Obama y la democracia plena

Para los estadounidenses, la reforma sanitaria recién aprobada que avanza en la universalización de su sistema de salud es un paso de gigante en el afianzamiento del Estado de bienestar. Pero para los europeos, lo magnífico ha sido el espectáculo de la gestación democrática de la reforma. En efecto, el presidente Obama, que llegó a la Casa Blanca con la promesa de intentar materializar un designio solidario en el que fracasaron todos sus antecesores, desde Harry Truman a Bill Clinton, ha dado una batalla personal de persuasión política para conseguir la aprobación parlamentaria de su propuesta. No entre sus adversarios republicanos, opuestos frontalmente a esta ampliación de la iniciativa estatal, sino entre sus conmilitones, vacilantes hasta última hora, abrumados por un dilema que ha dividido a la sociedad americana. Cuentan las crónicas que, mientras Obama hablaba con docenas de congresistas demócratas, el personal del Capitolio no ha dado abasto para atender y encauzar las innumerables llamadas telefónicas, cartas y correos electrónicos dirigidos a los legisladores con el ánimo de inclinarlos en un sentido o en otro.

Como es sabido, la reforma ampliará la cobertura sanitaria del 85% al 95% de los ciudadanos, no crea una sanidad pública como quería Obama y apenas embrida a las aseguradoras privadas; es un saldo modesto si se examina con los baremos europeos. Pero representa la ruptura de una tendencia individualista, insolidaria. Y en el debate han pugnado, pues, dos modelos de sociedad relativamente antagónicos. Una confrontación que, para bien o para mal ha decaído en Europa, donde antes de incluso de la caída del muro de Berlín las grandes democracias habían fraguado un tácito consenso socialdemócrata pragmático y realista. “Mercado, hasta donde sea posible; Estado, hasta donde sea necesario”, lanzó axiomáticamente el SPD en su Congreso de Bad Godesberg que liberó del marxismo a la socialdemocracia alemana.
Pero lo llamativo a los ojos de un europeo, en general, y de un español, en particular, es la evidencia de que, frente a las partitocracias del viejo continente, en EEUU aún existe un vínculo directo y estrecho entre el elector y el elegido.
La disputa teórica entre democracias directas y semidirectas (o de segundo grado) es antigua, y seguramente no hay democracias mejores que otras siempre que se funden en el sufragio universal y en un catálogo exhaustivo y completo de libertades civiles. Sin embargo, no es dudoso que la democracia es más genuina en aquellos países en que el ciudadano es actor de su participación política y no delega completamente su protagonismo en un intermediario que, con toda legitimidad, pero a sus espaldas, toma las decisiones.
La fórmula española configurada por la Constitución y la ley electoral vigente crean una partitocracia pura en la que el político profesional tan solo responde ante el aparato de su partido y el elector solo es realmente convocado en el momento de votar. El modelo genera gran mediocridad y poderosa y creciente desafección. La mediocridad proviene de que las organizaciones no desean ser representadas por políticos brillantes, que reclamarían autonomía. Y la desafección es consecuencia del distanciamiento cada vez mayor entre política y sociedad, de la falta de sincronía entre los anhelos colectivos y el pulso de lo público.
Los equilibrios internos de un sistema democrático moderno son complejos y delicados, y, ya que la estabilidad es un valor, cualquier mudanza debe realizarse con extrema prudencia. Sin embargo, ello no justifica la inmovilidad ni la resignación. Por ello, habría que debatir aquí cómo introducir cambios que, sin afectar a la esencia ya consolidada de nuestro régimen, otorguen mayor encarnadura a la representación. Es decir, fuercen al representante político a honrar el doble compromiso: el contraído con los electores y el que lo relaciona con la organización a la que pertenece, que es la que le impregna de ideología y le hace partícipe de un proyecto político global.

La fortaleza de los partidos políticos, cuidada con mimo por los constituyentes, es un bien objetivo que convendrá preservar; pero conciliándola con una representación real que vincule al elector con el elegido. Solo esta relación biunívoca, directa e intensa, otorgará verosimilitud al ceremonial democrático y llenará con auténtica encarnadura el vacío conceptual en que hoy se mueve nuestro régimen.
Habría, en definitiva, que lograr en nuestro sistema que, en vísperas electorales como las que viven hoy en día los congresistas estadounidenses, parte de los cuales irá a las urnas en noviembre, la atención de los políticos profesionales no se centre en lograr la benevolencia de las organizaciones que habrán de incluírlos o no en las listas; sino en estrechar los lazos existentes con aquellos ciudadanos que los comisionaron para legislar en su nombre, para integrarse en el complejo juego de checks and balances que hace de la democracia americana un delicado artilugio capaz de albergar un magnífico y pletórico régimen de libertades.

Antonio Papell, periodista.