Occidente puede utilizar los Juegos Olímpicos contra Pekín

Las ganas de Adolfo Hitler por aprovechar los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín como escaparate del nazismo se convirtieron en rabia cuando el atleta norteamericano de raza negra Jesse Owens ganó cuatro medallas de oro. Los dirigentes chinos deben de estar preguntándose en estos momentos si organizar las Olimpiadas en Pekín va a reportar al régimen más elogios que críticas. Ten cuidado con lo que deseas, como probablemente debió de decir Confucio.

En defensa del movimiento olímpico hay que puntualizar que Berlín había sido seleccionada antes de que los nazis llegaran al poder. No hay ninguna excusa por el estilo, sin embargo, que ampare la decisión de conceder a Pekín un trofeo tan codiciado. En 1989 el Gobierno chino había aplastado las protestas pacíficas en la plaza de Tiananmen, como el mundo entero pudo contemplar lleno de horror. China obtuvo de todas formas los Juegos Olímpicos y un triunfo propagandístico, y se ha mostrado ansiosa por alardear de ello ante el resto del mundo.

Las autoridades chinas deben de haber sopesado cuidadosamente que los demás gobiernos no son casi nunca lo suficientemente valientes como para boicotear unos Juegos Olímpicos. Los Juegos de Berlín siguieron adelante aunque en las fechas de su celebración los nazis ya habían puesto en vigor las despreciables leyes de Nuremberg, que privaban a los judíos alemanes de sus derechos humanos más elementales.

Hay que reconocer que los norteamericanos encabezaron el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980 porque las tropas soviéticas habían invadido Afganistán (las invasiones rusas son malas, las invasiones norteamericanas son buenas). China sabía que, a menos que invadiera un territorio vecino, nada de lo que hiciera pondría en peligro su espectáculo.

Todos los indicios daban a entender que a China se lo iban a poner muy fácil. Cuando el presidente Jiang Zemin visitó a Tony Blair en 1999, la policía metropolitana londinense trató sin contemplaciones a los manifestantes a favor del Tíbet. Se pusieron por medio autobuses de dos pisos para proteger de la manifestación los ojos sensibles de Jiang. Cuando Washington se vio pringado en los escándalos de Abu Ghraib, la Bahía de Guantánamo y el traslado irregular de prisioneros de unos países a otros, por no hablar de las pérdidas tremendas de vidas humanas de no combatientes en Irak y Afganistán, el primer ministro chino, Wen Jiabao, debió de sentir la seguridad de que Estados Unidos eludiría como fuera todo diálogo sobre los Derechos Humanos.

De todas formas, todos sentimos un temor reverencial ante el poderío económico de China. Cuando Gordon Brown estuvo allí de gira el mes pasado, habló de oportunidades de negocio. Los primeros ministros detestan que se les exija sacar el tema de los Derechos Humanos, porque eso amenaza con congelar las sonrisas, los apretones de manos y los brindis que constituyen la medida del éxito de estas visitas. Brown se limitó, probablemente, a formular recomendaciones, lo más vagas posibles, de que se acometan reformas.

El poderío económico de China es tal que ha dinamitado con total impunidad la política exterior de Estados Unidos. El objetivo de los norteamericanos es hacer valer su fuerza para conformar un mundo que abrace los valores occidentales. A los países en vías de desarrollo les insisten en que sus gobiernos respeten la supremacía de la ley y atajen la corrupción como condiciones para los intercambios comerciales y el otorgamiento de ayudas. China, por el contrario, ha tendido su mano en señal de amistad a regímenes execrables (entre otros, el de Sudán). Las necesidades de recursos naturales de Pekín son la única consideración a tener en cuenta. Es posible que incluso haya disfrutado del placer de desbaratar los intentos de Estados Unidos por exportar sus valores liberales.

Así pues, China tenía todas las razones del mundo para esperar unos Juegos Olímpicos sin ningún tipo de problemas y para mostrar al mundo su perfil más favorecedor. En Berlín las noticias antijudías se silenciaron durante las semanas que precedieron a las Olimpíadas. En Pekín se ha restringido el uso de coches para reducir la contaminación atmosférica.

En el mundo moderno los gobiernos no son los únicos que cuentan. Steven Spielberg, el director de cine, ha renunciado a su puesto de asesor artístico de las ceremonias de las Olimpiadas tras hacer constar que su conciencia no le permitía continuar mientras en Darfur se estaban cometiendo «crímenes incalificables».

Su decisión ha modificado la situación. En estos momentos, los Juegos Olímpicos de Pekín han pasado bruscamente de representar una oportunidad para el gobierno chino a convertirse en una amenaza. La gran preocupación de China por que las Olimpiadas constituyan un éxito proporciona a quienes se oponen a su política una oportunidad única. Pone en manos tanto de los disidentes del interior como del mundo exterior una capacidad de influencia sin parangón desde Tiananmen.

Ante el apagón informativo impuesto por China en el interior del país, no tenemos posibilidad de saber si las protestas en el Tíbet se han relacionado de manera oportunista con las Olimpíadas próximas a celebrarse. En cualquier caso, los Juegos Olímpicos son un factor político y la situación es dinámica. Los ojos del mundo se han vuelto hacia la política china con una mirada de desaprobación.

«Si todos aquellos que aman la libertad a lo largo y ancho del mundo no alzan su voz para denunciar la actitud de China y los chinos en el Tíbet, habremos perdido toda autoridad moral para alzar la voz en defensa de los Derechos Humanos», ha manifestado Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, ante una multitud de tibetanos que la aclamaban en el norte de la India, a donde acudió para reunirse con el Dalai Lama. Este tipo de acontecimientos resonantes no estaba previsto en el guión de China sobre los Juegos Olímpicos.

El primer ministro británico, al descubrir el valor con que otros defienden sus convicciones, ha declarado que a él también le gustaría reunirse con el jefe espiritual de los tibetanos. David Cameron, jefe de los conservadores, le ha felicitado, por lo que ya tenemos un nuevo consenso. Hemos recorrido un largo camino desde que Blair adujo que tenía demasiadas peticiones de reuniones como para poder hacer un hueco para recibir al Dalai Lama durante la visita de éste a Gran Bretaña en 2004.

China ha sido incapaz de entender que, en una democracia, los políticos no pueden determinar por anticipado las posturas que adoptarán en el futuro. La marcha de Spielberg les ha alterado el panorama. En cuestión de semanas han pasado de no querer entrar en nada que pudiera ofender a Pekín a pelearse por ser quien más protibetano parece. Lo que menos importa es si los disturbios de Lhasa han sido, al menos en parte, brutales y racistas, ni si la violencia se ha desencadenado como protesta a las críticas del Dalai Lama y dirigida contra su autoridad. El tren del Tíbet se ha echado a rodar y todo político demócrata reclama un sitio a bordo.

Como los políticos occidentales están más expuestos a las críticas, porque no pueden hacer nada para evitar el deterioro de la situación económica y porque Irak y Afganistán se consumen lentamente, cubrir de oprobio a China ofrece una agradable oportunidad de desviar la atención de las restantes aflicciones de los políticos.

El genio ha escapado de la lámpara y no es posible hacer un pronóstico sobre en qué puede terminar todo esto. Todos nuestros políticos afirman que el boicot a los Juegos Olímpicos no aparece en las cartas. Ahora bien, eso es sólo de momento. Si se deteriora la situación en el Tíbet, aumentará la presión para que los Juegos Olímpicos se utilicen como arma contra Pekín. Si China sigue poniendo trabas al empeño de los periodistas occidentales por informar de los disidentes, ya puede dar por ganada la hostilidad de los medios de comunicación de todo el mundo. Por el contrario, si permite que se informe de lo que ocurre, los manifestantes aprovecharán esa oportunidad.

Sea como sea, es mucho lo que puede hacerse sin necesidad de llegar a un boicot total. La antorcha olímpica se va a embarcar en una gira mundial, lo que va a proporcionar ocasiones para manifestarse a favor del Tíbet y de Darfur en todo el mundo. Me atrevo a pronosticar que, cuando llegue a Londres, los 2.000 policías que se movilizarán ese día no se van a emplear a fondo contra los manifestantes y que tampoco habrá autobuses que nos impidan ver a los activistas. Sir Trevor McDonald, que está previsto que sea uno de los portadores de la antorcha, va a tener que hacer frente con toda seguridad a llamamientos insistentes para que renuncie a hacerlo.

La actriz Mia Farrow encabezará la manifestación cuando la antorcha pase por San Francisco. Barack Obama y Hillary Clinton deberán reflexionar entonces sobre cómo conseguir el apoyo de esos manifestantes en el estado más poblado de Estados Unidos, y quizás también el más liberal.

La grandiosidad del itinerario que ha de seguir la antorcha, que no tiene precedentes, debe de haberles parecido algo genial sobre el papel. En la práctica, Pekín ha organizado un programa perfectamente escalonado de manifestaciones en contra de China que van a dar la vuelta al mundo.

Si los famosos que se han comprometido a portar la antorcha se ven obligados a retirarse uno tras otro, China va a sufrir un desastre diario de relaciones públicas. El fichaje que hicieron de Spielberg, un golpe de efecto espectacular en su momento, no parece en la actualidad que haya sido una decisión tan brillante.

Las ceremonias para las que ejercía de asesor centrarán a continuación toda la atención. Esos actos pueden ser boicoteados sin perturbar por ello las pruebas deportivas, que presuntamente son lo que importa en los Juegos Olímpicos. De hecho, una vez que los políticos se han alineado a favor del Tíbet y de Darfur, ¿qué justificación podrían ofrecer para permitir que el régimen se de un baño de adulación global?

Cuando China presentó su candidatura a los Juegos Olímpicos, calculó correctamente que los políticos demócratas son pusilánimes. A la vista de su avidez por los contratos con China, no iban a dejar que unas matanzas en Darfur o unas torturas en el Tíbet les echaran a perder una buena fiesta. Sin embargo, Pekín no acertó a ver que los estadistas occidentales son más cobardes aún si cabe ante sus famosos y sus medios de comunicación.

La otra equivocación de Pekín ha sido que se les ha notado excesivamente obsesionados con que las Olimpiadas fueran un éxito. El hombre que desea algo con excesivas ansias se vuelve vulnerable. Seguro que Confucio dijo algo parecido.

Michael Portillo. Fue ministro de Defensa del Reino Unido durante el Gobierno del conservador John Major.