Ochenta años del CSIC

El Consejo Superior de Investigaciones Científicas se dispone a celebrar su octogésimo aniversario. Fue creado el 24 de noviembre de 1939 por el catedrático de Geografía e Historia José Ibáñez Martín, segundo ministro de Educación Nacional del general Franco, quien desempeñó este cargo durante doce años y permaneció vinculado siempre al CSIC cuya presidencia efectiva y, al final de su vida, honorífica, ostentó hasta su fallecimiento el 21 de diciembre de 1969, hará pronto cincuenta años.

Razones tiene el CSIC para la celebración. Es hoy el mayor centro de investigación de España y cultiva todas las especialidades en 130 centros diseminados por todo el territorio, aportando anualmente alrededor del 20% de la producción científica total, emplea a más de 14.000 personas, posee importantes infraestructuras y gobierna la mayor red de bibliotecas del Estado, ocupa uno de los primeros puestos en el ranking mundial. Según el SIR World Report (SCImago Institutions Ranking) era el número 9 en 2012. Las unidades mixtas que mantiene con universidades y otros centros de investigación le otorgan, además de la importancia de sus investigaciones independientes, un papel dinamizador muy especial en el entero sistema español de Ciencia y Tecnología. He ahí los impresionantes resultados.

Sin embargo, una y otra vez cierta historiografía se inquieta con el «pecado original» de la institución ¿Cómo fue posible su creación en un momento tan poco oportuno, apenas acabada la guerra civil española (1936-1939) y todavía en los primeros pasos del franquismo? Es poco dudoso que Ibáñez Martín quiso continuar con el CSIC la importante iniciativa de inicios del siglo XX en pro de la ciencia, que se llamó Junta de Ampliación de Estudios, fundada en 1907 por Real Decreto de 11 de enero, firmado por el ministro de Instrucción Pública, Amalio Gimeno. Esta prestigiosa iniciativa, inspirada en los principios de la Institución Libre de Enseñanza y que había tenido como primer presidente a nuestro premio Nobel, Santiago Ramón y Cajal, había sido desmantelada por un decreto del Gobierno de Burgos del 19 de mayo de 1938 que traspasaba sus servicios al Instituto de España y a las universidades, ya que la inmensa mayoría de los intelectuales que habían dado vida al proyecto, excepción hecha de Marcelino Menéndez Pelayo y algún otro, sustentaban la ideología que se alineaba claramente dentro de los márgenes de la España republicana. En pleno ardor guerrero, no había resquicio de ningún tipo para iniciativas del adversario.

Lo que hizo Ibáñez Martín, contra viento y marea, fue crear una nueva JAE con un nombre distinto y un discurso oficial contrario al sostenido por la institución antecesora. Así, la ley fundacional del CSIC proclama: «Hay que imponer, en suma, al orden de las culturas las ideas esenciales que han inspirado nuestro glorioso Movimiento en las que se conjugan las lecciones más puras de la tradición universal y católica con las exigencias de la modernidad».

Y no fue empeño a humo de pajas, sino con dotación de presupuestos llamativa para la época. En el discurso de Gregorio Marañón para recibir a José María Albareda, brazo derecho de Ibáñez Martín y factótum del CSIC, como académico de la Real Academia de Medicina, dice lo siguiente: «Como yo no estoy en el centro de la ortodoxia política a cuyo calor ha surgido la gran estructura del Consejo, creo que tengo autoridad […] (para afirmar) que en nuestro país no han tenido nunca los hombres de ciencia tantas posibilidades de trabajar y de ser ayudados por el Estado en sus afanes, como bajo la tutela del Consejo».

Se crea el CSIC y sigue, como antes de la guerra la JAE, en el complejo de los Altos del Hipódromo. Se levantan nuevos edificios y se integran fundaciones de la JAE: el Museo de Ciencias Naturales, el Centro de Estudios Históricos (Humanidades) que dirigía Menéndez Pidal, el Instituto Rockefeller, hoy Instituto de Física-Química Rocasolano. Se crean otros institutos para el apoyo de la industria en pleno período de la autarquía: el Instituto de la Construcción Eduardo Torroja, el Instituto de Física Aplicada Torres Quevedo, el Centro Nacional de Química Orgánica (Lora Tamayo), el Instituto del Frío, el Centro de Investigaciones Metalúrgicas, el de Automática, el de Robótica, Fermentaciones Industriales, Cerámica y Vidrio, Centro de Investigaciones Biológicas, Instituto Cajal, entre otros. Y, más adelante, el Centro de Biología Molecular, centro mixto con la Universidad Autónoma de Madrid, donde recaló como director honorario el nobel Severo Ochoa a su vuelta a España y donde trabajaba la recientemente fallecida Margarita Salas. Por cierto, también el CSIC ha escrito páginas pioneras en la incorporación de la mujer a la ciencia como la de Margarita o la de Gabriela Morreale, precursora de la endocrinología moderna, fallecida en 2017.

Hoy el CSIC es además gestor de infraestructuras científicas y técnicas singulares que por su carácter excepcional o elevado coste pone a disposición de toda la comunidad científica: la Base Antártica Juan Carlos I, el buque de investigaciones oceanográficas Hespérides, el buque oceanográfico Sarmiento de Gamboa, la Sala Blanca Integrada De Micro y Nanofabricación del Instituto de Microelectrónica de Barcelona, el observatorio astronómico Calar Alto, la Estación. Reserva Biológica de Doñana o el Jardín Botánico de Madrid, entre otros.

Desde el principio, el edificio central del CSIC lucía en su frontispicio una solemne inscripción latina redactada por monseñor Galindo donde se decía que Franco, vencedor de la guerra civil, había decretado que se construyera esa fábrica cuya construcción se había llevado a cabo felizmente. Era la verdad. En 2010 fue demolida y cubierta por una placa de marmolina blanca y lisa, al parecer en cumplimiento de la ley de Memoria Histórica. Espero que la ley no exija demoler nada más.

Como he dicho en alguna otra ocasión, en la hora de esta celebración, conviven dos posibles interpretaciones historiográficas: la que considera el Consejo Superior de Investigaciones Científicas una especie de lamentable continuación fraudulenta de la Junta de Ampliación de Estudios y la que reconoce que, en aquella sociedad de posguerra y «ardor guerrero», el empeño exitoso de Ibáñez Martín en pro de la continuidad evitó lo que hubiera sido un desastroso alejamiento de las tareas científicas por parte de España.

Miguel Ángel Garrido Gallardo es Profesor de Investigación en el Grupo de Análisis del Discurso (CSIC).

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