Por Fernando Fernández de Andés, rector de la Universidad Europea de Madrid (ABC, 29/01/04):
Decía Musgrave, en su Teoría de la Hacienda Pública que «una dirección inteligente del gobierno está en la raíz de la democracia». Unas elecciones generales nos proporcionan el momento oportuno para discutir las distintas propuestas que los candidatos a la dirección del gobierno ofrecen a los electores. Unas propuestas que debemos considerar con ingenua magnanimidad porque como repite mi padre todas las Navidades, en el prometer no hay engaño, es el dar lo que aniquila. Pero seamos niños, creámos a los políticos en campaña. En el caso del Partido Popular es fácil, porque prometen más de lo mismo. Con o sin Rato, la política económica no variará. Por lo tanto júzguenla ustedes por sus resultados conocidos y no esperen más comentarios.
Más interesante resulta analizar la propuesta fiscal presentada por los socialistas. Se nota la mano de buenos economistas. Tan buenos que evitaron cuidadosamente cuantificar sus compromisos, porque ha llegado la hora de los políticos, no de los contables. Pero la política económica, para ser algo más que ideología, es pura aritmética, el arte de asignar recursos a aquellas prioridades sociales que se consideran estratégicas. Si la prioridad es la estabilidad presupuestaria y el mantenimiento de la presión fiscal, ya sabemos los recursos con los que contamos para hacer política; los ingresos fiscales de este año ajustados por una expectativa razonable de crecimiento e inflación. Si queremos gastar más en algo, tendremos que decir qué dejamos de financiar. Si bajamos algún impuesto, tendremos igualmente que aclarar cuál y a quién se lo subimos. Y el plazo que nos damos para ello. No sé si eso es contabilidad, pero el resto es magia o pura ilusión.
Supongamos que las cuentas están bien hechas. Nos ofrecen rebajar el tipo máximo del impuesto sobre la renta hasta acercarlo al tipo del impuesto de sociedades, al tiempo que ambos se reducen gradualmente al 30 por ciento, y aumentar el mínimo exento. Confieso que me gusta. Y no sólo porque como pensará sin duda algún maledicente veré disminuida mi presión fiscal, lo que por otra parte es legítimo, sino además porque es coherente con la Teoría de la Elección Pública redescubierta por Duncan Black en 1958. Pero además, y sobre todo, porque es consistente con lo que vamos aprendiendo en la Teoría Fiscal sobre el escaso poder redistributivo de la imposición progresiva sobre la renta y con la práctica internacional de los países con los que competimos en atraer recursos. Por eso me ha sorprendido que el vicepresidente económico la haya despachado diciendo que sólo beneficia a las empresas del IBEX. Con lo fácil que le hubiera sido dar la bienvenida al partido socialista a la modernidad fiscal y animarle a presentar cuanto antes un proyecto de ley en esa dirección, con la única condición de que sumen las cuentas y no se saquen conejos de la chistera. Porque conejos y no otra cosa son la confianza en el poder recaudatorio de la lucha contra el fraude y la imposición sobre las rentas de capital.
Aumentar el tipo efectivo de las rentas de capital del 15 al 30 por ciento suena políticamente correcto, hasta que descubrimos que son más de seis millones las familias españolas que invierten en bolsa. Salvo que queramos alimentar la burbuja inmobiliaria, contribuir a la deslocalización de los capitales o abrir otro frente de disputa en Europa. Porque lleva años la Unión intentando armonizar la fiscalidad de los capitales. Tantos que se ha fraguado un amplio consenso sobre la necesidad de gravarlos con una baja retención definitiva en la fuente. Y no por razones teóricas, que hay quien discute hasta que sea legítimo gravar dos veces la misma renta, sino prácticas. La realidad es tozuda y la globalización existe y es deseable. Por eso, las administraciones tributarias han renunciado a perseguir un recurso esencialmente móvil como el capital. Hace años se volvió a hablar mucho del impuesto Tobin que iba a gravar los movimientos especulativos de capital. Hoy ya casi nadie se acuerda de él, porque es ineficaz y contraproducente. Lo mismo pasará con esta propuesta aparentemente atractiva de tratar igual a todas las rentas con independencia de su origen.
Pero confieso que quitando esa ingenuidad, lo que más me ha defraudado de la propuesta fiscal socialista es su tacañería. No hay nada nuevo. Y yo me había hecho tantas ilusiones con el tipo único. Como algunos números he hecho en mi vida profesional, ya sé que las cuentas no cuadran si no estamos dispuestos a reducir en paralelo el gasto público estructural. No esperaba por lo tanto que nadie se suicidara políticamente. Pero lo sustancial del tipo único no es su nombre, sino lo que significa. El reconocimiento de que Hacienda no puede conocer la situación individuad de cada contribuyente para ajustar la presión fiscal a sus condiciones personales. Y que por lo tanto el mecanismo de tramos, deducciones y exenciones es esencialmente un juego de poder, de presión política y de clientelismo electoral. Un juego perverso porque una vez establecidos, se eternizan y crece indefinidamente el gasto fiscal. ¿Qué sentido tiene que en un país preocupado por el precio de la vivienda sigamos subsidiando la compra de este activo? Esperaba un impuesto sencillo, con tres tramos; que se rellenase en medio folio. Incluso que prometieran que Hacienda lo haría por nosotros. Y que dejasen de jugar a la redistribución por el lado de los ingresos. Que las preferencias políticas se explicitasen por el lado del gasto público y así serían transparentes.
Y un mayor papel de los impuestos indirectos, de la imposición sobre el consumo; que está lejos de ser regresiva y hay espacio para aumentarla sin generar excesivas tensiones inflacionistas. En su lugar me he encontrado con algunas muestras de despotismo ilustrado disfrazadas de excepción cultural a la francesa o de intentos de conducir el gasto de los consumidores hacia aquellas actividades socialmente correctas. El IVA sobre las bebidas alcohólicas o el tabaco habrá de subir porque así se ha decidido en Europa y fundamentalmente porque tiene un fuerte poder recaudatorio al ser bienes de consumo inelástico. No porque queramos apartar a los contribuyentes del pecado, ¿o es que el vino no produce alcohólicos y la ginebra sí? Si la lógica de la simplificación tributaria implícita en el tipo único es correcta, dejemos de jugar a dictadores benevolentes y apliquémosla también a la imposición indirecta.
estabilidad presupuestaria y es esencialmente continuista con los inevitables tintes populistas y guiños a la tradición clásica del progresismo. Concedamos, que ya es conceder, que son capaces de cuadrar los números sin grandes excesos. Confiemos en que sean los trazos gruesos del programa definitivo. El país habrá ganado en estabilidad y la alternativa económica en seriedad. Pero existen muchas dudas, muchas críticas internas y externas de sus potenciales aliados. Si se presentan con este programa ante los electores, la campaña se basará en la credibilidad de los gestores. Una dura apuesta frente a un gobierno con indudables éxitos económicos. Serán inevitables los deslices verbales para subrayar las diferencias. Pero los electores los usarán para discriminar la capacidad de gobernar inteligentemente de acuerdo a lo prometido. Si no lo hacen, Musgrave se lo recordará.