La reciente exposición en París, con materiales magníficos de archivo cedidos por la viuda de Stanley Kubrick, Christiane, significa la definitiva consagración de uno de los más grandes artistas del siglo XX.
Sus películas, generalmente discutidas en sus estrenos, a veces con injustas cosechas de crítica negativa, se afianzan cada vez que son de nuevo visitadas. Es una experiencia que he compartido con amigos (como mi querido José Luis Gutiérrez, que me advirtió de esta magnífica exposición).
Películas que la primera vez suscitan incomprensión, irritación y hasta enmiendas a la totalidad acaban ingresando en nuestro Olimpo personal. El resplandor, Eyes wide shut, Una Odisea en el Espacio, Barry Lindon, La chaqueta metálica, Senderos de gloria, La naranja mecánica, ¿Teléfono rojo?, Lolita: películas que ahora tengo en el altar de obras de arte del siglo XX.
Sólo Stanley Kubrick habría podido rodar el argumento de Atraco perfecto (The Killers, 1955). Es un espejo —algo deformado— de este director. Johnny Clay (Sterling Hayden) parece su doble transferencial: en perfeccionismo, en amor al detalle, en concentración de todos los elementos en un objetivo, en el modo en que proyecta y lleva a cabo el atraco, en la manera en que sabe conjugar las piezas del puzle, en la capacidad de idear e imaginar la relativa autonomía de cada una de ellas. Y, sobre todo, en la sincronización de las piezas en un único objetivo: el atraco en el hipódromo.
Johnny Clay asalta el desván en el que se guarda el dinero recaudado inmediatamente después de que los policías salen de él, bajan las escaleras e intentan ayudar al resto de los compañeros, todos ocupados en apagar un gran tumulto provocado por la pelea entre un boxeador, que parece estar ebrio, y un barman insultado y amenazado por él, que le llamó «cerdo irlandés» (ambos pertenecientes al proyectado atraco).
Sigue la apertura de la puerta —que efectúa, según el plan previsto, el cajero— de manera que Johnny pueda subir la escalera de caracol, abra el armario que guarda la ametralladora en una alargada caja de flores de regalo y se ponga la careta de payaso. Al mismo tiempo, en perfecta sincronización, el francotirador acierta su objetivo, la matanza del caballo ganador.
Johnny arroja por una ventana el botín, incluidos en la bolsa el rifle y la máscara de payaso, y un policía en coche patrulla, también contratado por Johnny, lo recoge y lo conduce a un pequeño apartamento alquilado por éste, que en seguida lo lleva a un descampado (donde, algo nervioso, lo embute en una maleta).
Sólo un detalle distingue a este clon del director de cine Stanley Kubrick que es Johnny Clay: su mala suerte. Algo debió fallar para que todo terminase rematadamente mal. Eso nunca sucedería en una película de Stanley Kubrick.
La película es una suerte de meta-discurso sobre la naturaleza y carácter de este gran director, capaz de cuidar todos los detalles, hasta los más nimios, y de coordinar las distintas piezas de la obra que está realizando. Todo se halla concentrado en la mente sincronizadora de un director que jamás deja nada al azar, cuyo portentoso cerebro, y su tremenda inteligencia y fuerza plástica no se permite la más mínima imperfección.
Atraco perfecto no es, desde luego, la mejor de las películas de Stanley Kubrick, pero es quizás la más reveladora de la psicología creadora de su realizador. Como si se fundiese su más personal característica con el guión y la puesta en escena de este film, el primero que revela plenamente su personalidad. Pero no es la manera de dirigirla, todavía inmadura, la que produce esa revelación. Es el argumento mismo de la película y la personalidad de Johnny Clay la que actúa como espejo abollado de este gran realizador todavía en años de aprendizaje.
Los campos de indagación del cine de Kubrick se podrían agrupar en dos grandes categorías: el Pequeño Mundo familiar (ese que tanto amó, y al que dedicó sus desvelos durante más de 30 años); y que en su cine muestra sus cuitas, sus sueños, sus pesadillas, sus riesgos de desintegración; también sus pruebas, letales o propiciatorias.
Y el Gran Mundo de la política mundial, con su Sala de Guerra (Warhall), su círculo luminoso que hermana e involucra a todos, rusos y americanos, en un mismo destino catastrófico, en Teléfono Rojo.
La guerra siempre le fascinó, desde su genial Senderos de Gloria, con sus dos mundos enfrentados, el de los altos mandos, inteligencias perturbadas por urgencias de victorias que no se logran, y la descripción del laberinto de las trincheras, con travellings hacia adelante que muestran el paso a través de ellas del General Mireau (George Macready), en revisión de la tropa, tratando de elevar su desgastada moral, minada por la interminable Gran Guerra. Hasta concluir en ese prodigio que nos muestra la guerra por dentro, o que nos introduce en sus emboscadas y asaltos, en las escenas finales de La chaqueta metálica. Por no hablar de su proyecto nunca consumado: Napoleón.
De todas sus películas destaca, sin ninguna duda, la aventura espacial de 2001, Una Odisea en el espacio. Ocupa un lugar muy especial, semejante al que tiene en Fritz Lang Metrópolis, en Orson Welles El ciudadano Kane, en Franz Kapra Horizontes perdidos, en Francis Ford Coppola Apocalipse now, o en David Lynch Inland Empire.
2001, una Odisea en el Espacionos muestra una inteligencia artificial desarreglada, que presiente su propia obsolescencia. Está embarcada en una misión cuyo objetivo desconoce. Entra sin saberlo, en pura inconsciencia, en competición latente y suicida con el centinela de Otros Mundos, la célebre Losa que propicia en la humanidad sus grandes transformaciones.
Pero él, Hal 500, pese a toda la perfección de la que llega a sentirse orgulloso, pertenece todavía al Ancien Regime. No será él sino el astronauta David Bowman el testigo y también sujeto de una metamorfosis decisiva. En la lucha a muerte con Hal 500 sale ganador; consigue desactivarlo.
David Bowman, con su escafandra y con la dirección de la nave espacial, podrá entonces ser absorbido o succionado por una losa voladora, el célebre monolito recurrente en 2001, que no está ya erguida ante asombrados simios, o ante seis astronautas en actitud casi religiosa, sino que vuela libre por el espacio a la búsqueda de la nave que Bowman conduce.
La vemos ahora de canto, en posición horizontal. Se ha convertido en Puerta de las Estrellas de la auténtica odisea a la que el título se refiere.
Al final de la película encontramos a un envejecido Bowman en su lecho de muerte, en una habitación Ancien Regime, Luis XVI, con el solemne Monolito erguido ante de su cama. Y asistimos a su transformación en el Niño-Estrella de la última imagen del film, circulando alrededor de la tierra como su centinela y guía. Se asiste, pues, a la gestación de un Ángel Guardián, de un Dios: un astro que circula alrededor de la tierra, todo él transformado en un embrión de Superhombre.
Eugenio Trías Sagnier, catedrático de Filosofía de la Universidad Pompeu Fabra.