Ojalá sea verdad

Si un alienígena leyese las conclusiones de los tres días de reuniones del G-8 en L’Aquila pensaría que la Tierra lleva camino de convertirse en algo parecido al paraíso. Los líderes mundiales se han centrado en combatir el cambio climático y la hambruna en África asumiendo compromisos históricos en ambos sentidos y, como guinda, quien más quien menos pondrá su granito de arena en la reconstrucción del centro histórico de la población sede de la reunión, devastada por un terremoto a comienzos de abril. Solo ha faltado una declaración en favor de la paz del mundo para que esta reunión se pareciese más a una convención de aspirantes a Miss América que a una cumbre de primeros mandatarios mundiales.

Como mis orígenes están en este planeta, me permito ser escéptico. Es loable y hasta saludable que nuestros líderes plasmen sus buenas intenciones en este tipo de reuniones, pero, lamentablemente, no todo es tan bonito como podría hacernos pensar un análisis superficial del encuentro.

Lo más importante es lo que no se ha tratado. En L’Aquila se ha pasado de puntillas por todo lo relativo al mayor problema de la coyuntura actual, la crisis global, que no está, ni mucho menos, conjurada. Nos hallamos en un momento de aparente recuperación a consecuencia de los estímulos fiscales que casi todos los gobiernos desarrollados han puesto en marcha, pero esta recuperación es superficial y puede que transitoria. Los tan cacareados brotes verdes no llevan camino de convertirse en frondosos bosques y más bien antes que después volveremos a hablar de serios problemas globales. No está resuelto el sistema de supervisión, ni la regulación de las agencias de rating, ni los desajustes cambiarios, ni los movimientos especulativos del mercado del petróleo y, en general, de las materias primas. No sabemos cómo reducir el sobreendeudamiento sin que se colapse la economía, ni qué pasará con el comercio internacional, ni con los paraísos fiscales, ni con la ingente cantidad de deuda soberana en circulación, ni con los dólares impresos en exceso, ni qué harán Brasil, Rusia, la India y China o las petromonarquías en el caso más que probable de que el dólar se derrumbe. Demasiadas preguntas no ya sin respuesta, sino ni siquiera formuladas. Habrá que esperar a futuras reuniones del G-20 o de los organismos multilaterales competentes para ver cómo se encaran.

No obstante, hay que reconocer que los temas tratados tienen mucho de positivo, tanto por su contenido directo como por el impacto en la economía, pues no son, ni mucho menos, fruto solo de una sorprendente oleada de altruismo. Comprometerse a reducir drásticamente las emisiones de CO2 implica tener que desarrollar nuevas tecnologías, invertir en nuevas industrias y poner coto al dumping medioambiental. Muchas industrias, especialmente las pesadas, se han deslocalizado a países tercermundistas porque allí es mucho más sencillo, y barato, contaminar. Poner coto a este movimiento tiene sentido ecológico, pero también económico. No podemos olvidar que el medioambiente es el mejor arancel a favor del primer mundo. Ahora que los gobiernos tratan de incentivar y de apuntalar la economía, este movimiento es más que correcto.

La ayuda alimentaria, si se hace bien, puede no solo sacar de la miseria a un continente, sino animar al alicaído comercio mundial. Ojalá los recursos comprometidos no se apliquen solo en caridad y mucho menos se evaporen en burocracia y corrupción sino que permitan el desarrollo de países que se encuentran literalmente sumidos en un atraso de siglos. Da vergüenza saber que una pequeñísima fracción de los miles de millones comprometidos en tratar de rescatar el sistema financiero global servirían para erradicar, de verdad, el hambre mundial o la malaria. Realmente, si se quiere se puede.

Es necesario reflexionar sobre la utilidad y composición de unas reuniones que ya ni siquiera son fieles a su denominación: el G-7 es G-8 desde hace años, y en esta ocasión ha acabado siendo casi un G-40, así como el G-20 viene siendo G-veintitantos. Tantas reuniones nos llevan a plantearnos para qué sirven la ONU, la FAO, el FMI, el BIS… es decir, los organismos multilaterales que nacieron precisamente para resolver los problemas que se tratan en estas reuniones. Tal vez sea el momento de mejorar la eficacia de unos organismos absolutamente necesarios pero estructuralmente ineficientes.

Vivimos en un mundo donde la forma es el fondo, y en esta reunión ha habido muchos símbolos e imágenes, desde el plantón de Carla Bruni a Berlusconi a la audiencia del Papa a Obama, pero sin lugar a dudas la elección de la sede ha sido un golpe de efecto magistral de un Berlusconi que antes que gobernante es magnate de la comunicación. Llevando a los líderes mundiales a la devastada L’Aquila no solo ha evitado las críticas que le hubiesen llovido en caso de organizarla en su querida Cerdeña, sino que ha logrado que muchos gobiernos, como el español, se hayan comprometido a financiar la reconstrucción de varios monumentos.
Esta reunión puede que sea demasiado bonita para ser verdad, pero la sensación de incredulidad que nos invade es infinitamente mejor que el rechazo que generaban otras reuniones similares, como la de julio del 2002, de la que lo único que nos queda es la foto de Aznar y Bush fumándose un puro con los pies sobre la mesa. Ojalá sea verdad todo lo que nos han contado esta vez.

José Antonio Bueno, socio de Europraxis.