Odiseo en el país de los lotófagos

Me costaría quitarle la razón a quien alegara que la elección del lema Amanecer en la Odisea, para bautizar la campaña militar encaminada a aplicar la resolución 1973 de la ONU en Libia, corrobora una vez más que en toda Junta de Jefes de Estado Mayor hay rincones en los que la cursilería rivaliza con la disfunción eréctil.

Pero hoy no voy a seguir a Kubrick a lomos de las metáforas fálicas de su doctor Strangelove por dos motivos. Primero, porque en mi aversión a la guerra cabe el uso proporcionado de la fuerza para evitar la consumación de un mal mayor en marcha. O sea, el estado de necesidad. Y segundo, porque, allí donde se halle, este virtuoso del marketing militar merece la gratitud debida a quien te abre la puerta detrás de la que encuentras la idea, el tema, el guión, el argumento de un domingo más.

Al invocar la segunda de las grandes obras de Homero, este relaciones públicas de la coalición, quién sabe si el propio Sarkozy, nos ha hecho subir a todos a bordo del Argos, justo cuando está a punto de iniciar el largo regreso a Ítaca -¿qué otro momento puede si no evocar el amanecer?- tras la interminable guerra de Troya. Que cada uno se detenga donde quiera, pero yo lo voy a hacer en el canto IX cuando Ulises/Odiseo desembarca con sus compañeros en el país de los lotófagos o comedores de la almibarada flor de loto que crecía por doquier.

Cuando tres de los argonautas, aceptando la hospitalidad de los nativos, probaron su delicioso manjar, experimentaron una sorprendente transformación pues «ya no querían llevar noticias ni volverse, antes deseaban permanecer con los lotófagos, comiendo loto, sin acordarse de volver a la patria». De repente habían olvidado quiénes eran, de dónde venían, cuáles eran sus ancestros, pero también cuál era su propósito, misión y compromiso con el porvenir. Para ellos sólo existía el presente y, por eso mismo, eran felices porque, como ha escrito el psiquiatra argentino Sergio Halsband, «en el Paraíso no hay ansiedad, pero tampoco hay memoria».

Según el poema épico, Odiseo se negó a ingerir la flor de loto y ordenó trasladar a los afectados a la cubierta del barco y atarlos allí hasta que se les pasara la amnesia. No sabemos si alguno de ellos estuvo entre los devorados por Polifemo en la siguiente escala, en la tierra de los Cíclopes, pero su síndrome ha sido utilizado a menudo como antecedente del escapismo de quien no se siente constreñido por sus orígenes, se deja llevar por el viento de la coyuntura y encima, ni siente ni padece alteración emocional alguna por esa falta de coherencia. ¿Blanco y en botella…? Pues Zapatero, dirán y acertarán.

Estaríamos así, con 28 siglos de retraso, planteando una variante a la narración de Homero: Odiseo también se endilgó una buena ración de loto. Y el hecho de que diversos estudiosos hayan ubicado el país de los lotófagos en la isla de Yerba, frente a la costa de Túnez, permite al menos esbozar la teoría de que el supuesto regreso de Zapatero de Qatar a Madrid, para pasar la noche en La Moncloa antes de visitar al día siguiente Túnez en su reciente periplo, fue una cortina de humo, un anzuelo tendido a la prensa más voraz, para ocultar una fructífera excursión en pos del néctar del olvido a la llamada isla de las 100 mezquitas que sirviera en su día de bastión a Barbarroja.

Demasiado ingenioso para ser verdad. Sobre todo, porque si de lo que estamos hablando es de que los bandazos sonámbulos del presidente obedecen a la ingesta de algún tipo de sustancia, sólo podríamos concluir, en función tanto de la intensidad como de la frecuencia de tales espasmos, que ya de pequeño se cayó, como Astérix, en la marmita en la que se cocía esa poción.

Es cierto que esta vez la rotundidad del tránsito del «no a la guerra» al «sí a la guerra» requería de todo un atracón de la flor de la desmemoria. Pero que un presidente español restringiera la nación a un «concepto discutido y discutible» y, en consecuencia, emprendiera una negociación política con ETA con la territorialidad de por medio o, rompiendo los consensos básicos de la Transición, aceptara un Estatuto de Cataluña plagado de inconstitucionalidades, tampoco son cosas que se puedan hacer en ayunas.

En los últimos meses le hemos visto dar tantas vueltas y revueltas sobre el déficit público, la reforma laboral, la reconversión de las cajas o la energía nuclear, que esta última mutación de paloma de la paz en halcón guerrero tampoco debería sorprendernos o indignarnos demasiado. Máxime cuando en casi todos estos casos -incluida la posición sobre Libia- los cambios han sido para bien.

De hecho lo notorio del actual episodio, más allá de su imperturbable placidez, fruto de la adicción al loto -«Llegué con una sonrisa y me iré con una sonrisa», le dijo el otro día a Raúl del Pozo-, es la renuncia de la oposición a pasarle factura por la incongruencia entre su actual conducta y la que exhibió con motivo de la invasión de Irak. Siempre me quedará la duda de cómo hubiera sido el debate parlamentario del martes si los sondeos no dieran 16 puntos de ventaja a Rajoy y Zapatero no tuviera ya un pie en la fosa de su renuncia a repetir como candidato del PSOE. Porque si bien Rajoy no hubiera dejado de llevarse unas cuantas galletas a cuenta de una peripecia de la que nunca se ha sentido particularmente orgulloso, las hemerotecas le habrían proporcionado todo un arsenal para poner al presidente de chupa de dómine y eso hubiera sido compatible con darle al final su apoyo en la cuestión libia.

Y es que Zapatero no se limitó a desmarcarse de la Guerra de Irak por cuestiones legales, sino que convirtió los argumentos morales de un pacifismo existencial en la trinchera desde la que, paradójicamente, se dirigieron los más virulentos ataques que ha tenido que sufrir un gobierno democrático como el de Aznar. «La única guerra posible es contra la pobreza y la miseria», proclamó el líder del PSOE en enero de 2003 ante la Internacional Socialista en Roma. «Entre la guerra y la paz están los principios», añadió en febrero en declaraciones a Telecinco. «Sentimos los bombardeos sobre Irak como bombardeos sobre el conjunto del mundo», remachó en marzo en el Club Siglo XXI.

Y siendo ya presidente el mantra de la paz fue la coartada de los oprobiosos tratos con ETA y el arma de combate electoral con la que una y otra vez marcó distancias entre el PSOE y el PP. Sirva como botón de muestra aquel mitin de octubre de 2006 en Lérida en el que prometió «no descansar nunca para que la palabra paz sea la que presida en todos los lugares la convivencia», porque «un horizonte de paz no se puede concebir a base de intervenciones militares, sino a base de promover la Alianza de Civilizaciones que es la esperanza para que tengamos un siglo XXI sin la violencia horrible del XX».

La invasión de Irak fue un error político porque la ambigüedad y la división del Consejo de Seguridad de la ONU, unidas a las deficiencias diplomáticas de la Administración Bush, abrieron graves brechas entre los gobiernos y, sobre todo, entre la opinión pública occidental. Nada es tan desaconsejable para un gobernante democrático como apoyar una guerra impopular. Pero en términos morales el dilema era idéntico al que terminará planteándose ante los actuales dirigentes si la aplicación de la zona de exclusión aérea no basta para provocar la caída de Gadafi: derrocar o no derrocar al dictador.

Si por mí fuera, nunca debería utilizarse la fuerza militar excepto para detener una flagrante agresión en marcha, como ocurrió en Kosovo, cuando, por cierto, la OTAN actuó unilateralmente, o como ocurría ahora a las puertas de Bengasi. Por eso estuve también contra la primera Guerra del Golfo respaldada por la ONU. Quiero decir con ello que el principio de legalidad internacional es muy importante pero no debe ser el único a ponderar, máxime cuando las resoluciones de la ONU no son el fruto de una aplicación homogénea del Derecho, sino el resultado de estrategias políticas fluctuantes de muy diversos actores.

Además, si aplicamos ese baremo al que tan rígidamente se aferra ahora Zapatero, es esencial recordar que así como el apoyo político a Bush plasmado en las Azores quedaba fuera de ese paraguas de legalidad, la presencia de tropas españolas en el Irak de la posguerra acababa de ser legitimada por una resolución de la ONU, tan pimpante como la que ahora saca a pasear, cuando su primer acto de gobierno fue retirarlas.

Lo que no debería haberle salido gratis a Zapatero, al menos en términos dialécticos, es su proclamación del «principio humanitario», según el cual «si un estado no cumple la responsabilidad de proteger a sus ciudadanos, la comunidad internacional debe intervenir para asumirla». Fíjense hasta dónde nos llevaría una interpretación de esa tesis en toda su amplia literalidad pues la «protección» podría tener lugar frente a propios o a extraños, frente a ataques militares o catástrofes naturales, incluso frente a políticas económicas que condenen a la población al subdesarrollo, la escasez y la hambruna. Una receta aplicable en el Tíbet -¿por qué no se intervino para detener la sangrienta represión china?-, pero también en Zimbaue, Cuba, Corea del Norte o, por supuesto, en casi cualquier país árabe en el que estén teniendo lugar protestas sofocadas por la fuerza, empezando por Siria. ¿O es que las balas de los sicarios de Asad matan más dulcemente que las de las de Gadafi?

Pero es que incluso ciñéndonos a la comparación Irak 2003-Libia 2011, Rajoy debería haberle preguntado a Zapatero por qué los habitantes del este de Libia -la Cirenaica- tienen más derechos a ser protegidos de la opresión de los clanes dominantes en el oeste -la Tripolitana-, de los que los kurdos y chiíes tenían a ser protegidos del yugo suní liderado por Sadam. Tan pertinente comparación habría tenido la virtud adicional de haber situado la rebelión contra Gadafi en su verdadero contexto de endémica rivalidad regional e intrincadas luchas tribales, sólo coyunturalmente recubierto de aspiraciones democráticas bajo la mirada vigilante del agazapado fundamentalismo islámico.

Han bastado además unos días para que vaya quedando patente la contradicción entre los amplios propósitos de la intervención y sus limitados medios. Los ataques aéreos de los aliados podrán llegar a impedir que los leales a Gadafi -parte significativa, por cierto, del «pueblo libio» en pro del que se dice actuar- bombardeen a los sublevados con aviones o artillería, pero no podrán impedir que sus milicias los tiroteen o ametrallen en cientos o millares de escaramuzas callejeras. Probablemente, lo más realista sea provocar una partición de facto del país e intentar estimular el desmoronamiento progresivo del régimen gadafista mediante el aislamiento y las sanciones. Acabar con él por la vía rápida requeriría invadir Libia con fuerzas terrestres, como se hizo con Irak, y sería incoherente que ninguno de los que nos opusimos a aquello apoyáramos ahora esto.

Bastaría que Obama y Sarkozy se pusieran de acuerdo para que Zapatero también pasara por ese aro; pero ya veremos si el desenlace de esta guerra le coge tan siquiera en La Moncloa porque -tanto si mantiene su hoja de ruta para el próximo fin de semana como si se echa atrás en el último momento- de lo único de lo que podemos estar seguros es de que no pasarán más meses que los años que le costó a Odiseo regresar a Ítaca, antes de que él haya vuelto a León.

De hecho, cualquiera diría que, precisamente ahora, es cuando quien de verdad manda ya en el Palacio de la Moncloa ha ordenado duplicar su dosis diaria de papilla de loto para mantenerlo férreamente amarrado al mástil, de forma que en el momento en que atraviese los escarpados istmos del Comité Federal no pueda ya ni siquiera recordar las zambullidas de las sirenas en los toboganes acuáticos que otrora desembocaban en las fuentes cristalinas de su imaginación.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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