Oclocracia

Son fuertes los signos que nos anuncian la proximidad de lo que Polibio en el siglo II antes de nuestra era llamó oclocracia, que significa gobierno de los peores. De hecho, advertimos cómo se sitúan en altas filas de la política muchos que ni en el fondo ni en la forma se muestran entrenados y capaces de ejercer ese difícil oficio que es gobernar. Polibio era un personaje importante de Grecia cuando los romanos la agregaron a su naciente Imperio y en consecuencia fue llevado como rehén a la ciudad del Tíber, donde le asignaron como residencia la mansión de los Escipiones, que habían destruido Cartago. Una oportunidad para estudiar y conocer directamente la gran política. Digamos mejor la raíz de la que nosotros procedemos.

Polibio era un neoplatónico y en calidad de tal partía de esa afirmación que siglos más tarde acogerían el idealismo y Spengler, al que tanto admiraba Hitler, según demostró al llamar a su intento el Reich del milenio, aunque sería más adecuado calificarle de «decenio»: todas las sociedades experimentan una inevitable evolución y se ven conducidas por ellas hacia la decadencia y la muerte, como sucede con la existencia humana. Puede haber casos de derrumbamiento prematuro, pero éste no responde a la ley natural de su destino. Para Polibio no había duda. La primera etapa en la vida de la polis -ojo que de aquí sale el término política- comienza al depositar los ciudadanos el poder en una sola persona; y esto es monarquía. En el transcurso del tiempo, ésta decae y se convierte en tiranía. Es entonces cuando los mejores deciden sustituirla y se organizan a sí mismos como aristocracia. La decadencia de esta élite significa que dejan de «servir a» para «servirse de». Y así viene la oligarquía. Es entonces cuando los demos, es decir el pueblo mismo, deciden el cambio que les permite asumir el poder y que por esta razón se llama democracia. La decadencia de la democracia conduce al gobierno de los peores y eso se denomina oclocracia. De este modo termina la evolución y se retornó al punto de partida: el gobierno de uno y superior. Las ultimas derivaciones del marxismo nos demuestran que en Corea, en Cuba, en Venezuela y en Bolivia el autoritarismo, que es más que una simple dictadura, ha conseguido instalarse.

La Historia proporciona argumentos en favor de esta tesis -todos los imperios decaen- y también en contra, ya que el progreso en la conducta de la persona humana aparece como remedio medicinal a la decadencia. Pero es indudable que el populismo se presenta a sí mismo como oclocracia. El fanático rechazo de la vestimenta o la conversión del ágora (ahora decimos Parlamento) en una especie de circo nos lo está demostrando. Tras ello aparece una inversión total de aquel principio que Jesús dejó a sus discípulos -«amaos los unos a los otros»- y que durante siglos guió los verdaderos pasos del progreso para enarbolar el estandarte de «odiaos unos a otros» que esgrimen los partidos para lograr la conquista de ese bien que consideran supremo, el poder. La corrupción, de la que ningún sector político parece librarse, es una consecuencia lógica: esa «posesión del poder» que es un beneficio debe compensar aprovechándose del servicio propio.

Polibio creyó que Roma había sido capaz de construir un régimen que escapara de las garras del destino estableciendo una convivencia entre el poder personal (consulado), las élites (nobilitar) y el voto popular (comicios). En parte acertaba, ya que en el horizonte se dibujaban ya esos quinientos años en los que sería posible construir el «ius» que el cristianismo también haría suyo mediante la definición del ser humano como persona y no como individuo. No es sorprendente que en nuestros días la persecución contra el cristianismo rebase los límites anteriormente alcanzados. La oclocracia se siente directamente perjudicada por esa definición. La oración larga del Papa Francisco I en los momentos finales del Vía Crucis del Viernes Santo lo explica con perfecta claridad.

Sin embargo, no existe la menor duda de que las enfermedades políticas también son susceptibles de una medicación. Y la democracia liberal parlamentaria dispone de medios abundantes para practicarla siempre y cuando se someta a sí misma al orden moral que caracteriza a la persona humana. En primer término debemos afirmar que «mi» libertad depende de que los demás cumplan con su deber y mantengan firme el axioma que comparten las tres religiones monoteístas: no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti mismo. Y, si aceptamos como norma que en la mayoría se muestra la dosis principal de razón no puedes adulterarla recurriendo a la suma artificial de minorías. Cada sector político debe ser atendido en directa relación con su importancia; lo contrario significa una artera falsificación de la opinión.

Esta consideración que intenta ser respetuosa con las variadas opiniones es directamente aplicable en el caso de España, al multiplicarse los partidos políticos. Los minoritarios tratan de ponerse de acuerdo no en sus programas, que se muestran divergentes, sino en la necesidad de recurrir a cualquier medio para derribar al que aún posee la mayoría. De este modo, el poder pasaría a manos de grupos divergentes y quedaría reducido a esa especie de beneficio material que puede aprovecharse y la libertad únicamente, a una cantidad: aquello que yo puedo hacer. Las bases sobre las que se apoya la persona humana se verían destruidas. El retorno a las elecciones no puede resolver el problema. Con leves diferencias, las cantidades volverán a repetirse.

Ha llegado la hora de un esfuerzo supremo. Salvar la democracia, esto sólo puede lograrse mediante una inversión en los términos: es el político quien debe ponerse al servicio de la sociedad y no a la inversa. Definiendo los problemas se busca el modo de resolverlos. Sin olvidar que el primero de todos se halla en esas radicales carencias de trabajo. Si no logramos borrar el terrorífico número de desempleados, nuestro futuro se torna incierto. Polibio tenía razón.

Luis Suárez, de la Real Academia de la Historia.

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