Olimpismo y elitismo

Sabemos, porque él así lo comentó, que Kafka era un gran nadador y remero. De esto presumía mucho y no así de su obra literaria a la que siempre trató con desdén. Algunas de sus anécdotas más divertidas, en una vida muy corta y compleja, provenían de esas horas cotidianas que pasaba en el club náutico a las orillas del río Moldava. Deduzco que lo que realmente le hubiera gustado ser es campeón de algunas de estas disciplinas. Es decir, que le hubiera encantado ser olímpico y llevarse una medalla de oro. En sus Diarios en ningún momento se refiere a que le hubiera satisfecho ganar el Nobel. El único premio al que se presentó lo ganó un rico aficionado a la literatura. Kafka quedó segundo. El jurado, a la vista de que la cuantía económica no le iba a reportar gran cosa al galardonado, con la anuencia suya, decidió darle el dinero al autor de El proceso.

Durante estas semanas he visto algunas de las competiciones de Tokio, y me quedé sorprendido no solo por el actuar de sus protagonistas sino y, sobre todo, por la repetición machacona y saludable de la palabra élite, la élite del deporte internacional. Me di cuenta entonces que esta palabra tan maltratada últimamente por los miembros de algunos ministerios, por ejemplo, Educación o Universidades, adquiría aquí un valor de esfuerzo, ejercicio, excelencia y organización como siempre tuvo. Una palabra que ahora se tiende a vilipendiar como también al meritoriaje. Cuando en nuestros días la palabra élite se aplica a la educación o a la cultura, también a otros estamentos del Estado y la sociedad, adquiere un sentido negativo y peyorativo. Y en esto ha influido de manera esencial uno de los aliados de este Gobierno: Podemos.

Pierre de Coubertin, cuando se le ocurrió resucitar las Olimpiadas, pensó primero que creaba una nueva religión, sobre todo, cultural. Se basaba en las ideas gimnofilosóficas de Ruskin; en los juegos neohelenísticos de la ciudad inglesa de Shaopshire; y en el Festival wagneriano de Bayreuth. Como el compositor alemán, Coubertin quería que los seres humanos saltasen fuera de la cotidianeidad dejándolos luego de nuevo en el mundo transformados, elevados y purificados. Coubertin, desde el principio, ensalzó el papel de los entrenadores para el ejercitamiento y el adiestramiento de sus pupilos. ¿Acaso un entrenador no equivale a un profesor y los criterios de ambos, para sus alumnos, no son los mismos? La voluntad es esencial para el éxito, para la victoria. Y esta victoria no es contra otro ser humano, sino a favor de toda la humanidad. Y la voluntad, ¿no es también esencial en la educación? Antes, en aquellos primeros años de estos festejos, se llevaban a cabo en presencia de los dioses, con su anuencia y, quién sabe, si con su participación. Coubertin unió a las huellas de la mitología los nuevos tiempos modernos de la revolución industrial. Era una especie de reconciliación entre el pasado y el presente. Al pathos pedagógico del siglo XIX unió el neopaganismo del culto al cuerpo. La competición es un estado de excepción que se añade a la devoción del estadio (este año sin espectadores por la pandemia). Coubertin pretendió una tríada: deporte-religión-arte. Fracasó como fundador de una religión pero triunfó como iniciador de un movimiento basado en el esfuerzo, el entrenamiento, la perseverancia y en la pacífica competitividad. El filósofo alemán Peter Sloterdijk, en su libro Has de cambiar tu vida (2009), hace una ingeniosa comparación entre el culto neo-olímpico al deporte y la Iglesia de la Cienciología creada por el autor de ciencia ficción Ron Hubbard, quien afirmó que el modo más efectivo «de mostrar que no hay ninguna religión consiste en poner uno mismo una en el mundo».

La competición olímpica nació como una subversión del ser humano mediante un principio no-humano: sobrepasar las posibilidades de su cuerpo. De alguna manera, simbólicamente, era demostrarle al Creador (o quien fuere) que nos podría haber hecho, incluso, más perfectos. Todos los entrenadores están destinados a estimular, dirigir, asesorar, animar y administrar las energías de sus representados. ¿Acaso todo esto no es válido para la educación por parte de los profesores hacia sus alumnos? ¿Por qué no se potencia este elitismo en la enseñanza? ¿Por qué un elitismo es bueno y el otro malo? Todos los que compiten, ganen o no , son deportistas prominentes. Pero ¿por qué se le da más valor al deportista que al estudiante? ¿Por qué se le exige más al deportista que al estudiante? En una entrevista, hace unos días, en este mismo periódico, la presidenta del Consejo Escolar del Estado decía lo siguiente: «A quienes se les suspende le provocamos un gran desgaste emocional». El que regresa a casa sin una medalla seguro que sufre más. ¿Ha hecho el alumno ese esfuerzo necesario como lo hacen los deportistas? ¿Ha cumplido con sus deberes? Lo democrático no es aprobar a alguien que no se lo merece, sino la injusticia que se les hace a aquellos que han hecho el esfuerzo y cumplido con su obligación. Según esta presidenta, todos los suspendidos llegan con la lacra de la desventaja. ¿Es que acaso son todos hijos del proletariado? Esta docente añade que hay que dedicar media hora a leer todos los días. Se supone que al margen del estudio, que también se hace leyendo. Profesaurios son calificados, ignominiosamente, aquellos miles de profesores discrepantes. Y para rematarlo afirma que hoy no hay que saber los nombres de los ríos porque todo está en internet. ¿Para qué entonces los estudios y los profesores? ¿Para qué, entonces, cargos burocráticos como el suyo? El mundo está cambiando y hay que adaptarse a él, por supuesto, pero hay principios básicos inamovibles. Se viaja por el espacio, pero los corredores avanzan con sus piernas, o los nadadores moviendo brazos y piernas. Quizá algún día las Olimpiadas ya sean solo robóticas pero, mientras tanto, lo humano juega un papel.

El ejercicio físico y mental siempre será el mismo y la tecnología no debe dominarnos. Sófocles a lo desmedido del ser humano lo calificó ápolis, es decir, apátrida, por estar encima de la polis y sus ciudadanos. Apátrida o apolítico, en el sentido de que comete la impiedad de no participar en la religión ciudadana de la mediocridad, de la dorada alabanza de la medianía. ¿Por qué hacer siempre una tasación a la baja del ser humano y no a la alta? Profesores, entrenadores, tienen que enseñar que hay un lugar mejor y más libre que es el conocimiento de nuestra mente y nuestro cuerpo. La educación de un país debería ser apolítica. Una cuestión de Estado. En España la enseñanza siempre ha sido un desastre. También en la democracia. La mayor parte de nuestros males vienen de ahí. Entrenarse, estudiar, prepararse es ir siempre hacia arriba y no hacia abajo, hacia lo más fácil. Wittgenstein, profesor él mismo, decía: «Encamínate desde las cumbres de la inteligencia a los verdes valles de la estupidez». En nuestros días, la élite se basa en los méritos que el clientelismo político trata de destruir.

El deporte y la filosofía nacieron en el mismo gimnasio. Philosophia hace referencia al honor que se prometía a los vencedores. Era el esfuerzo, la carga, el trabajo duro. La educación es el adiestramiento que hay que transmitir a las próximas generaciones junto a contenidos cognitivos y morales importantes para la vida. El atleta quiere algo que, si bien, no es completamente imposible, sí es poco probable: una serie ininterrumpida de éxitos. ¿Por qué los estudiantes no tienen esos mismos fines? La alta cultura, incluso la élite deportiva, están en peligro por este reaccionarismo antropológico de regreso a la caverna. La envidia, los celos, el resentimiento de quienes fracasan por ellos mismos. La historia de José y sus hermanos, ¿acaso la conoce hoy algún estudiante? Todo esto además se está rebelando contra el don natural. Yo no le puedo tener envidia a Picasso o a los medallistas olímpicos porque me veo representado en ellos. Yo no lo podría llevar a cabo, pero otros lo hacen por mí y yo me beneficio de ese saber físico o mental. Porque sin mi admiración tampoco ellos existirían. Democratización no equivale a destrucción de las élites ni del meritoriaje. Las élites a las que hoy puede incorporarse todo el mundo que cumpla con los entrenamientos, son la defensa del individuo frente a la masificación a la que se está tendiendo no solo en nuestro país.

Kafka, en los deportes, fue un fracasado. Y en la literatura, en vida, también lo fue. Sin embargo, nunca dejó de pelear, de esforzarse, siempre cumplió con su deber, el deber de cualquier persona aunque él lo supiera expresar mejor que muchos: estar en el mundo y no perder la oportunidad de entenderlo y hacerlo entender a los demás.

César Antonio Molina, ex ministro de Cultura, es escritor. Acaba de publicar ¡Qué bello será vivir sin cultura! (Editorial Destino).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *