Occidente desaprovechó la crisis

La pandemia tuvo un costado bueno: dio a Occidente una oportunidad para enmendarse. En 2020 brilló un atisbo de esperanza. La pandemia obligó a la Unión Europea a considerar una unión fiscal. Después ayudó a sacar a Donald Trump de la Casa Blanca. Y un Nuevo Pacto Verde mundial ya no parecía tan lejano. Entonces llegó 2021, y todo volvió a ser como antes.

La semana pasada, en su informe de estabilidad financiera, el Banco Central Europeo lanzó una advertencia ominosa: Europa está frente a una burbuja inmobiliaria, que se perpetúa sobre la base del endeudamiento. El informe es digno de destacar porque el BCE sabe quién está provocando la burbuja: es el BCE mismo, con su política de flexibilización cuantitativa (FC), un eufemismo para referirse a la creación de dinero al servicio de los financistas. Es como que el médico te diga que la medicina que te recetó tal vez te esté matando.

Lo peor de todo es que no es culpa del BCE. La excusa oficial para la FC es que habiendo caído los tipos de interés por debajo de cero, no había otro modo de combatir la amenaza de deflación que se cernía sobre Europa. Pero el propósito oculto de la FC fue refinanciar la deuda insostenible de grandes corporaciones deficitarias y (sobre todo) de estados miembros clave de la eurozona (por ejemplo Italia).

En cuanto la dirigencia política europea decidió, al comenzar la crisis del euro hace un decenio, no admitir el problema del endeudamiento insostenible a gran escala, su única alternativa fue arrojárselo al BCE, que desde entonces ha seguido una estrategia a la que sólo cabe describir como un ocultamiento perpetuo de bancarrotas.

Unas semanas después del comienzo de la pandemia, el presidente francés Emmanuel Macron y ocho jefes de gobierno de la eurozona pidieron una reestructuración de deudas mediante la emisión de eurobonos. Su propuesta, en esencia, fue que en vista del apetito de deuda nueva de la pandemia, una fracción importante del peso creciente que los estados miembros ya no pueden soportar (sin ayuda del BCE) se traslade a las espaldas más anchas y libres de deuda de la UE. No sólo sería un primer paso en dirección de la unión política y de un incremento de la inversión paneuropea, sino que además liberaría al BCE de tener que refinanciar una montaña de deuda que los estados miembros jamás podrán devolver.

Lástima que no pudo ser. La canciller alemana Angela Merkel procedió en forma sumaria a descartar la idea, ofreciendo a cambio un instrumento de recuperación y resiliencia, que es un terrible sustituto. No sólo es macroeconómicamente insignificante, sino que también vuelve aun menos atractiva la idea de una Europa federal para los votantes neerlandeses y alemanes más pobres (ya que los endeuda para que los oligarcas de Italia y Grecia puedan recibir grandes subvenciones). Y aunque el fondo de recuperación contiene un elemento de financiación colectiva, no está diseñado para la reestructuración de las deudas impagables que el BCE viene refinanciando una y otra vez y que la pandemia multiplicó.

Así que el BCE sigue dedicado al ocultamiento perpetuo de bancarrotas, a pesar de dos temores gemelos de sus funcionarios: a que los hagan responsables de la peligrosa burbuja de deuda que están inflando y a perder la justificación oficial para la FC cuando la inflación se estabilice por encima de la meta formal.

La magnitud de la oportunidad que Europa desaprovechó se tornó evidente en la reciente Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) en Glasgow. ¿Cómo puede la dirigencia europea dar lecciones al resto del mundo en materia de energía renovable mientras la rica Alemania construye centrales termoeléctricas a lignito, Francia redobla la apuesta a la energía nuclear y a los otros países de la UE agobiados de deudas impagables se los deja librados a sus medios para hacer la transición verde como puedan?

La pandemia dio a Europa una ocasión de idear un plan creíble para una Unión Energética Verde bien financiada. Con eurobonos, y librado del purgatorio del ocultamiento perpetuo de bancarrotas, el BCE podría respaldar sólo los bonos que el Banco Europeo de Inversiones emita para financiar la unión energética. Así es: Europa desperdició su oportunidad de darle al mundo un ejemplo de cómo librarse de la adicción a los combustibles fósiles.

Por supuesto que los europeos no estamos solos. Mientras el presidente de los Estados Unidos Joe Biden aterrizaba en Glasgow, la habitual política corrupta en el Congreso de su país desvinculaba su ya muy reducida agenda verde de un proyecto de infraestructura, muy marrón, que pone el cambio climático en segundo plano. Es verdad que Estados Unidos, a diferencia de la eurozona, al menos tiene un Departamento del Tesoro que trabaja en tándem con el banco central para mantener la sostenibilidad de las deudas, pero también dejó pasar una oportunidad magnífica de invertir a gran escala en energía verde y la generación de empleos de calidad que implica la transición energética. ¿Cómo pretende Occidente persuadir al resto del mundo de ponerse metas climáticas ambiciosas cuando tras dos años de cantar loas a la transición verde Biden y los europeos llegaron a Glasgow casi con las manos vacías?

Terminando ya 2021, los gobiernos occidentales, que desperdiciaron la chance de hacer algo en relación con una emergencia climática clara y manifiesta, prefieren concentrarse en temores exagerados. Uno es la inflación. Es verdad que hay que controlar la aceleración del aumento de precios, pero las muy difundidas comparaciones con la estanflación de los setenta son ridículas. En aquel tiempo, la inflación era esencial para un Estados Unidos puesto a destruir el sistema de Bretton Woods para mantener el «privilegio exorbitante» del dólar. Hoy la inflación no es funcional a la hegemonía de Estados Unidos, sino más bien un efecto colateral de su dependencia económica respecto del proceso de financierización que implosionó en 2008.

El otro miedo fabricado de Occidente es China. Iniciada por el expresidente estadounidense Donald Trump, y celosamente perpetuada por Biden, la emergente nueva guerra fría tiene un propósito no reconocido: permitir a Wall Street y a las megatecnológicas reemplazar a los sectores financiero y tecnológico de China. Aterrados por sus avances (por ejemplo una moneda digital oficial que funciona y una política macroeconómica mucho más elaborada que la propia), Estados Unidos y la UE han adoptado una postura agresiva que es una amenaza insensata a la paz y a la cooperación internacional necesaria para estabilizar el clima del planeta.

Un año que empezó lleno de esperanza termina en la desazón. Las élites políticas de Occidente, que no han sabido (y acaso no han querido) convertir una crisis mortal en una oportunidad salvadora, sólo pueden culparse a sí mismas.

Yanis Varoufakis, a former finance minister of Greece, is leader of the MeRA25 party and Professor of Economics at the University of Athens. Traducción: Esteban Flamini.

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