Objetivo: estabilizar Ucrania

Mijaíl Gorbachov ha hecho explícito su apoyo al Gobierno de Putin en la cuestión de Crimea. El pueblo de Crimea, dice, ha corregido un error histórico de la Unión Soviética. Sus declaraciones responden a un sentir ruso generalizado. Tras la desintegración de la URSS, en 1991, Rusia vivió un periodo de frustración histórica: pasó de ser una de las dos superpotencias mundiales a ver cómo los países del antiguo Pacto de Varsovia se integraban por vocación democrática y de progreso en la Unión Europea y la OTAN. Rusia, mediante la anexión de Crimea, parece darle una estocada a la frustración de las dos últimas décadas, apoyada por la mayoría de la opinión pública rusa.

Sin embargo, desde 1991, Rusia ha reconocido de manera explícita la integridad territorial ucrania hasta en tres ocasiones. La primera vez fue en 1994, con el acuerdo de desnuclearización de Ucrania, firmado por la UE, Rusia y Estados Unidos, donde se reconocía la integridad territorial de Ucrania. Tras la independencia de Ucrania hubo que dividir entre ambos países la antigua Flota soviética del Mar Negro. Se hizo mediante el Acuerdo de Yalta en 1992. En 1997 se firmó un contrato de arrendamiento para que la flota rusa pudiera seguir allí. De acuerdo con el Tratado bilateral, Rusia pagaría a Ucrania 98 millones de dólares al año por las bases de Crimea hasta 2017, sujeto a ser ampliado de mutuo acuerdo, y reconociendo por tanto la integridad territorial de Ucrania por segunda vez. De la misma manera, el 21 de abril de 2011, ya con Yanukóvich en la presidencia, Ucrania llegó a un acuerdo con Medvédev para prolongar el contrato de 1997. El contrato se extendería 25 años más allá de 2017, llegando hasta 2042, con una opción adicional de 5 años de renovación —es decir, 2047—. A cambio, Ucrania logró un 30% de descuento sobre el precio del gas natural ruso durante 10 años. Si el problema hubiera sido la salida al mar para la Flota rusa en el Mar Negro, el modelo de la base estadounidense en Guantánamo podría haber sido una solución. Pero ese no era el problema de fondo.

La Constitución ucrania impedía el referéndum, que se ha producido con la presencia de tropas rusas —no uniformadas— en Crimea. Por eso el referéndum de anexión a Rusia es a todas luces ilegal y por eso no puede ser aceptado por la comunidad internacional, como ya ha manifestado la Unión Europea.

Las relaciones de la Unión Europea con Ucrania siempre han sido complejas. El Acuerdo de Asociación —cuyo fracaso es el origen de las protestas ciudadanas— viene de muy atrás. Se negocia desde 2007. Dicho acuerdo consiste básicamente en un tratado de libre comercio con elementos políticos adicionales. La firma fue pospuesta por la detención de Yulia Timoshenko, como acción de presión europea, hasta la Cumbre de la Asociación Oriental entre la UE y seis países de su vecindad, convocada en Vilnius en noviembre de 2013. Yanukóvich decidió no firmar y aceptar la contraoferta rusa: una rebaja de alrededor del 30% del precio en la tarifa que cobra Rusia por el gas que exporta a Ucrania y una inversión de 11.000 millones de euros en bonos ucranios.

Moscú necesita a Ucrania para completar con éxito la unión aduanera que plantea con Kazajistán y Bielorrusia, la llamada Unión Euroasiática. La incorporación de Ucrania a la Unión Euroasiática sería incompatible con el Acuerdo de Asociación que proponían los europeos. En una unión aduanera, a diferencia de los tratados de libre comercio, los miembros establecen una política comercial hacia terceros Estados mediante la fijación de tarifas exteriores comunes. Rusia y Ucrania, sin embargo, ya tienen un acuerdo de libre comercio, firmado en octubre de 2011, compatible con la oferta europea —de la misma manera que México mantiene sendos tratados de libre comercio con la UE y con Estados Unidos y Canadá—. Habría sido una situación muy deseable, que permitiría a Ucrania mantener una relación normalizada con su vecindad, tanto con la Unión Europea como con Rusia.

Pero Rusia necesita a Ucrania tanto por motivos económicos como nacionalistas. El nacionalismo ruso siempre ha considerado de manera muy especial a Ucrania, también eslava. En Ucrania se encuentran, además, algunos de los lugares más preciados para el corazón nacional ruso. Kiev ha sido definida por Putin como “la madre de todas las ciudades rusas”. Sebastopol, por su parte, es una ciudad doblemente heroica: lo fue durante el asedio en la Guerra de Crimea del siglo XIX y también durante la II Guerra Mundial. Cuando estuve por primera vez, en 2001, quedé impresionado por su belleza, su emplazamiento y su majestuosidad.

Pese a la comprensión de las frustraciones históricas de Rusia tras la desintegración de la Unión Soviética, este no es el camino adecuado. Ninguna de estas percepciones era un obstáculo real para el Acuerdo de Asociación con la UE. La gestión de las relaciones entre la Unión Europea y Rusia no puede estar condicionada por un modelo de juego de suma cero ni por las esferas de influencia. Hay que encontrar soluciones para que todas las partes salgan ganando.

Rusia ya ha dado por hecho la anexión de Crimea, pero podría ser contraproducente para su objetivo real: una relación política fluida con Ucrania, país al que quiere mantener cerca de sí y lejos de Europa. Por eso, para Europa, lo más importante ahora es mirar al resto de Ucrania. Hay tres medidas urgentes que pueden asegurar la estabilidad y prosperidad de Ucrania, un país fundamental por su importancia geoestratégica y política.

La primera y la más acuciante es la estabilización del Gobierno de Kiev. Hay que asegurarse de que se compromete con la senda democrática para el progreso del país. Para ello es fundamental que el Estado respete los derechos de las minorías, sea en materias lingüísticas, culturales o de inclusión social. El respeto y la tolerancia deben ser una condición sine qua non para recibir apoyo europeo.

Los territorios orientales de Ucrania, más rusófilos que los occidentales, son los que más riesgo potencial de conflicto presentan. En segundo lugar, por tanto, es necesario el despliegue de una misión de la OSCE u otra organización internacional —como la UE— para garantizar la estabilidad, la seguridad y el respeto a las minorías en esa parte del país. También para denunciar, si fuera necesario, los posibles incumplimientos de los objetivos especificados.

La tercera medida, quizá la más importante, es la ayuda económica. La Unión Europea tiene preparado un paquete de 11.000 millones de ayuda económica, aunque sometida a las reglas y condiciones del FMI, que pondrá otra parte del total.

La situación económica del país es desastrosa, pero el Gobierno mantiene un gasto excesivo en subvenciones no compatible con la ayuda del FMI. En estos momentos, por ejemplo, el Gobierno de Kiev subvenciona el precio de la energía a los ciudadanos, gastando hasta un 16% del presupuesto total del país. Rusia no escatimará en gastos tras la anexión de Crimea, y los crimeos se beneficiarán de las ayudas del Gobierno de Moscú y del acceso a la energía. De esta manera, los ciudadanos de Crimea estarían en una situación relativamente más atractiva, especialmente percibida por los rusófilos del este de Ucrania. Es algo que los paquetes de ayuda tendrán que tener en cuenta.

El problema de Crimea tardará mucho en resolverse, aunque el primer ministro interino de Ucrania, Arseniy Yatsenyuk, ya ha dicho que no tiene intención de adherirse a la OTAN. Las elecciones presidenciales del día 25 de mayo serán un momento fundamental. Deben ser justas y limpias, de acuerdo con las normas democráticas.

Putin dejó claro en su discurso de anexión que Crimea es una “parte inalienable” de Rusia, pero esta acción se volverá en su contra. Sufrirá el aislamiento internacional. Europa tiene que trabajar y hacer todos los esfuerzos necesarios para que sean los ucranios quienes realmente elijan su camino.

Javier Solana es distinguido senior fellow de Brookings Institution y presidente del Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE.

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