Ojalá Bush fuera conservador

Por Irene Lozano, periodista, lingüista y Premio Espasa de Ensayo 2005 (ABC, 01/11/06):

EL presidente de Estados Unidos se define a sí mismo como un patriota, asegura defender los valores americanos e identifica su «guerra contra el terrorismo» con la salvaguardia de esas esencias. Sin embargo, la Ley de Comisiones Militares recién aprobada por el Congreso, impide a los sospechosos de terrorismo el recurso de habeas corpus, un viejo derecho que, en las sociedades justas, permite a los detenidos solicitar que un juez revise la legalidad de su detención.
El habeas corpus tiene tal arraigo en EE.UU., que cuando todavía era colonia británica los revolucionarios ya lo consideraban una de las protecciones básicas de la libertad individual. Como tal se incluyó desde los orígenes en su Constitución, precisando que no puede suspenderse, «salvo que, en caso de rebelión o invasión, la seguridad pública lo requiera». Las garantías frente a una detención arbitraria forman parte de los valores esenciales de aquella nación, y de hecho, desde la Guerra Civil, ningún presidente las ha suspendido. Pero Bush las liquida de un plumazo en nombre de esos valores.
Se dice que Bush es ultraconservador, de hecho, él mismo llamó a su política «conservadurismo compasivo», pero lo cierto es que la Ley de Comisiones Militares introduce cambios radicales. Prohíbe, por ejemplo, que los procesos se basen directa o indirectamente en las Convenciones de Ginebra, un tratado internacional para la protección de los civiles y los soldados en tiempo de guerra cuyas bases se sentaron en 1864. En nombre del conservadurismo y la ley, se pisotea una larga tradición legal. Dice Bush que así se salvarán vidas estadounidenses, pero lo cierto es que el rechazo a las Convenciones de Ginebra dejará a los soldados norteamericanos en otros países en una situación de indefensión.

Las comisiones militares garantizarán a los acusados, en opinión de Bush, un juicio justo en el que podrán escuchar las pruebas contra ellos. Sin embargo, si la administración considera que revelar algunas de esas pruebas puede beneficiar a los terroristas, el detenido no las conocerá. El criterio para decidir qué información puede resultar útil a los terroristas es discrecional y, de hecho, otorga al Estado una zona de sombra que permite condenar a un acusado sin que sepa en base a qué se le impone el castigo. La Ley no obliga al Gobierno a liberar a presos que no hayan sido acusados, como tantos en Guantánamo, ni siquiera a los que hayan sido exonerados por un tribunal. En nombre de la justicia, se acepta la detención indefinida y arbitraria, o sea, injusta.

De manera explícita la Ley prohíbe la tortura, la violación y los experimentos biológicos con los detenidos, que constituirían crímenes de guerra. Pero se admite el endurecimiento de los interrogatorios, y la coerción física y psicológica sobre el detenido. ¿Cómo es exactamente un interrogatorio coercitivo? Sólo Bush lo sabe: él tendrá la potestad de definir cómo se puede presionar al interrogado. Deberá hacer públicos sus criterios, pero como la Ley autoriza por otro lado los interrogatorios de la CIA -cuyos procedimientos son secretos porque revelarlos «ayudaría a los terroristas a aprender cómo resistirlos», según Bush- bastará con transferir a un detenido a uno de los campos de detención ilegales de la CIA para que la torturita se convierta en tortura.

En realidad, a Bush no le hacía falta referirse a la tortura, pues la octava enmienda de la Constitución de Estados Unidos ya prohíbe los «castigos crueles e inusuales»; por eso hay que sospechar que estas modificaciones legales buscan redefinir el concepto, para establecer que cierto tipo de torturas son aceptables. Pero cuando lo que está en juego son principios esenciales, no vale el juicio cuantitativo, no vale decir «un poquito de tortura está bien, pero mucha no», ni «una cierta presunción de inocencia se puede respetar, pero sin pasarse». Ese discurso resulta a la larga mucho más peligroso que el de los que defienden abiertamente la tortura, ya que éstos, al menos nos escandalizan y nos ponen en guardia. Christopher Graveline, uno de los miembros del Ejército estadounidense que investigó los abusos en Abu Ghraib, lo ha expuesto con claridad en The Washington Post: «Al disociar la responsabilidad penal de los interrogatorios excesivamente agresivos -que podrían considerarse violaciones «menores» de la Convención de Ginebra- y establecer diferentes procedimientos de interrogación para el Ejército y la CIA, nuestro presidente asegura nuevos abusos». Se legaliza la tortura en nombre del rechazo a la tortura.

En innumerables discursos Bush se ha presentado como adalid de la democracia, y ha señalado al terrorismo fundamentalista como la mayor amenaza para los sistemas democráticos. Pero en la Ley de Comisiones Militares se arroga la facultad no sólo de legalizar ciertas técnicas de interrogatorio, sino también de decidir cuándo un preso es considerado «combatiente ilegal». La Ley además deja a su arbitrio mantener los campos secretos de la CIA, donde no rige ninguna de las normas anteriores. En nombre de la democracia, el presidente se dota de poderes excepcionales y mecanismos de opacidad que dificultan el control de sus actos.

Con ánimo tranquilizador, los republicanos han insistido en que estas regulaciones sólo se aplicarán a los extranjeros, lo cual habrá desasosegado a muchos americanos convencidos de que la ley ha de ser igual para todos. Ojalá Bush fuera conservador y respetara esa peculiaridad tan estadounidense de ser un país de emigrantes, donde los que vienen de fuera encuentran una oportunidad, y no un tinglado penal paralelo que los convierte, como escribía hace unos días el editorialista de The New York Times, en «culpables hasta que se demuestre que son culpables».

Todo esto es muy grave, pero además es muy extraño. Porque el escándalo discurre por cauces normales, por las amplias avenidas de la vida pública, sin sobresaltos. En esas avenidas las palabras no designan lo que significan y, sin embargo, no hay mentiras; la verborrea no oculta la verdad, sino que construye una realidad paralela en la que la propaganda no se percibe como tal. Lo importante no es escamotear las trampas al escrutinio público, sino configurar una realidad intrínsecamente tramposa, como pretendía la empresa de El método Grönholm: «No queremos una buena persona que parezca un hijo de puta, sino un hijo de puta que parezca una buena persona». Inmersos en esa espesa niebla están todos. Y el miedo. El miedo de la población a ser víctima de un atentado, el miedo de los intelectuales críticos a ser tildados de antipatriotas, el miedo de los demócratas a ser vistos como «débiles».

En el colmo de la tergiversación, el portavoz del Congreso de EE.UU. acusó de querer crear «nuevos derechos para los terroristas» a los que votaron contra la supresión de viejos derechos de los ciudadanos. Es una forma extraña de hacer política ésta que sustituye el debate de ideas por las emboscadas semánticas y la demolición de los grandes conceptos. Y además es peligrosa, porque quiebra un consenso tan básico que nos pasa desapercibido en circunstancias normales: el del lenguaje.

Es posible que el Tribunal Supremo de Estados Unidos restablezca en el futuro la legalidad, como hizo hace unos meses. Pero no habrá Corte alguna capaz de restaurar los escombros a que se están reduciendo las palabras más nobles ni de darnos un término para designar este tipo de gobernantes a los que no sabemos calificar aunque, eso sí, parecen buenas personas.