Obama y el rey Canuto

Cuando las olas gloriosas de la retórica de Barack Obama hayan pasado sobre nosotros y nos hayan dejado una sensación cálida, refrescante y de cosquilleo, como si fuéramos unos surfistas de Hawaii, conviene que nos acordemos del rey Canuto. El día en el que Obama ganó las primarias, a principios de junio, declaró que "dentro de muchas generaciones, podremos mirar atrás (los que tengamos la suerte de seguir con vida dentro de muchas generaciones) y decir a nuestros hijos (que para entonces, supongo, irán apoyados en andadores) que 'ése fue el momento en el que la subida del nivel de los océanos empezó a frenarse y nuestro planeta empezó a cicatrizar". Esta frase representa un récord olímpico de hipérbole. Qué diferencia con el rey Canuto, que, en el siglo XI, hizo que colocaran su trono en la playa, ordenó al mar que dejara de acercarse y se mojó los pies. Lo hizo (según dice la leyenda) precisamente para mostrar a sus partidarios los límites de su poder. Claro que Canuto no se presentaba a unas elecciones a presidente.

Durante las próximas 10 semanas, Obama debe decir lo que haga falta para ser elegido y evitar todo aquello que le pueda causar problemas más adelante, una tarea para la que es brillante, un genio que sabe inspirar sin decir nada específico. A la mañana siguiente, llamarán a Canuto. Sospecho que en el fondo, en su cabeza, si no en su corazón, Obama lo sabe. Sus libros y sus documentos políticos detallados muestran que comprende los matices y la complejidad del mundo. Podemos confiar en que no cometerá el error de confundir su propia retórica con la realidad, así que tampoco debemos hacerlo nosotros.

Su recién designado compañero de candidatura, Joe Biden, elogia al mesías de los demócratas por ser un "pragmático lleno de lucidez" (una cualidad que no suele atribuirse a un mesías), y dice que, si Obama es presidente, tendrá la oportunidad "no sólo de cambiar Estados Unidos, sino de cambiar el mundo". Y lo más sorprendente es que eso es lo que espera una buena parte del mundo también. La verdad es ésta: con mucha suerte y una participación masiva de voluntarios y votantes jóvenes, es posible que Obama sea elegido presidente, que supere los obstáculos electorales de ser negro, inexperto, liberal (en el peculiar sentido estadounidense y contemporáneo del término) e intelectual. Sólo por ser elegido y por ser quien es, ya lograría cambiar Estados Unidos y la imagen que el mundo tiene de Estados Unidos. Ahora bien, cambiar el mundo es otra cuestión.

La sensiblería es un ingrediente básico de la política estadounidense, y no hay una exhibición sensiblera más untuosa que una convención demócrata. Pero lo que dijo su mujer, Michelle, en un discurso lleno de sentimentalismo, contiene una conmovedora parte de verdad. El hecho de que "una chica del sur de Chicago y el hijo de una madre separada de Hawaii" hayan podido llegar hasta donde han llegado representa todo lo que de bueno y esperanzador tiene Estados Unidos. Después de West Side Story, un mundo invadido de cultura estadounidense se emociona con la South Side Story. Una historia que, en realidad, son dos: la de él y la de ella, ahora mezcladas en sus hijas, Malia y Sasha.

Cuando los estadounidenses dicen "raza", quieren decir más cosas de las que encierra ese término para los europeos. "Raza" significa el legado de generaciones de esclavitud y una segregación asombrosamente reciente. Obama aceptó su designación como candidato el jueves 28 de agosto, el día en el que se cumplía el 45º aniversario del histórico discurso Tengo un sueño, de Martin Luther King. Hace sólo 45 años, la igualdad básica de los ciudadanos era sólo un sueño. Por tanto, la primera historia es que Obama tiene en su casa a una descendiente de esclavos que podría llegar a ocupar la Casa Blanca. Después de Colin Powell y Condoleezza Rice en el Departamento de Estado, ésta es la última frontera. Y la segunda historia es la suya, la del vástago de un padre keniano que emigró y una madre estadounidense blanca, con raíces familiares en muchas culturas. Un hijo de nuestro mundo, cada vez más mezclado, que ahora tiene posibilidades de convertirse en el hombre más poderoso.

El más poderoso, sí, pero menos, en términos relativos, que la mayoría de sus predecesores desde 1945. Porque ése es otro factor que define el momento de Obama: que el poder relativo del presidente de Estados Unidos de América ha disminuido, está disminuyendo y va a disminuir todavía más. No hay más que ver lo que ocurre fuera de la burbuja electoral norteamericana. En Georgia, Rusia se ha reído de Washington y ha hecho trizas los términos del acuerdo posterior a la guerra fría. En Afganistán y Pakistán, los extremistas islámicos son cada vez más fuertes, no más débiles, y estamos pagando el precio de la loca aventura de Bush en Irak.

En los Juegos de Pekín, China ha proclamado su pacífica reaparición como potencia mundial de forma espectacular. Las masas de acróbatas, tamborileros y bailarines en el estadio del Nido, en una exhibición más hollywoodiense que el propio Hollywood, transmitieron un mensaje más poderoso que cualquier carro de combate ruso. Y el mundo ha recibido el mensaje. Ya antes de los Juegos, el Proyecto sobre Actitudes Mundiales de Pew publicó los extraordinarios resultados de una encuesta en la que se preguntaba a gente de 24 países si China va a sustituir o ha sustituido ya a Estados Unidos como primera superpotencia mundial. Pocos pensaban que ya lo ha sustituido, pero aproximadamente la mitad de los franceses, alemanes, británicos, españoles y australianos -por no hablar de los propios chinos- creía que lo hará en el futuro. Más sorprendente aún: lo decía también uno de cada tres estadounidenses. Y en política exterior, como en los mercados financieros, la percepción es una parte importante de la realidad.

Mientras tanto, las negociaciones del comercio mundial han fracasado, por la incapacidad de los países desarrollados y los países en vías de desarrollo de llegar a un acuerdo. Estamos muy lejos de cumplir los "objetivos de desarrollo del milenio" de la ONU para ayudar a los pobres y enfermos del mundo. No se están tomando las medidas necesarias para reducir -sobre todo, en las economías asiáticas en crecimiento- las emisiones de carbono. Los casquetes polares siguen derritiéndose. No se está haciendo lo suficiente, ni mucho menos, para detener la subida del nivel de los océanos. No está claro cómo va a ser posible que cambie esa situación ni siquiera con una transformación radical de la política estadounidense. Michelle Obama habló con elocuencia sobre el deseo de su marido de cambiar "el mundo tal como es" hacia "el mundo tal como debería ser". Pero la capacidad de Washington de hacer algo así es mucho menor que en los años cuarenta, e incluso que en los noventa, cuando Bill Clinton tuvo la suerte de entrar en la historia.

Los puntos fuertes que tenía Estados Unidos tampoco son ya lo que eran. En la crisis actual del turbocapitalismo, vemos cómo bancos de bandera estadounidense corren a pedir ayuda a los fondos soberanos de Oriente Próximo y el este asiático. El mercado estadounidense de la vivienda está a punto de derrumbarse. El empleo está difícil. La clase media está quedándose sin cobertura sanitaria y entrando en la pobreza. Mientras se despilfarraban miles de millones de dólares en Irak y en maquinaria digna de Terminator IV para el Ejército más poderoso que ha conocido el mundo, cualquiera que pase tiempo en Estados Unidos puede ver que las infraestructuras civiles están viniéndose abajo. Éste no es un país que hoy pueda "pagar cualquier precio, soportar cualquier carga", como decía la inspiradora retórica con la que el hermano mayor del senador Edward Kennedy emocionó en otro tiempo al mundo.

Estados Unidos sigue teniendo muchas cosas extraordinarias. Una de las mejores es su capacidad de atraer a los hombres y mujeres más inteligentes, emprendedores y llenos de energía de todo el mundo para darles la libertad y la oportunidad de aprovechar su talento al máximo. Gente como Barack Obama. Como hombre, Obama encarna las cosas buenas que sigue teniendo Estados Unidos. Como presidente, tendrá que enfrentarse a sus puntos débiles, cada vez más numerosos.

Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford y miembro de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.