Obama y las lecciones de Iraq (2)

Tras las lecciones de Iraq y una economía en apuros en su propia casa, Barack Obama no quiso asumir la responsabilidad de la operación en Libia e insistió en que sus aliados europeos y árabes se hicieran cargo de ella. Prefirió “liderar entre bastidores” en contraposición al modelo de Bush de actuar de forma unilateral. Sin embargo, en una decisión de última hora, Obama respaldó la intervención militar de la OTAN en Libia porque temía que, de no ser disuadido, Gadafi podía llevar a cabo un baño de sangre contra los rebeldes en Bengasi.

Obama, inicialmente, adoptó un enfoque perspicaz, no intervencionista sobre el fomento de la democracia en la región. Si bien expresó su preferencia por gobiernos abiertos, porque reflejan la voluntad del pueblo –una crítica implícita a Hosni Mubarak y otros autócratas árabes–, no se refirió al quebrantamiento generalizado de los derechos cívicos en muchos países musulmanes. Sin embargo, según se ha informado, Obama quiso sopesar los riesgos tanto de “seguir apoyando a regímenes cada vez más impopulares y represivos” como de “presionar en el sentido de una reforma”. Según un funcionario de la Casa Blanca, una evaluación solicitada por Obama antes de las revueltas árabes llegó a la conclusión de que la perspectiva convencional en los círculos políticos de Estados Unidos se equivocaba, al tiempo que el movimiento de protesta en Túnez se acentuaba: “Todos los caminos conducían a la reforma política”.

El equipo de política exterior de Obama, encabezado por la secretaria de Estado, Hillary Clinton, adoptó un enfoque discreto, gradual, de bajo riesgo, en relación con la promoción de los derechos humanos. El Departamento de Estado ha publicado informes anuales y ha afirmado que hay violaciones de los derechos humanos en Oriente Medio. A medida que la crisis egipcia alcanzaba su cenit en la primera semana de febrero, Obama implícitamente hizo un llamamiento en favor de un cambio de gobernante. Hubo de abandonar a dos leales amigos en Egipto y Túnez: Mubarak y Ben Ali. En el curso de un animado debate entre sus asesores, la preocupación primordial de Obama se cifró en una gestión eficaz de la crisis y una transición política sin problemas. Obama y su secretaria de Estado temían que, al igual que en el caso de otras revoluciones, la revolución egipcia pudiera ser secuestrada por las fuerzas islamistas antidemocráticas. Grupos y movimientos de base islámica como los Hermanos Musulmanes, Hamas y Hizbulah son vistos con recelo y se consideran una amenaza para los intereses estadounidenses. Por el contrario, los gobernantes autocráticos prooccidentales son considerados como un mal menor; es decir, dóciles, duraderos y previsibles.

Arabia Saudí se mostró contraria al enfoque positivo de Obama hacia los manifestantes en Túnez y Egipto y desairó los esfuerzos de Estados Unidos para influir en los países del Golfo a fin de instaurar reformas significativas y satisfacer las aspiraciones legítimas de sus pueblos. Las autoridades saudíes tacharon la postura de Obama de ingenua y peligrosa. El caso de Bahréin representó un pulso de voluntades entre una Administración estadounidense dividida y un vecino regional resuelto y decidido, el de Arabia Saudí. Inicialmente, el equipo de política exterior de Obama advirtió a la familia real Al-Jalifa en Bahréin contra el uso excesivo de la fuerza contra su población y alentó al rey Hamad a emprender reformas serias a fin de evitar una prolongada crisis política y una situación de violencia. Fuerzas saudíes bajo el liderazgo del Consejo de Cooperación del Golfo entraron en Bahréin y las autoridades locales permitieron que estas fuerzas saudíes reprimieran a los manifestantes. Al justificar su intervención militar, los saudíes y la Administración Obama acusaron a Irán de infiltrarse en la población árabe chií y de secuestrar sus demandas políticas por causa de ventaja geoestratégica. Después de reunirse con el rey Abdulah de Arabia Saudí en abril del 2011 –una reunión que marcó la distensión–, el entonces secretario de Defensa, Robert Gates, reconoció que ni siquiera planteó la cuestión de la intervención saudí en Bahréin. Gates y el rey saudí debatieron asuntos más urgentes, como la venta de armas por valor de más de 60.000 millones de dólares, el mayor acuerdo armamentístico firmado por Estados Unidos, y la modernización del sistema de defensa con misiles del reino.

En el 2011, los levantamientos árabes obligaron a Obama a reconsiderar su compromiso con la región. Por un lado, Obama reconoció la importancia del momento en el mundo árabe como “un tiempo de transformaciones” y apeló al mundo a responder a las demandas de cambio en otras partes de la región, especialmente en Siria. Por otro lado, separó la cuestión de la búsqueda de la dignidad y libertad del mundo árabe de la búsqueda de los palestinos de los mismos ideales. De esta forma, corría el riesgo de ser considerado como hipócrita, al tiempo que perdía a las fuerzas en auge a las que tendía la mano.

Obama apoyó plenamente el orden naciente en los dos países, pero no ofreció planes Marshall para ayudar a reparar las quebrantadas instituciones y economías de Oriente Medio. Su oferta de sumas ínfimas de ayuda da fe de sus prioridades de política exterior y de la economía en apuros de Estados Unidos.

La postura de Obama refleja la diversidad de opiniones de su equipo de política exterior, la incertidumbre sobre el significado y los efectos de las revueltas, así como su conocimiento de los límites del poder y el declive relativo de Estados Unidos. Arabia Saudí, en particular como aliado estratégico, no se mencionó una sola vez en su discurso de una hora de duración para evitar meterlo en el mismo saco que Egipto y Túnez. El presidente se preocupa menos por la coherencia y más por los resultados exitosos y por potenciar al máximo el poder de negociación estadounidense. El peso de las pruebas muestra claramente que el presidente Obama no invertirá su precioso capital político (presidencial) en arriesgadas cuestiones de política exterior que hacen frente a una resistencia interna en el país y no están comprendidas en lo que considera intereses vitales de Estados Unidos.

Después de su primer intento de ayudar a negociar un proceso de paz palestino-israelí, Obama ha adoptado una postura cautelosa. La oposición de Netanyahu ha frustrado la búsqueda de Obama. En lugar de desafiar a Netanyahu y de ejercer mayor presión sobre él para que acepte una solución juiciosa, Obama deja que el primer ministro israelí se escabulla. Obama ha perdido de lleno el primero y el último asalto porque no estaba dispuesto a invertir más capital político en casa. Admitió los costes para su agenda y redujo pérdidas. Teniendo en cuenta la visión mundial de Obama y sus prioridades, es dudoso que el presidente de Estados Unidos emprenda otra importante iniciativa para negociar un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes.

Apenas hace unos días, Obama, según se informa, lamentó la decisión de Netanyahu de construir más asentamientos en los territorios palestinos ocupados. Según estas informaciones llamó “cobarde” a Netanyahu a causa de su incapacidad para llegar a un compromiso con los palestinos, añadiendo que suponía que Netanyahu continuaría avanzando por su senda temeraria. En su segundo periodo en el cargo, será muy poco probable que Obama prosiga los esfuerzos para negociar un acuerdo de paz, ya que no ve condiciones propicias para ello. Lo que esto significa es que el presidente de Estados Unidos no parece inclinado a ejercer presión sobre Israel, cliente estratégico de Estados Unidos en la región.

Fawaz A. Gerges, director del Centro de Oriente Medio en la London School of Economics. Autor de ‘Obama y Oriente Medio: ¿el fin de la importancia de Estados Unidos?’

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