Obsesiones y asimetrías nacionalistas

Por Juan Sisinio Pérez Garzón, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha (EL PAÍS, 19/01/06):

Es tan atinada la observación del profesor Pérez Royo ("Tampoco el Estatuto andaluz cita a España y nadie se rasga las vestiduras", EL PAÍS, 15 de enero de 2006), que parece oportuno desglosarla para apoyar un diálogo sin prejuicios, que logre ese nuevo marco de convivencia que se plantea desde Cataluña. Para empezar, no se puede exigir a los catalanes que se constriñan a lo que se proclama como incuestionable desde las filas del nacionalismo español. Es más, habría que sacudirse esa perniciosa obsesión con Cataluña. La hay también con el País Vasco, pero quiero centrarme en las relaciones con Cataluña. Se fomenta el prejuicio, ese criterio lanzado sin fundamento suficiente. Además, el nacionalismo español juega con una doble ventaja, la de erigirse en exclusivo defensor del Estado, pretendiendo dictaminar lo que todos deben sentir y hablar en cualquier rincón de España, y también la de contar con una mayoría, es cierto, de ciudadanos identificados con las proclamadas esencias españolas. Es una posición asimétrica indudable a favor del nacionalismo español, pero ya sabemos que democracia no sólo es el gobierno de la mayoría, sino además el respeto y diálogo con las minorías, y, por tanto, el método para alcanzar acuerdos razonables para una más justa convivencia. No basta, pues, con reclamar a los nacionalistas catalanes o vascos que se despojen de esencialismos y prejuicios; también hay que exigírselo a los españolistas, quienes han convertido en norma una vara de medir doble y perversa. Cuanto más airean las maldades existentes en el tripartito catalán y en sus textos, más pareciera que tratan de ocultar sus complejos e incapacidades, pues ni pueden borrar a los millones de españoles que también se sienten catalanes o vascos o gallegos, ni logran cerrar España, por más que traten de detener la historia en 1978.

Basten algunos ejemplos ilustrativos. Si, por ejemplo, el preámbulo del Estatuto echa mano de la historia, entonces no sólo es una interpretación discutible, sino una manipulación intolerable, mientras que, por el contrario, no se desvela que el artículo 2 de nuestra Constitución fosiliza las fronteras existentes en 1978 como fundamento de la nación y de la unidad de España (¡Ceuta y Melilla, para siempre españolas!), ni se airea que el artículo 56 otorga a la Corona el símbolo de una esencia unitaria inalterable, como si la Monarquía, institución tan afectiva como ajena a la racionalidad democrática, fuera consustancial a España, y esto sin recordar el desafortunado artículo 8. Hay otros muchos ejemplos, más cotidianos y que encizañan la opinión pública. Recordemos que cuando Maragall promovió una eurorregión, se tocó a rebato por romper España, mientras que eso mismo ya existe, con sede y presupuesto, entre Galicia y Portugal, impulsado por Fraga. Si Gas Natural quiere comprar otra empresa, es imperialismo catalán, pero si Telefónica compra una operadora inglesa o Repsol invierte en América, entonces se trata de un desarrollo empresarial tan legítimo como necesario para España. De igual modo, si Cataluña o el País Vasco se promocionan en el exterior, están haciendo política segregacionista, pero si la Comunidad de Madrid firma acuerdos con el Estado de Florida, u otros gobiernos autonómicos viajan en pleno a China, Japón o EE UU, entonces se presume de ampliación de mercados, un beneficio para todos. Pero cabe interrogarse sobre estas asimetrías que circulan cotidianamente: si el presidente de Extremadura gobierna con tres veces más funcionarios por habitante que el Gobierno catalán, ¿acaso se trata de políticas de creación de empleo? O cuando defiende la igualdad de los ciudadanos, ¿no sabe que los ciudadanos de la provincia de Cáceres están sobrerrepresentados en las Cortes, frente a los ciudadanos de Madrid o Barcelona? ¿O acaso cuando los gobiernos de Aragón y Castilla-La Mancha proclaman que "el agua es mía", esgrimen sólo argumentos ecológicos y de desarrollo, o albergan actitudes de cierre territorial de recursos? Por otra parte, ¿por qué el PP que gobierna en la Diputación de Álava, o en Navarra, absorbido por la UPN, no explica que en esos territorios hay auténtica independencia fiscal y que nunca ha propuesto anular unos "conciertos económicos" cuyos fundamentos son tan discutibles históricamente como insolidarios socialmente?

Son algunos casos para ilustrar cómo se excita el miedo con el fantasma de la ruptura de España, incluso con declaraciones de supuesta superioridad, como las realizadas por el presidente del CGPJ, infravalorando el idioma catalán. Por eso es necesario subrayar como punto de partida para todo diálogo entre nacionalistas, que no existen diferentes tipos de naciones, sino distintas formas de argumentar y defender una nación. En consecuencia, todo lo que afecta a cualquier nacionalismo, sea el catalán o el español, corre el peligro de convertirse en un escurridizo rompecabezas para toda la ciudadanía, sea del color que sea. La historia quizás nos enseñe poco, pero hay algo que probablemente sería aceptado por todos: que las fronteras, como dijera con magisterio Pierre Vilar, son todas ellas cambiantes. Remontémonos por un instante al momento fundacional: la nación española no se fraguó en exclusiva en la península Ibérica, sino desde todos los territorios hispanos. Así, España tuvo su primera definición y organización política no sobre ni desde el territorio peninsular, sino a partir de unos extensos territorios hispanos y con un impulso constitucional procedente tanto de las tierras americanas como de la propia metrópoli. Ocurrió a partir de 1808, se plasmó en las Cortes de Cádiz y en la primera Constitución de nuestra historia. La expresión de "las Españas" -que tanto se usa ahora, incluso en la fórmula de la "España plural"- indicaba el conjunto de territorios y habitantes donde la España europea y la España americana formaban un cuerpo político común.

En todo caso, la Constitución de 1812 nos remite a la condición genética de la nación política en España. Ya entonces se discutió la escasa representación que tenían los habitantes de la parte americana de la nación española, además de plantearse los límites sociales del concepto de ciudadanía. Y si la nación española experimentó muy pronto una amplia amputación de territorios, sin duda quedó como propio de todo parto constitucional la necesidadde establecer las relaciones entre Estado, nación, territorio y ciudadanía. Se reavivaría posteriormente el debate cuando se desarrollasen los nacionalismos catalán, vasco y gallego. Una secular historia de tensiones que alcanzó, al fin, en la Constitución de 1978 el pacto del Estado de las Autonomías. Suficiente en su momento, probablemente inconcluso ante nuevas realidades y expectativas. De hecho, se han rebasado las previsiones del título VIII. Además, el contexto español ha cambiado con la incorporación a la Unión Europea. Son otros, por tanto, los contenidos y las relaciones dentro de España, porque el Estado ya no se puede expresar sólo a través del Gobierno central. También existe Estado cuando actúa y gobierna un Ejecutivo autonómico. Este principio debería quedar claro constitucionalmente para el nacionalismo español, para que ni monopolice el sentido de Estado ni dogmatice su cultura o su idioma como lo propio de todos los españoles.

Por lo demás, las tensiones son lógicas en toda sociedad que quiera aplicar, por un lado, el principio de igualdad ciudadana contra las desigualdades sociales, y, por otro, conjugar la igualdad y el derecho a la diferencia, tanto entre individuos como entre colectivos sociales. Si el disenso es la base de la democracia, el reto consiste en encontrar soluciones sin excomuniones y a sabiendas de que nunca serán eternas. Sería saludable, a este respecto, rehabilitar el valor de las soluciones federales, por ser probablemente las que permitan soluciones tan negociadas como abiertas a los cambios propios de la historia. Por nuestra parte, los historiadores podríamos apoyarlo con una pedagogía de la pluralidad conociendo las vías y expectativas que hubo en el pasado, no para revivirlas miméticamente, sino para saber que toda historia está llena de contingencias.