Occidente se equivoca con el presidente de China

La reciente enmienda constitucional aprobada en China, que eliminó los límites a la cantidad de mandatos para el presidente y el vicepresidente, causó espanto en gran parte de Occidente. Los críticos temen el surgimiento de una nueva e incontrolable dictadura, en la que el presidente Xi Jinping se convierta en un “Mao 2.0”. Pero es una reacción cuando menos inadecuada.

Los mandatos largos no son exactamente una rareza en Occidente. Por ejemplo, la canciller alemana Angela Merkel acaba de comenzar su cuarto período cuatrienal, y el resto de Europa recibió este hecho mayoritariamente con agrado en vez de críticas.

Claro que un occidental podrá replicar que Merkel, a diferencia de Xi, tiene un mandato electoral. Pero las elecciones democráticas no son la única forma de instituir la rendición de cuentas. Y según casi todas las encuestas internacionales, los índices de aprobación de Xi parecen superar a los del presidente estadounidense Donald Trump y la primera ministra británica Theresa May combinados. Aunque puede haber motivos para temer un cambio para peor en la política china, lo mismo vale para Estados Unidos y el Reino Unido.

La limitación de mandatos es una restricción casi arbitraria, que no es necesaria para asegurar un gobierno competente y responsable en China. De hecho, puede tener el efecto contrario, al abreviar el mandato de líderes eficaces, interrumpir programas de gobierno o incluso generar caos político.

Estados Unidos lo sabe hace mucho. Alexander Hamilton escribió que es necesario dar a los líderes “inclinación y resolución” para hacer el mejor trabajo posible. Así podrán probar sus méritos al pueblo, y este podrá optar por “prolongar la utilidad de sus talentos y virtudes, y asegurar para el gobierno la ventaja de la permanencia en un sistema de administración prudente”.

Pero en 1947, después de cuatro mandatos electorales de Franklin D. Roosevelt, el Congreso aprobó la Vigesimosegunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, ratificada en 1951, por la que los presidentes sólo pueden tener hasta dos mandatos de cuatro años. La idea fue hacer de la inexperiencia una virtud. Pero la mayoría de los presidentes nuevos cometen errores considerables al inicio de sus mandatos, y con el nuevo sistema hay más inicios. Si Estados Unidos no tuviera esa limitación, tal vez hoy Trump no estaría en el cargo.

Es verdad que la limitación de mandatos tiene sus pros. Deng Xiaoping la incorporó en la constitución china después de la Revolución Cultural, para evitar el resurgimiento de un gobierno unipersonal caótico y brutal. Pero la nueva generación de dirigentes chinos no sólo está bien formada, sino que también es bien consciente de las normas y los estándares internacionales. A diferencia de los ideólogos intransigentes del pasado, puede esperarse que se comporten con racionalidad, inteligencia y responsabilidad.

En este contexto, la eliminación de los límites permitirá a Xi mantener en marcha un complejo proceso de reforma cuya finalización demandará años. No lo convertirá en presidente vitalicio ni le entregará un poder irrestricto e indiviso.

Los críticos occidentales recalcan que en los últimos seis años Xi se esforzó en concentrar el poder en sus manos. Y hasta cierto punto, es verdad. Por ejemplo, tomó para sí algunas de las decisiones de política económica que antes eran del ámbito del primer ministro.

Pero un líder fuerte no es necesariamente un líder autocrático. Y en un entorno donde hay mucho en juego, se necesita un líder fuerte para neutralizar intereses creados que se resisten a reformas cruciales. Xi conoce los obstáculos que impidieron la implementación de sus iniciativas durante el primer mandato, y está decidido a superarlos.

En cualquier caso, la situación dista de ser un “show unipersonal”, como insinúan muchos comentaristas extranjeros. La mitad de los miembros del Comité Permanente del Politburó (el órgano supremo de gobierno en China) no han sido elegidos por Xi. Y la designación de muchos altos funcionarios, incluidos miembros clave del gabinete, fue consensuada.

Sería un error suponer que la negativa de China a copiar el modelo político occidental implica la inexistencia de procesos democráticos (aunque no se los vea). Aunque los dirigentes no surgen de elecciones (directas o a través de un órgano representativo), su desempeño es objeto de intenso escrutinio, por ejemplo, por la Asamblea Popular Nacional (APN) y las asambleas populares locales. Además, el gobierno chino es inusualmente receptivo de la opinión de los ciudadanos en las redes sociales.

A esto hay que sumarle que en los últimos años se ha reforzado el sistema de controles y contrapesos, aunque todavía sean inadecuados. Los cambios de políticas requieren consenso dentro del Politburó, especialmente en el Comité Permanente. Y para las cuestiones más importantes se necesita el aval de la APN. Nada impide a los diputados votar en disenso, en parte gracias al uso creciente de la votación secreta. Un aspecto pequeño pero significativo de la Asamblea este año es la eliminación del sistema de votación electrónica y su reemplazo por el de papeletas y urnas.

No es la primera vez que los medios occidentales adoptan una visión de los acontecimientos de la política china totalmente opuesta a la que prevalece dentro del país. En los últimos años, la campaña anticorrupción de Xi generó muchas sospechas en Occidente, donde se la suele ver como un mero medio de Xi para librarse de posibles rivales políticos. Pero los casi dos millones de funcionarios que han sido acusados no pueden ser todos adversarios de Xi. Y la campaña incrementó el respeto y el apoyo a Xi en la población china.

En Occidente se identifica la rendición de cuentas con la elección democrática. En China, es función de la forma (y la calidad) de la respuesta y la protección que da el gobierno a las necesidades y los intereses del pueblo. La enorme complejidad de la China moderna (por no hablar de la necesidad suprema que tiene el gobierno de continuar el progreso hacia la condición de país de altos ingresos) puede requerir una mayor permanencia de los dirigentes que lo que se pensó al principio. Pero hasta donde la historia reciente permite juzgar, los últimos cambios contribuirán a incrementar cada vez más la estabilidad del sistema político y económico de China, sin debilitar la rendición de cuentas.

Keyu Jin, a professor of economics at the London School of Economics, is a World Economic Forum Young Global Leader and a member of the Richemont Group Advisory Board. Traducción: Esteban Flamini.

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