Ofensiva demagógica en Afganistán

La muerte de 15 soldados británicos en Afganistán, en apenas 10 días, levantó recientemente una nueva ráfaga de polémicas sobre la ya interminable guerra. En Gran Bretaña, la oposición tiró hacia donde pudo, echando la culpa al Gobierno de no suministrar a las tropas el equipo necesario para su seguridad. En el fondo, una reacción política parecida a la que habría demostrado la oposición española, porque la causa del goteo de bajas que sufren las tropas de la ISAF-OTAN en Afganistán no se basa en la calidad de las tropas o en su material.
Cuando los norteamericanos desembarcaron en el remoto país centroasiático, allá por el año 2001, la propaganda de guerra insistió en que se trataba del primer conflicto del siglo XXI, a base de pequeños grupos de tropas altamente especializadas, unidades de intervención adscritas a servicios de inteligencia, mucha guerra asimétrica y proxy war. Ahora, según algunos de los estrategas de sofá que pueblan nuestra prensa, resulta que lo que se necesita en Afganistán es «doctrina soviética»: masivas ofensivas, material pesado, bombardeos de alfombra, medios y más medios, batallón tras batallón.

Lo malo es que ya hace meses que se celebró la escasamente heroica retirada de las tropas soviéticas de Afganistán, en febrero de 1989. Otros 10 años antes, en las Navidades de 1979, los soviéticos habían invadido Afganistán con nada más y nada menos que 100.000 tropas y unos 2.000 carros de combate, más un incontable número de helicópteros. A lo largo de la década siguiente, pasaron por esa guerra unos 620.000 soldados soviéticos. Y a pesar de todo, no ganaron.
Las tropas británicas están altamente profesionalizadas y son muy eficaces. Su tasa de bajas se debe a que la doctrina que aplican no acaba de funcionar, y a que son el segundo contingente en tamaño después del estadounidense: unos 8.300 soldados; a más soldados, más bajas. Si las tropas de la ISAF rebasaran los 100.000 hombres (ahora son unos 60.000) y se aplicaran con la agresividad soviética, es posible que se alcanzara la ratio de las 1.500 bajas mortales por año.

En medio de ese trágico baile de cifras, cuando se produce algún incidente serio, no faltan comentaristas que lanzan soflamas para levantar la moral e insistir en que es esencial nuestra permanencia en Afganistán. En ocasiones, el tono entusiasta recuerda el de las crónicas de la prensa decimonónica, cuando se apelaba a la ciudadanía a apoyar cualquier expedición de castigo en algún lejano país, porque los nativos se habían merendado a algún misionero.
El hecho de que se esté produciendo un claro retroceso de la política española hacia comportamientos retratados por Valle Inclán en su Ruedo Ibérico contribuye a reforzar el tono anacrónico de las arengas a favor de la aventura española en Afganistán. Como en aquellos tiempos, se insiste en difusos silogismos para explicarnos que nuestra presencia militar allí evita atentados aquí, cuando más parece que sea al revés; o que el foco principal de peligro terrorista proviene para nosotros del Asia Central, cuando el problema está en el Magreb.

Lo cierto es que el contingente español es escaso y no está preparado para acciones ofensivas sostenidas y de gran magnitud, que es lo que requiere la estrategia norteamericana contra los talibanes. La misma logística es difícil para las tropas españolas: los muertos del Yak 42 y los del helicóptero Cougar son computados en la página web de la ISAF como pérdidas españolas en la guerra.
Los servicios de inteligencia no están preparados para operar a gran escala en países remotos y en circunstancias de guerra. Las tropas no pueden llevar a cabo acciones ofensivas eficaces. En consecuencia, los soldados (la mitad de los cuales son personal de servicios, no combatiente) están confinados en las bases, la mayor parte del tiempo, y mucho nos hemos de temer que, como ocurría hace un siglo en las colonias españolas del norte de África, estemos recurriendo en Afganistán a pagar a los jefes y prebostes locales para que no se muestren agresivos.
En ese caso, y dado que la tradición manda pagar en negro, a saber quién estaría controlando esas partidas, y a cuánto ascienden. Pero, al margen de suposiciones, los gastos regulares de la misión militar en Afganistán ya ascienden de por sí a una suma elevada, lo que es un lastre en estos tiempos de crisis financiera.

En definitiva, si las tropas españolas deben seguir en Afganistán, en nombre de una estrategia europea seguidista de las necesidades norteamericanas, al menos que nadie nos obligue a mostrarnos entusiastas o a comulgar con demagógicas ruedas de molino.
Y, sobre todo, que de vez en cuando se recuerden los porcentajes de británicos (68%), franceses (62%), australianos (56%), etcétera, deseosos de retirar sus tropas de Afganistán; y que nos pregunten a nosotros lo que pensamos. Es de suponer que las cifras irían en aumento si se publicitara que existen otras maneras más fructíferas, pacíficas y rentables para todos de resolver los problema del atribulado país centroasiático.

Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea (UAB) y autor de El desequilibrio como orden, 2009.