Obregón o la vocación desaforada

El 15 de febrero de 1986, ABC publicó en su Tercera este artículo de García Márquez, con motivo de la muestra antológica del pintor colombiano Alejandro Obregón, expuesta en Madrid.

Hace muchos años, un amigo le pidió a Alejandro Obregón que lo ayudara a buscar el cuerpo del patrón de su bote, que se había ahogado al atardecer mientras pescaban sábalos de veinte libras en la Ciénaga Grande. Ambos recorrieron durante toda la noche aquel inmenso paraíso de aguas marchitas, explorando sus recodos menos pensados con luces de cazadores, siguiendo la deriva de los objetos flotantes que suelen conducir a los pozos donde se quedan a dormir los ahogados. De pronto, Obregón lo vio: estaba sumergido hasta la coronilla, casi sentado dentro del agua, y lo único que flotaba en la superficie eran las hebras errantes de su cabellera. «Parecía una medusa», me dijo Obregón. Agarró el mazo de pelo con las dos manos, y con su fuerza descomunal de pintor de toros y tempestades sacó el ahogado entero con los ojos abiertos, enorme, chorreando lodo de anémonas y mantarrayas, y lo tiró como un sábalo muerto en el fondo del bote.

Este episodio, que Obregón me vuelve a contar porque yo se lo pido cada vez que nos emborrachamos a muerte –y que además me dio la idea para un cuento de ahogados–, es tal vez el instante de su vida que más se parece a su arte. Así pinta, en efecto, como pescando ahogados en la oscuridad. Su pintura con horizontes de truenos sale chorreando minotauros de lidia, cóndores patrióticos, chivos arrechos, barracudas berracas. En medio de la fauna tormentosa de su mitología personal anda una mujer coronada de guirnaldas florentinas, la misma de siempre y de nunca que merodea por sus cuadros con las claves cambiadas, pues en realidad es la criatura imposible por la que este romántico de cemento armado se quisiera morir. Porque él lo es como lo somos todos los románticos, y como hay que serlo: sin ningún pudor.

La primera vez que vi a esa mujer fue el mismo día en que conocí a Obregón, hace ahora treinta y dos años, en su taller de la calle de San Blas en Barranquilla. Eran dos aposentos grandes y escuetos por cuyas ventanas despernancadas subía el fragor babilónico de la ciudad. En un rincón distinto, entre los últimos bodegones picassianos y las primeras águilas de su corazón, estaba ella con sus lotos colgados, verde y triste, sosteniéndose el alma con la mano. Obregón, que acababa de regresar de París y andaba como atarantado por el olor de la guayaba, era ya idéntico a este autorretrato suyo que me mira desde el muro mientras escribo, y que él trató de matar una noche de locos con cinco tiros de grueso calibre. Sin embargo, lo que más me impresionó cuando lo conocí no fueron esos ojos diáfanos de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado, sino sus manos grandes y bastas, con las cuales lo vimos tumbar a media docena de marineros suecos en una pelea de burdel. Son manos de castellano viejo, tierno y bárbaro a la vez, como Don Rodrigo Díaz de Vivar, que cebaba sus halcones de presa con las palomas de la mujer armada.

Esas manos son el instrumento perfecto de una vocación desaforada que no le ha dado un instante de paz. Obregón pinta desde antes de tener uso de razón a toda hora, sea donde sea, con lo que tenga a mano. Una noche, por los tiempos del ahogado, habíamos ido a beber gordolobo a una cantina de vaporinos todavía a medio hacer. Las mesas estaban amontonadas en los rincones, entre sacos de cemento y bultos de cal, y los mesones de carpintería para hacer las puertas. Obregón estuvo un largo rato como en el aire, trastornado por el tufo de la trementina, hasta que se trepó en una mesa con un tarro de pintura, y de un solo trazo maestro pintó a brocha gorda en la pared limpia un unicornio verde. No fue fácil convencer al propietario de que aquel brochazo único costaba mucho más que la misma casa. Pero lo conseguimos. La cantina sin nombre siguió llamándose El Unicornio desde aquella noche, y fue atracción de turistas gringos y cachacos pendejos hasta que se la llevaron al carajo los vientos inexorables que se llevan el tiempo.

En otra ocasión, Obregón se fracturó las dos piernas en un accidente de tránsito, y durante las dos semanas de hospital esculpió sus animales totémicos en el yeso de la entablilladura con un bisturí que le prestó la enfermera. Pero la obra maestra no fue la suya, sino la que tuvo que hacer el cirujano para quitarle el yeso de los dos piernas esculpidas, que ahora están en una colección particular en los Estados Unidos. Un periodista que lo visitó en su casa le preguntó con fastidio qué le pasaba a su perrita de aguas que no tenía un instante de sosiego, y Obregón le contestó: «Es que está nerviosa porque ya sabe que la voy a pintar». La pintó, por supuesto, como pinta todo lo que encuentra a su paso, porque piensa que todo lo que existe en el mundo se hizo para ser pintado. En su casa de virrey de Cartagena de Indias, donde todo el mar Caribe se mete por una sola ventana, uno encuentra su vida cotidiana y además otra vida pintada por todas partes: en las lámparas, en la tapa del inodoro, en la luna de los espejos, en la caja de cartón de la nevera. Muchas cosas que en otros artistas son defectos son en él virtudes legítimas, como el sentimentalismo, como los símbolos, como los arrebatos líricos, como el fervor patriótico. Hasta algunos de sus fracasos quedan vivos, como esa cabeza de mujer que se quemó en el horno de fundición, pero que Obregón conserva todavía en el mejor sitio de su casa, con medio lado carcomido y una diadema de reina en la frente. No es posible pensar que aquel fracaso no fue querido y calculado cuando uno descubre en ese rostro sin ojos la tristeza inconsolable de la mujer que nunca llegó.

Aveces, cuando hay amigos en casa, Obregón se mete en la cocina. Es un gusto verlo ordenando en el mesón las mojarras azules, la trompa de cerdo con un clavel en la nariz, el costillar de ternera todavía con la huella del corazón, los plátanos verdes de Arjona, la yuca de San Jacinto, el ñame de Turbaco. Es un gusto ver cómo prepara todo, cómo lo corta y lo distribuye según sus formas y colores, y cómo lo pone a hervir a grandes aguas con el mismo ángel con que pinta. «Es como echar todo el paisaje dentro la olla», dice. Luego, a medida que hierve, va probando el caldo con un cucharón de palo y vaciándole dentro botellas y botellas y botellas de ron de tres esquinas, de modo que este termina por sustituir en la olla el agua que se evapora. Al final, uno comprende por qué ha habido que esperar tanto con semejante ceremonial de Sumo Pontífice, y es que aquel sancocho de la edad de piedra que Obregón sirve en hojas de bijao no es asunto de cocina, sino pintura para comer.

Todo lo hace así, como pinta, porque no sabe hacer nada de otro modo. No es que sólo viva para pintar. No: es que sólo vive cuando pinta. Siempre descalzo, con una camiseta de algodón que en otro tiempo debió servirle para limpiar pinceles y unos pantalones recortados por él mismo con un cuchillo de carnicero, y con un rigor de albañil que ya hubiera querido Dios para sus curas.

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