Ocho años después

El 9 de agosto de 2007, los problemas de liquidez de tres fondos de inversión de BNP Paribas marcaron la salida oficiosa de la que sería la primera gran crisis financiera de este siglo. Han pasado ocho años y la efeméride es de envergadura tal que no vendría mal hacer repaso de ella cada año, para ver qué hemos aprendido y qué no. Pero hacerla en este momento parece oportuno por dos razones, al menos. La primera, porque parece que no hubiéramos aprendido demasiado y, en estos días, hay riesgos muy importantes de burbujas de activos y de fuertes turbulencias en países como China, que la devaluación del yuan no va a frenar seguramente. Riesgos siempre suficientemente menospreciados hasta que explotan y esparcen sus pedazos como cristales que seccionan el desarrollo social y lastran el futuro de un par de generaciones allá donde se producen. La segunda razón es que España es uno de los países afectados donde más se está tardando en salir de la crisis. Porque no puede hablarse de salida mientras que persistan las secuelas. Y cuestiones como el paro, la pérdida de poder adquisitivo y la desigualdad son, más que cicatrices, auténticas heridas abiertas.

Ocho años despuésEsas consecuencias de las grandes crisis fueron excelentemente documentadas por Reinhart y Rogoff en su The Aftermath of Financial Crises, publicado en el volumen 99 de American Economic Review en 2009. De hecho, treinta años antes de la actual crisis, España ya vivió una considerada entre las cinco mayores del mundo en la segunda mitad del pasado siglo, la de 1977. Las huellas de aquel golpe fueron profundas. En aquel momento, en apenas dos años, el PIB comenzó a crecer de forma más o menos sostenida. En la crisis actual ha habido dos recesiones casi seguidas en España —y ninguna de las dos se anticipó por los analistas—, pero hemos tenido que esperar cinco años para levantar cabeza en materia de crecimiento. Ahora bien, lo que está documentado y demostrado es que los ciclos de recuperación del PIB son mucho más cortos que los del empleo. Eso lo saben muy bien los españoles sin tener que revisar las estadísticas. En 1977 se precisaron siete años para recuperar el nivel de empleo anterior a la crisis y, en la actualidad, puede ser preciso el doble de tiempo. Claro está que los niveles de partida no son comparables. Aquella crisis golpeó a una economía española inmadura y con mucho por hacer. La actual ha sido una especie de tsunami para una economía ciertamente más madura, pero también con mucha tarea por delante para renovarse.

Mientras esto sucede en España, otros países con burbujas inmobiliarias y crisis bancarias de igual o mayor envergadura, como Estados Unidos y Reino Unido, sin estar bien —porque sus sociedades han perdido mucho—, han dejado definitivamente atrás lo peor de la crisis y se encuentran en niveles muy cercanos al pleno empleo. Algo deben haber hecho mejor. Parte de su relativo éxito —que, desde una perspectiva social, también tiene elementos cuestionables— se debe a la existencia de mecanismos de respuesta temprana y de una red de seguridad bancaria más agiles y decididas que en la eurozona, donde ha reinado el caos, con las recurrentes tensiones con Grecia son el ejemplo más claro a pesar del acuerdo reciente, que está por ver que funcione mínimamente. Algunos países del área del euro reaccionaron rápido y sufrieron un bofetón severo, pero más o menos breve. En España, ni siquiera se puso la cara hasta que ya llovieron tantos sopapos que no hubo resquicio donde refugiarse. Pero también la estructura tiene mucho que ver. No han acompañado ni las instituciones laborales, ni los sistemas de incentivos, ni el ejemplo de una representación política al nivel que hubiera sido deseable esperar.

Asimismo, en un entorno global, si pensamos en cómo se ha reformado la arquitectura financiera internacional tras la crisis, el panorama no es del todo alentador porque lo que se ha producido es una sobredosis de regulación que puede llegar a estrangular excesivamente el crédito. Y otra lección —también con implicaciones para España— es que es posible que parte de las soluciones que se han arbitrado a ambos lados del Atlántico para combatir la crisis sean medicamentos cuyos efectos adversos no se conocen. La tremenda expansión monetaria en Estados Unidos comienza a darse la vuelta y parece que la economía norteamericana está preparada para ello. No está tan claro que el resto del mundo lo esté. Y en España, como miembro de la eurozona, un entorno de reducidos tipos de interés será esencial aún durante mucho tiempo, porque la deuda pública y privada española es mayor.

Los datos parecen llevar a una conclusión: la recuperación de esta crisis es la más larga y dura de las que se han documentado en España desde mitad del siglo pasado. Tal vez algunos españoles no lo han percibido así, porque no han notado que su calidad de vida se haya resentido de forma significativa o no han percibido en la calle la desolación, abandono y exclusión que fenómenos de tal envergadura acarrean. Muchas familias sí que lo han notado y lo notan. Lo que ocurre es que nuestro país partía de un nivel de bienestar —que se pudo alcanzar con los ingresos de la burbuja inmobiliaria y de activos que tuvimos— y un entramado institucional mucho más avanzado que cuando se afrontó la transición democrática y eso ha permitido que los resortes familiares y sociales hayan amortiguado en buena medida los golpes.

Pero esa estructura institucional ha sufrido daños —algunos generacionalmente irreparables—, y ya no se cuenta con los ingresos “inflados” de aquella burbuja. Además, la estructura política se ha visto convulsionada y no parece que exista un espíritu de consenso sobre cuáles son las prioridades, lo que supone un riesgo muy importante. En todos los países donde la crisis se ha resuelto, la desigualdad ha aumentado de forma muy importante (Estados Unidos o Reino Unido, por ejemplo) y en España también lo ha hecho. El gran reto para nuestro país es crear ese necesario sistema de incentivos y de calidad institucional que recupere a los sectores de nuestra población más formados y abandonados, que permita cumplir con la consolidación fiscal sin derrumbar un Estado del bienestar que, en cualquier caso, será insostenible sin más reformas. Ocho años antes, ese reto ya existía. Algunos sugieren que han sido estos años los que han estropeado todo. Pero el problema venía de mucho antes.

Santiago Carbó Valverde es catedrático de Economía de la Bangor University, investigador de Funcas y profesor de CUNEF.

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