Malévolo, maquiavélico, fracasado, dimitido por fin y acertado. El comportamiento de Pedro Sánchez en su búnker aparentaba ser irracional y aun grosero. Pero a pesar de su actitud negativa y su desdén a las obligaciones, la única estrategia que podía y puede valer al PSOE era y sigue siendo la del ex líder. Desde la óptica del partido: si se burla la Constitución, si se frustra España, si la economía se hunde, si la política se estanca y si el país acaba como una farsa ante el mundo entero, ¿qué más da? Lo único que cuenta es sacar a salvo al partido del reto que representa Podemos. Por deshonrada que fuera la línea sanchista debe mantenerse.
Tengo la sensación de que nadie quería descifrar la estrategia enroscada del ex líder del PSOE. Pero debía ser transparente para todos quienes quisieran comprenderla. Aunque no lo iba a confesar abiertamente, Sánchez tenía ambiciones bastante modestas y perfectamente realizables ante la esclerosis política en España. Hablaba de Rajoy, pero pensaba en Iglesias. Luchaba no por ganar elecciones sino para mantener la segunda plaza, frenar el ascenso de Podemos, suavizar el declive de la izquierda histórica y suprimir o castigar los impertinentes de los nuevos partidos. Desgraciadamente, la única forma de conseguir este fin era rechazar terminantemente todo compromiso con el pueblo. La situación sigue igual. Así que el plan sanchista sigue siendo obligatorio.
Comportarse honradamente, cumplir con las tradiciones constitucionales y ayudar a sacar adelante al país serían pecados imperdonables para un líder del PSOE. Si apoyara la candidatura popular, ofendería a los ultras socialistas y dejaría el paso a Iglesias, que vendría a ser el único representante fiel del negativismo. Si el PSOE se atreviese a facilitar la permanencia en el poder del actual Gobierno, la izquierda radical lo aprovecharía, denunciando lo que los comunistas solían calificar de "revisionismo burgués". Y en las próximas elecciones, lo más probable es que el maldito sorpasso se realizaría. Conceder al PP en unas terceras elecciones no será gran desgracia. Ceder a Podemos sería un desastre.
Comprendo perfectamente la frustración de los baroncitos socialistas y los miembros del Comité Federal que optaron por destituir al gran intransigente. La rigidez, el egoísmo, la implacabilidad son vicios que causan poca simpatía entre los votantes. Pero sí van a galvanizar al único constituyente que cuenta en la actualidad en la estrategia socialista: los de Podemos y sus prójimos. Si quieres los votos de la gente irracional, hay que hacerse eco de su irracionalidad. Así que la locura de Pedro Sánchez no era ningún disparate, sino una especie de astucia trastrocada.
Es cierto que a corto plazo su contrariedad parecía beneficiar al presidente en funciones, que seguiría acumulando votos en unas eventuales nuevas elecciones, que serían convocadas por la irresponsabilidad de la oposición. Pero ni Don Mariano ni su partido son un reto para el socialismo tradicional. Si aumenta el voto popular, el PSOE sobrevive para luchar y ganar batallas futuras. Si aumenta el voto de Podemos, el PSOE se hunde para siempre. El conservadurismo popular y el socialismo del PSOE son gemelos siameses que se nutren simultáneamente. La razón de ser del PSOE es, en cierto sentido, el Partido Popular. Lo necesita. No le interesa destrozarlo ni derribarlo, sino practicar, si puede ser, la política de turno que garantice a toda la élite política su cartilla de ventajas, lo cual supone que ambos partidos sigan proclamándose odio mutuo, mantengan los ritos de rechazo y perpetúen las maniobras concertadas para excluir a nuevos rivales.
Los populares, por ahora, pueden respirar. El mejor Gobierno es el que gobierna menos, según la doctrina de Jefferson. Como conservadores, quienes creen en la soberanía individual, el mercado libre, la burocracia mínima y los derechos cívicos no deben sufrir por ejercer un Gobierno en funciones con pocas funciones. No se les permite acertar con nuevas iniciativas atrevidas: menos mal, ya que tales aventuras suelen naufragar. A un presidente en funciones le favorece los efectos de la economía o la política internacional, pero no le afecta lo que llegue de negativo. Cuando los izquierdistas y nacionalistas frustran sus intentos de gobernar, a aquél le da un barniz moralmente dorado de agraviado o víctima. Nunca se me hubiera ocurrido la idea de repartir a Don Mariano el papel de héroe de un cuento de hadas ni de un romance caballeresco (aunque es cierto que luce una triste figura). Pero, cuanto más se maquillan los izquierdistas y nacionalistas de hermanas feas, más se viste el presidente de la inocencia de Cenicienta. Al lado de Sánchez, con ese inmovilismo de ogro adamantino desafiando al mundo desde su torrecita de la tribuna de la Cámara, Rajoy se asemeja a un Tristán o un Amadís, de corazón abierto y de nobles aspiraciones.
Sánchez tuvo razón en insistir que era factible la gran coalición entre izquierda y nacionalismo, aunque sabía que esa solución era inviable. Pero fue así que Sánchez mantuvo la iniciativa y se presentaba como presidente alternativo, quitándole ese papel a Iglesias. No parecía probable que se presentara un candidato de consenso. ¿Quién hubiera podido ser? ¿Vicente del Bosque? ¿Plácido Domingo? ¿Penélope Cruz? Yo apostaría por Javier Sierra o Antonio Muñoz Molina o Nuria Espert, pero no veo ninguna disposición positiva de nadie fuera de la arena estrecha y árida de la rutina política a quien el rey podía llamar. Ni tampoco quién sería tan atrevido ni tan estúpido como para aceptar el cargo.
Así que la estrategia sanchista no llevaba a ninguna parte sino hacia terceras elecciones y otro triunfo más de los populares. Y Sánchez vio el gran mérito de esa solución -el de dejar atrás a Podemos- que parece que eludieron los baroncitos. Las elecciones gallegas, por lo visto, desanimaron a éstos, y les indujo el pánico que se vio en la reunión de Comité Federal del sábado pasado. Galicia, en cambio, es una parte poco representativa de España, un rincón donde sería impensable en la actualidad desalojar a los populares, y donde los pocos izquierdistas que hay no arriesgan nada en trasladar sus votos a En Marea. A nivel nacional el caso es distinto. Los militantes socialistas saben que, a largo plazo, Rajoy es vulnerable. Mientras el PSOE sigue siendo el alférez del socialismo, seguirán apoyando el partido. Pero no votaron a Sánchez, ni votarán a sus sucesores, para mantener a Rajoy en La Moncloa.
El socialismo tradicional en España está condenado, tal vez, a desaparecer, como en EEUU. o, por lo visto en la actualidad, en Inglaterra. Ya no existe esa clase obrera industrial que representaba la grandeza y granito del laborismo. Los gigantes del sindicalismo han perdido estatura y se han vuelto enanos. El proletariado se ha convertido en una especie de burguesía, o digamos de hamburguesía estilo norteamericano o internacional, cosmopolita, consumidora y desvinculada de la historia y tradiciones españolas. Ya no hay un obrero español, sino sólo los que unidos piensan que poder es un verbo intransitivo que no necesita ningún objeto. Tarde o temprano, es probable que la nueva izquierda triunfe. La obligación de Pedro Sánchez, empero, era intentar posponer esa consumación tremenda. Al final, hay que reconocer que dimitió con cierta dignidad en lugar de intentar el truco de Jeremy Corbyn, el líder laborista inglés, quien acaba de superar una crisis semejante fruto de su caradura apabullante -negándose a dimitir pese a perder la confianza del 80% de sus diputados y casi todo su gabinete-.
Nada de eso debe desanimar al nuevo líder del PSOE, sea quien sea. A la gestora le deseo suerte y sagacidad. El PSOE ha sido, hasta ahora, un hilo imprescindible en la fábrica de la democracia española. Todo buen conservador debe intentar conservarlo. Los de Podemos son intrusos, y no sería justo si los cuclillos se apoderasen del nido. El PSOE no va a acumular votos ni añadir escaños en unas próximas elecciones. Pero si logra parar a Pablo Iglesias, se lo agradeceré. Sánchez me daba asco, pero Iglesias me da miedo.
Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).