EN sus palabras ante el Comité Ejecutivo de nuestro partido, el presidente Rajoy ha evocado la imagen de Ulises atado al mástil para referirse a una cuestión medular del trabajo en política: la necesidad de tomar decisiones y la enorme responsabilidad que ello implica. Los grandes adelantos de nuestro tiempo no han producido aún la utopía tecnocrática capaz de independizar de criterios humanos la determinación de lo que parece más conveniente al interés general; antes bien, los nuevos instrumentos de comunicación nos muestran una opinión pública que, aunque muy activa, resulta cada vez más fragmentaria y difícil de identificar. Si conducir la nave del Estado ha reclamado siempre el estar prevenidos contra los cantos de sirena, hoy la política se ejerce en medio de un estruendo en el que cuesta mucho saber cuántas son y de dónde proceden esas voces perturbadoras que amenazan con distraer a los líderes en el cumplimiento de su deber.
Cuando Mariano Rajoy asumió el gobierno de España, además, el objetivo era nada menos que impedir un inminente naufragio. No viene al caso incidir nuevamente sobre aquellas evidencias que –como también él señaló ante el partido– sólo podrían ser negadas por una ofuscada parcialidad. Las cifras y los datos dan constancia del alarmante temporal que se abatía sobre nuestro país a finales de 2011, y asimismo revelan los claros por los que progresivamente volvió a asomar el sol a partir de 2014, cuando España creció un 1,4% y el empleo aumentó en 433.900 personas. Superar la crisis suponía no sólo salvar la calidad de vida de los españoles, sino ser el sostén de una fe democrática que suele perderse cuando la economía se interpone entre los ciudadanos y sus planes de futuro. Semejante riesgo se hizo patente en buena parte de Europa, hasta llegar a percibirse como una seria amenaza para el proyecto comunitario.
Criticado y apremiado el Gobierno desde múltiples flancos, era necesario un auténtico derroche de estoicismo para seguir constantes en la obediencia a esa brújula que se llama sentido de Estado. Pero si alguien ha logrado desarrollar ese sentido es Mariano Rajoy, porque el Estado democrático no es para él una entelequia, sino una realidad operativa que ha conocido en toda la extensión y profundidad de su cursus honorum, difícilmente igualable: como concejal, como presidente de diputación, como diputado autonómico, como vicepresidente de la Xunta de Galicia, como ministro, como diputado en el Congreso, como vicepresidente y como presidente del Gobierno. Una carrera política tan larga y fructífera sólo puede ser prueba de unas condiciones que mucho me precio de atestiguar: constante disposición al diálogo, valoración del trabajo en equipo, respeto por la expresión de las opiniones, capacidad de sacar lo mejor de los que le rodean. Personalidad discreta y de hábitos sencillos, con un gran apego a su familia y a la tierra que le vio nacer, su tierra gallega, por la que ha hecho muchísimo, y de la que ha recibido inequívocas manifestaciones de respaldo especialmente en forma de votos. Rajoy ha asumido la vida pública sin hacer diferencias entre los fines de la política y la razón de ser de las instituciones, que no viene escrita en tratados maquiavélicos ni en manuales de estrategia, sino que emana de la Constitución y del sistema plasmado en ella, al que tanto progreso debemos los españoles.
La política para Rajoy es, fundamentalmente, trabajo dedicado al buen funcionamiento institucional, y eso es lo que he tenido el honor de compartir con él a lo largo de muchos años, de 22 años. A ello se entregó desde la presidencia del Gobierno sin dobleces y sin ruido, y ese sentido del compromiso no pasó desapercibido a o los ojos de los españoles, que siguieron apoyándolo en las urnas. Respaldo del electorado y defensa de la Constitución frente a los que han pretendido desconocerla: a la luz de estos dos mandatos como el líder del PP interpretó siempre la responsabilidad a la que se debía. Y aunque pensase, naturalmente, que era desde el Gobierno como mejor podía defender los valores constitucionales, su actitud al separarse del cargo ha confirmado que Rajoy ve la democracia allá donde actúan las instituciones. A su vez, esa demostración de coherencia y de corrección contribuye notablemente a alimentar una cultura del respeto y de la convivencia que hace de la democracia algo más que un simple mecanismo político. Siempre he creído que el gran proyecto de derechos y libertades concebido en los Estados Unidos no se materializó únicamente bajo la forma de instrumentos como la Convención de Filadelfia o la Constitución, sino también con el gallardo ejemplo del presidente Washington al dejar el gobierno, que inauguró una concepción cívica, completamente nueva, de la relación entre los gobernantes y el poder. Las palabras que Rajoy dedicó a los españoles me trajeron a la memoria las que el fundador de la América libre dirigió a sus compatriotas durante su discurso de despedida en septiembre de 1796: «Cuando al conjuro de circunstancias adversas se agitaban las pasiones y parecían prontas a descaminarse, cuando en momentos dudosos cundió el desaliento y las vicisitudes de la fortuna o la parquedad de los éxitos favorecía el espíritu de crítica, la constancia mía en sosteneros y la vuestra en sostenerme ha sido la garantía y el apoyo esencial para que no se malograsen los esfuerzos encaminados a preservar del fracaso nuestros comunes planes».
Mariano Rajoy ha hecho además otra indudable aportación a la democracia española que le ha sido reconocido de forma prácticamente unánime, y me refiero al visible lustre que ha conseguido dar en nuestro tiempo a la oratoria parlamentaria. Teóricos de la política como Bryan Garsten han insistido en años recientes sobre el valor de la palabra en el funcionamiento de la democracia representativa, y han señalado la necesidad de remitirse a ejemplos clásicos como Cicerón, de cuyos preceptos retóricos destaca Garsten la «firme convicción moral» y el interés por «preservar los espacios institucionales para la controversia». Creo que Rajoy, con su brillante uso de la argumentación y del discurso, ha sido en efecto un modelo de esa capacidad que los antiguos llamaban decorum, y que se ocupaba del «orden y medida en cuanto se hace y se dice», pues como explicaba el gran tribuno romano en su Brutus: «Nadie puede decir bien sino quien comprende las cosas con prudencia; por lo cual, quien se esfuerza en la verdadera elocuencia trabaja también la prudencia, que da la tranquilidad aun en las mayores batallas».
No le han faltado batallas a Rajoy ni han sido pocas las peripecias de esa Odisea que, más pronto que tarde, será contada por un Homero que le haga justicia. Mientras tanto, el presidente tiene la gratitud de todos los que hacemos nuestro ese mensaje suyo, tan cargado de dignidad como las palabras del Ulises de Tennyson: «Lo que somos, somos: un espíritu ecuánime de corazones heroicos, debilitados» –momentáneamente– «por el tiempo y el destino, mas fuertes en voluntad para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse».
Muchas gracias presidente.
Ana Pastor Julián, presidente del Congreso de los Diputados.