Objetivo: no repetir en Irán los errores de la guerra iraquí

Por Kenneth M. Pollack, escritor y director de investigación del Centro Saban para la Política en Oriente Próximo en la Brookings Institution. Su última obra publicada es El puzzle persa. El conflicto entre Estados Unidos e Irán (EL MUNDO, 11/09/06):

Cuando las Torres Gemelas se vinieron abajo, Irán lloró con Estados Unidos. Los iraníes llevaron a cabo vigilias espontáneas a la luz de las velas para mostrar su solidaridad con el pueblo norteamericano. Muchos iraníes, y al menos una parte de sus dirigentes, deseaban una relación mejor con la gran potencia. Sin embargo, de aquel momento ya no queda nada, y ello ha traído consecuencias que, indirectamente, llegan hasta la carnicería que se acaba de perpetrar en Israel y el Líbano y hasta la crisis internacional que se ha desatado en torno al programa nuclear iraní.

Antes del 11-S había habido delegados iraníes tomando parte en las conversaciones multilaterales sobre la situación en Afganistán. Después de los atentados, los iraníes expresaron sus condolencias a sus homólogos norteamericanos y se ofrecieron a colaborar con Estados Unidos para derrocar al régimen talibán, al que odiaban tanto como Occidente. Durante la invasión estadounidense de Afganistán, se estableció un canal secreto de comunicación entre Washington y Teherán, que incluía el asesoramiento iraní en Inteligencia, vuelos de inspección y apoyo logístico.

Al acabar la guerra, los interlocutores iraníes de dicho canal de comunicación propusieron que la cooperación se extendiera a otros asuntos de interés para ambas partes, como Irak. Aunque los estadounidenses no estaban seguros de si esta oferta contaba con la autorización del Gobierno de la República Islámica, al menos sí pudieron convencerse de que al menos una parte de los iraníes deseaba que aquella relación se desarrollara hasta convertirse en una reaproximación más amplia.

En su lugar, lo que obtuvieron fue el discurso del Eje del Mal, que declaró a Irán equivalente a los despotismos iraquí y norcoreano. La oportunidad de progresar en la relación entre ambas naciones se evaporó así. De todos modos, haciendo justicia al Gobierno de Bush, habría que señalar que los dirigentes de Al Qaeda que habían huido de Afganistán se encontraban bajo un benigno arresto domiciliario en Irán y que Teherán se negó a entregarlos a Estados Unidos. La Inteligencia norteamericana creía que Irán había prestado apoyo (con envío de armas y financiación) a Hamás y a la Yihad Islámica en Palestina, en su guerra contra Israel.

Por supuesto, la nueva actitud de Bush hacia el régimen de los ayatolás se enmarca dentro del cambio de dirección en la política exterior del Gobierno que tuvo lugar después del 11-S, y cuyas consecuencias han sido en general desastrosas para Estados Unidos, con crisis y conflictos por todo el mundo islámico. Sin embargo, los tropiezos de la política exterior del Gobierno de Bush a partir del 11-S pueden, paradójicamente, haber terminado colocando a Estados Unidos en una posición mucho más efectiva para enfrentarse con el programa nuclear iraní.

Desde hace mucho tiempo, está claro que la única esperanza realista de detener el programa nuclear de Irán radica en una estrategia multilateral de palo y zanahoria. Las grandes potencias, especialmente Estados Unidos y la Unión Europea, estarían dispuestas a ampliar el comercio con Teherán y su integración en el mundo si Irán abandonara su programa. Si no lo hiciera, se enfrentaría a la amenaza de sanciones económicas. Estados Unidos, Europa e incluso Rusia y China han adoptado esa política con Irán, y ha dado sus frutos. El año pasado, la Agencia Internacional de la Energía Atómica remitió el programa nuclear de Irán al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y el mes pasado una resolución de éste estipuló que Irán tendrá que detener sus actividades de enriquecimiento de uranio o enfrentarse a sanciones.

Los fracasos del Gobierno de Bush en Irak y en toda la región han debilitado a la gran potencia americana y han vuelto más humilde a la Casa Blanca. Si Estados Unidos no estuviera combatiendo en Irak (y por tanto no fuera vulnerable a la presión iraní ni dependiera de sus aliados europeos para que le ayuden en Irak, Afganistán y otros lugares), no parece muy probable que Washington hubiera asumido un planteamiento multilateral en relación a Irán. El desastre de Irak desarmó a los halcones ultraconservadores del Gobierno e hizo posible que los elementos más pragmáticos del Departamento de Estado, la CIA y el Ejército lograran apoyo para enfrentarse con diplomacia al programa nuclear de Irán. Si no hubiera habido guerra con Irak, quizás la habría habido con Irán.

El resultado de la invasión iraquí también ha contribuido a que los gobiernos europeos desarrollen una posición multilateral en Irán. Existen al menos dos versiones de lo que sucedió:

Una es que los europeos reconocen que el daño que la guerra de Irak causó a la alianza transatlántica no fue exclusivamente culpa del Gobierno de Bush. Antes de la invasión de Irak, la diplomacia norteamericana pudo equivocarse, pero Francia y Alemania tampoco lo hicieron mucho mejor. El bando contrario a la guerra en Europa dio la impresión de ser pacifista, pro-Sadam e irresponsable, como pretendiendo que los gobiernos no pudieran hacer frente a amenazas reales contra la seguridad (dado el consenso internacional que existía en ese momento sobre el hecho de que Irak había reemprendido sus programas de fabricación de armas de destrucción masiva).

Otra es que la guerra de Irak dividió profundamente Europa, menoscabando los objetivos de la política exterior del Reino Unido, Alemania y Francia. Los tres países anhelaban desempeñar un papel mayor en los temas internacionales. Pero sólo si se mantenían juntos como líderes de un frente europeo capaz de actuar con decisión fuera de sus fronteras conseguirían que Estados Unidos, China, India y Rusia les tomaran en consideración.

Sea cual sea la versión correcta (quizá lo sean las dos), el hecho es que se creó un contexto adecuado para afrontar el tema del programa nuclear iraní. En 2003, después de que la AIEA confirmara la existencia de instalaciones secretas en Irán para enriquecer uranio y separar el plutonio, franceses, británicos y alemanes se lo tomaron como una oportunidad de reparar el daño provocado por la guerra de Irak. Acordaron adoptar una línea dura. Harían frente a Irán por su desarrollo de tecnología nuclear, hasta el extremo de imponer sanciones a quien es un importante interlocutor comercial.

De este modo, la contienda iraquí obligó al Gobierno de Bush a adoptar con Irán una actitud más moderada que la que hubiera seguido en otras circunstancias, a la vez que animó a los europeos a ser más exigentes. El resultado fue un consenso: Estados Unidos ofreció la zanahoria y Europa blandió el palo. Y ese planteamiento también permitió forjar una alianza para convencer a la India, China y Rusia de que debían tomar frente a Teherán una postura mucho más dura que la que probablemente habrían adoptado si no.

En mayo, Estados Unidos y Europa presentaron un paquete de incentivos y sanciones. Los iraníes tuvieron que enfrentarse a un dilema: su programa nuclear o una economía saneada. Una tesitura ante la que ellos habían esperado no tener que verse nunca.

La elección ha dividido profundamente al Gobierno de Teherán. Los partidarios de la línea dura siempre han preferido proseguir con el programa nuclear a pesar del riesgo de sanciones contra la economía de Irán.

Ahora el mundo espera a ver si el consenso euroamericano se mantiene después de la última respuesta de ni-sí-ni-no que ha dado Irán. Pero hasta la fecha el expediente de unidad que pueden presentar las grandes potencias ante la recalcitrancia iraní ha resultado mucho mejor que el que esperaban casi todos los actores, incluidos los iraníes.

Desgraciadamente, el conflicto del Líbano puede romper el equilibrio en la dirección errónea. Si Rusia y Francia (y quizás algunos países europeos más) interpretan el apoyo inequívoco del Gobierno de Bush a Israel como una vuelta de la diplomacia del vaquero, quizá vean con recelo la idea de seguir por un camino que podría proporcionar a los nacionalistas de Washington una coartada para emprender operaciones militares contra Irán.

Incluso en ese caso, es probable que Occidente, al menos, se mantendrá unido esperando a que Irán pague un precio por su desafío. La esperanza (aunque débil) es que las sanciones económicas hagan rectificar a Irán, igual que lo hicieron con Libia.

Si eso ocurriera, nos encontraríamos ante una consecuencia positiva del lío en el que el Gobierno de Bush ha metido a Oriente Próximo, y ante una razón para perdonar a Estados Unidos que no fuera capaz de construir una nueva relación con Irán después del 11 de Septiembre.