Objetivo: la convivencia

He pasado el fin de semana en Londres, en virtud de ese prodigio de la técnica que llamamos globalización. Es imposible sustraerse a una idea mientras una pasea por esta ciudad infinita, una idea que se impone incluso a la humedad y el frío inclementes, y que a la altura de Floral Street ya retumba en la cabeza, bajo el gorro de lana, como una verdad incontenible: Londres es la mejor ciudad del mundo.

Londres tiene las proporciones y las hechuras de una capital planetaria: la mirada puesta en la hija americana, el aroma del Indostán, la caligrafía asiática de los rótulos libres del Soho y la vocación, ay, europea. Siempre europea. El inglés, lengua franca, paraguas abierto bajo el que resuenan mil y un idiomas y otras tantas lluvias; una gastronomía tan pobre que ha hecho suyas todas las gastronomías, del fish and chips a la sopa de ramen y del pad thai a la paella; y una identidad, la más grande, forjada en la orgullosa negación de todas las identidades. Si descendiera un platillo volante y unos extraterrestres me preguntaran cómo llegar al centro del mundo, con seguridad los mandaría a Londres.

Sin embargo, este es un relato cuestionado. La globalización despierta malestares entre las clases trabajadoras occidentales, el multiculturalismo arde en la pira de los traidores a las esencias, la diferencia se juzga con desconfianza y el Reino Unido acaba de abandonar, democracia mediante, la Unión Europea. Aquí y allá triunfan los líderes populistas, los discursos identitarios, los fulgores nacionalistas, las narraciones con chivo expiatorio. Y no sabemos cómo combatirlos. Lo digo con abatimiento, y permítame el lector que le confíe alguna de mis flaquezas. Durante años he dedicado muchas páginas a defender los valores de la democracia liberal, la integración europea, el pluralismo político, las sociedades abiertas. Los contrapesos al poder, los derechos de las minorías, las libertades individuales. El escrúpulo legalista, las instituciones contramayoritarias, la Constitución. Y noto ya una cierta fatiga de mí misma, una reverberación hueca y el sentimiento creciente y aprensivo de que quizá escriba para un país, para un mundo, que ya no existen.

Entonces, los textos se me llenan de dudas y preguntas, allá donde debieran ofrecer respuestas y recetas. Acierto a vislumbrar que hay algo indeseable y peligroso en el momento político actual, pero apenas puedo esbozar un camino hacia su superación. No sé cuáles son las herramientas ni las políticas que nos puedan ayudar a derrotar al populismo, ni cómo contener el nacionalismo, ni el modo de frenar a los apologetas de la identidad y los acreedores de la polarización. ¿Cuál ha de ser nuestro objetivo? La democracia liberal camina como un boxeador sonado, desorientado pero en pie, consagrado a no tocar la lona.

Una de las incontables maravillas que ofrece Londres es la visita a las war rooms desde las que Winston Churchill dirigió el esfuerzo bélico durante la Segunda Guerra Mundial, ubicadas en el subsuelo del edificio del Tesoro, bajo el Whitehall de Westminster. La exposición está dedicada a la vida subterránea de los días más aciagos de Europa, cuando el Blitz hacía temblar a los londinenses y a su gobierno. Bajo el terror de aquellas bombas se forjó la leyenda de Churchill, el hombre otrora derrotado al que no hacía tanto sus compatriotas culpaban del desastre de Gallipoli en la Gran Guerra. Pero Churchill había devuelto, con su retórica afilada y conmovedora, con su ánimo indomable, inquebrantable, tan distinto de aquel amilanado y apaciguador que exhibía Chamberlain, las ganas de luchar a los ingleses.

Las paredes del museo están cuajadas de algunas de las más célebres citas de Churchill, que yo me apresuré a copiar en mi teléfono con afán del escribidor de discursos. Destaca una, comercializada después en tazas y posters y camisetas, a mayor gloria del orador y del capitalismo: «Me preguntáis, ¿cuál es nuestro objetivo? Puedo responderos en una palabra. La victoria». Es perfecta. Es sencilla. Es eso que los gurús de la publicidad y el marketing político llaman un call to action, una llamada a la acción. «La victoria a toda costa, la victoria a pesar de todo el terror, la victoria, por largo y duro que sea el camino; porque sin victoria no hay supervivencia», continúa el discurso.

Una puede imaginar a los londinenses recluidos en sus casas, bajo los bombardeos nazis, pegados a un transistor que les devuelve la voz firme de su primer ministro a través de la BBC: no hay alternativa a la victoria. La derrota no se contempla, no es una opción. Esa voz les proporcionaba la fuerza para resistir un día más. Para luchar un día más.

Concluidos los rigores de la guerra y también su recuerdo, la pregunta que Churchill planteaba y respondía con un golpe de voz nos resulta hoy menos evidente. ¿Cuál es nuestro objetivo?

Es una pregunta que no tiene una sola respuesta. Si en España se la formuláramos a los líderes de los partidos que se sientan en el Congreso obtendríamos una variedad de contestaciones de las que resultaría imposible extraer algún acuerdo: la derrota de Sánchez, la independencia de Cataluña, la maximización de los beneficios económicos para el País Vasco, la lucha contra el fascismo, la contención de las derechas, la grandeza de la nación española unitaria y homogénea.

La creciente lejanía entre los distintos proyectos ideológicos en España ha contribuido a alimentar la llamada polarización. El debate político ya no transcurre en las vecindades del centro político, sino que gravita, a derecha e izquierda, lejos de los espacios de la moderación. Esta situación tiene graves consecuencias sobre la cohesión social, pero también para nuestras instituciones y nuestra economía. El alejamiento político de los que piensan distinto es la causa de que nuestro país haya celebrado cuatro elecciones generales en cuatro años y haya perdido numerosos trenes para acometer un buen número de reformas estructurales desde el fin de la crisis económica.

La lucha contra la precariedad, cuya raíz se encuentra en un mercado laboral profundamente desigual y marcado por el elevado desempleo; la necesidad de un pacto educativo nacional que siente las bases de un modelo que no deje a nadie atrás y que persiga la excelencia; la regeneración de nuestras instituciones, para que la corrupción no sea una lacra que deslegitima el sistema; la despolitización de una justicia que no merece ser llamada partidista; la búsqueda de un gran acuerdo por el medio ambiente o la implementación de medidas de conciliación que permitan que trabajar y formar una familia no sean una heroicidad.

Todas estas políticas están en nuestra mano, a la espera de un clima más propicio para el consenso. Nuestra época histórica está marcada por la ansiedad. Es una ansiedad distinta de aquella ocasionada por la guerra y, con frecuencia, quienes la padecen no son capaces de identificar su causa. Ortega dio una gran definición de esa ansiedad propia de los tiempos modernos: «No sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa».

Nuestro objetivo ya no se eleva con brillo inconfundible, como la victoria en una guerra librada a un enemigo sin rostro. Pero necesitamos un objetivo. Puede resultar más prosaico que aquel de Churchill, pero no por ello ha de ser menos ambicioso. Nuestro objetivo ha de ser promover el entendimiento entre los contrarios, ampliar los contornos del nosotros, hacer de la cesión una noble virtud y no una derrota, cambiar los programas máximos por los pequeños progresos, olvidar los agravios, celebrar los encuentros, avanzar juntos.

Los grandes retos que se nos presentan como país solo podrán abordarse previa consecución de este objetivo agregador. Podemos reeditar el ánimo frentista de los días más oscuros de nuestra historia o podemos proclamar una España que se da la mano. Una España que reúne. Tal vez, después de todo, pueda decirse con una sola palabra. Me preguntáis, ¿cuál es nuestro objetivo? La convivencia.

Aurora Nacarino-Brabo es politóloga.

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