Hominem occidere non est doctrinam tueri, sed est hominem occidere. Lo escribió en 1554 Sébastien Castellion, autor de una preciosa versión francesa de la Biblia poco después de haberla traducido al latín, la lingua franca de una Europa donde era posible compartir ideas sin necesidad de esperar quinientos años a que alguien las tradujera: matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Fue la arriesgada defensa de la tolerancia ante la muerte en la hoguera, por hereje, del español Miguel Servet, instigada por Juan Calvino, el hombre más poderoso de Ginebra, en la embriaguez de la Reforma. El grito de un humanista contra el crimen y contra el texto que publicó Calvino tratando de justificarlo. Confinado Castellion en Basilea, su opúsculo sólo circuló en unos pocos ejemplares clandestinos hasta su edición de Amsterdam en 1612. Montaigne, que dejó constancia de su admiración por Castellion, no lo menciona, y tampoco lo hace Pierre Bayle en su Diccionario histórico y crítico publicado entre 1695 y 1702, pese a dedicar catorce páginas a ponderar los méritos de Castellion como teólogo y humanista. Hubo que esperar a 1936 para que Stefan Zweig pusiera en valor su defensa de la libertad en Consciencia contra violencia, o Castellion contra Calvino; a 1998 para que el Contra el libelo de Calvino se tradujera al francés; y a 2008 para que mi compañero Juan Antonio Cremades blandiera su lanza de caballero denunciando la ausencia de defensa en aquel proceso injusto: la Inquisición le negó a Servet el derecho a tener abogado porque «no presenta ni un gramo de la apariencia de inocencia que exige un abogado». El largo camino de la verdad. Pero nos equivocaríamos si interpretáramos el Contra el libelo en clave de libertad de pensamiento como mero espacio interior de libertad individual, a nuestro modo. La tolerancia hacia el presunto hereje por cuestionar el dogma de la Santísima Trinidad no se fundaba en el relativismo ético o la neutralidad religiosa, sino en el profundo respeto hacia la humanidad del otro, incluido su derecho al error, y en la doctrina cristiana de la piedad que el propio Castellion sintetizaba parafraseando el Evangelio: «Amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos hacen el mal, tener hambre y sed de justicia». Un principio moral y un sentimiento de compasión universal que Castellion empleaba para autodefinirse: «Por naturaleza y por educación yo no soy más que el horror a la sangre»(ego qui a sanguine totus abhorreo). Horror a la sangre, a toda degradación del ser humano, a la miseria física que no es otra cosa que la miseria moral de quienes la permiten. Por naturaleza y también por educación, que todo se aprende. Para él, afirmar la fe no era quemar a alguien, sino hacerse quemar; soportar el sufrimiento antes que perseguir al prójimo. Doscientos años después Voltaire utilizaría parecidos argumentos para defender a Jean Calas, también torturado y muerto por culpa de la religión. No es posible separar esa defensa de la libertad de conciencia de un sistema de valores y de una moral, históricamente la moral cristiana.
Tenemos otro ejemplo coetáneo en Bartolomé de las Casas, que no defendió la libertad interior de un solo hombre sino la de todos los indios frente a quienes creían librar una guerra justa para someterlos. El poder temporal del emperador buscando nuevas tierras y súbditos y el poder espiritual de la Iglesia convirtiendo infieles para «salvarlos» –es decir, el sistema– debían claudicar frente a la moral y la compasión. Fray Bartolomé nos dejó su mirada directa al fondo de las cosas, sin alternativa para la única respuesta humana: «En estas ovejas mansas, y de las calidades susodichas por su Hacedor y Criador así dotadas, entraron los españoles desde luego que les conocieron como lobos e tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos; y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas y destruillas por las extrañas y nuevas e varias e nunca vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad». Partiendo del horror y siguiendo un derecho natural más allá de la voluntad del poder establecido, llegaba a una conclusión estrictamente jurídica como buen abogado de la causa de los débiles: no había justo título de los españoles para la ocupación de los bienes y el dominio sobre las personas de los indios. La Escuela de Salamanca del derecho internacional entronizó la igualdad, la sociabilidad y la libertad como elementos constitutivos de una communitas orbis en la visión cosmopolita de Francisco de Vitoria, Francisco Suárez o Domingo de Soto, que de las Casas y Vasco de Quiroga llevaron a la práctica en América. Fueron los antecedentes del ius gentium de Hugo Grocio en la Europa racionalista del siglo XVII, germen a su vez del moderno derecho internacional humanitario, común a todos los pueblos, que aún estamos muy lejos de culminar.
Hay en la historia una línea de personajes que han luchado, de palabra y obra, por una humanidad asentada en valores semejantes, y que culmina en los tiempos difíciles de las dos guerras mundiales: Stefan Zweig, Mahatma Gandhi, Albert Einstein, Simone Weil, Albert Schweitzer, Annah Arendt, Albert Camus. Es difícil encontrar equivalentes en estos días de crisis. No hace mucho, mi amigo José María de Areilza, con quien comparto la liberalidad de este periódico y un proyecto de acción para abogados ciudadanos, me facilitaba una lista de las lecturas que el Aspen Institute proponía para un encuentro sobre valores transatlánticos en la encrucijada; una magnífica herramienta de reflexión ciudadana y educación desde la sociedad civil. La última lectura pertenecía a las Meditaciones de Verano, la lúcida reflexión sobre la dimensión ética de la política que Václav Havel escribió en agosto de 1991 cuando era presidente de Checoslovaquia (entre 1993 y 2003 lo sería de la República Checa), una de esas raras horas de transición democrática que, a falta de políticos profesionales, convocan a los intelectuales y elevan el espíritu de los países. Havel decía que nunca construiremos un Estado de derecho si al mismo tiempo no lo hacemos más humano, moral, intelectual y espiritualmente: «Las mejores leyes y los mecanismos democráticos mejor concebidos no garantizan por sí mismos la legalidad, la libertado los derechos humanos– en suma, aquello a lo que se orientan– si no están sustentados por ciertos valores humanos y sociales », porque « sin valores morales y deberes compartidos y profundamente arraigados, ni el derecho, ni los gobiernos democráticos, ni la economía de mercado funcionarán correctamente». ¿Qué políticos sustentan hoy este discurso? ¿Quiénes empeñan su vida en ese ejemplo? Y lo que es más grave, ¿dónde, cuándo y cómo se estudian estos valores?
De la tartamudez no hay por qué hablar tartamudeando y de los valores morales, por vagos y relativos que sean, no hay por qué hablar con vaguedad, de cualquier manera, dejándolos al albur de la conciencia individual. Durante siglos Europa creció culturalmente cultivando el estudio de la filosofía moral, social y política, en una concepción integral de las humanidades que abarcaban desde las filologías a la teología, pasando por la jurisprudencia. La crisis de las Iglesias y la dictadura del mercado han desplazado a las humanidades del centro del sistema educativo y, de paso, han arrinconado los valores morales en lo más recóndito de las almas desde donde, como vemos –o no vemos– cada día, cuesta mucho que se abran paso hasta la acción pública por entre una maraña de intereses personales, corrupción y mediocridad. Este escenario decadente sólo podrá revertirse educando en los principios del humanismo; enseñando, por ejemplo, que dejar morir al hombre no es defender el sistema social o político del momento, tan proclive a prioridades locales y efímeras, es dejar morir al hombre.
Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
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matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre.
La doctrina es la forma en que sustenta un pensamiento, tu verdadero pensamiento, no el que aparenta compartir, desde un punto de vista local en un área cerrada, un grupo cerrado, de trabajo, familiar, donde se oprime, denigra a una persona porque es muy grande de edad, carente de estudios o limitado en ciertas actitudes necesarias para la interacción social, es fácil observar como aun los que decimos defender los mas básicos derechos de las personas, somos los primeros en romperla.
Desde buscar un culpable en cualquier error, buscar beneficios adicionales o privilegios ya nos esta indicando nuestra incapacidad de ser congruentes con nuestra doctrina de decir que somos iguales y que todos merecemos el mismo trato, como lo dice el Presidente sudamericano Mujica, parafraseando "hay que hacer escuelas y mas escuelas por que la educación es la llave de la libertad del ser humano", por lo que considero que al hablar de matar a un hombre no es propiamente el acto físico, sino un acto que involucra emociones, psique, donde no solo matamos, sino que hacemos que las personas se suiciden en sus aspiraciones y valores, por que si bien es cruel quitar la vida a una persona, es todavía mas cruel y cobarde quitarle sus sueños y aspiraciones.