido republicano viene del poderoso movimiento popular surgido espontáneamente en el último año bajo el nombre de «partido del té», en significativa alusión a los orígenes bostonianos de la revolución americana. El «partido del té» tiene por misión «atraer, educar, organizar y movilizar» a los ciudadanos en defensa de los muy conservadores principios de responsabilidad fiscal, gobierno constitucionalmente limitado y libertad de mercado. Este nuevo movimiento se define como no partidario, pero en su primera convención nacional, celebrada en febrero pasado, la estrella fue Sarah Palin, candidata republicana a la vicepresidencia en las últimas elecciones. Todas estas sacudidas dialécticas son prueba de la vitalidad de los herederos de Irving Kristol, a quienes sigue perteneciendo la iniciativa en el lanzamiento de ideas. Pero la suerte no está echada. La talla de Barack Obama le impedirá resignarse a contener y canalizar la marea neoconservadora, como hizo Clinton. De ahí que, cuando cese el aparato eléctrico de la actual tormenta financiera y el presidente de los Estados Unidos pueda dar rienda suelta a su verdadera vocación, nos espere a los espectadores del gran teatro norteamericano una portentosa batalla ideológica.

Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, profesor del Instituto de Empresa.

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