Ómicron es una amenaza, pero no necesitamos más confinamientos en Estados Unidos

Peatones con mascarillas en San Francisco, California, el 4 de enero de 2022. La variante ómicron del COVID-19 es la actual preocupación, pero las vacunas han demostrado ser eficaces. (David Paul Morris/Bloomberg)
Peatones con mascarillas en San Francisco, California, el 4 de enero de 2022. La variante ómicron del COVID-19 es la actual preocupación, pero las vacunas han demostrado ser eficaces. (David Paul Morris/Bloomberg)

Estamos entrando en el tercer año de la pandemia en medio de una situación confusa. Estados Unidos ha superado con creces el número de infecciones diarias por COVID-19, en comparación con el pico previo del invierno pasado, pero muchos negocios permanecen abiertos, los estadios están repletos y los niños regresan a la escuela. Los titulares de las noticias anuncian que “las infecciones por ómicron parecen ser más leves” que las variantes anteriores. Sin embargo, este podría ser “el peor problema de salud pública de nuestras vidas”.

Esta es la clave para entender las aparentes contradicciones de nuestra situación actual: el riesgo para los individuos es bajo, mientras que el riesgo para la sociedad es alto. Las soluciones políticas que exigen un sacrificio individual alto no funcionarán; en su lugar, debemos reconocer el agotamiento de la población y proponer estrategias prácticas que mantengan el funcionamiento de la sociedad.

Las investigaciones apuntan cada vez más a la conclusión de que la variante ómicron causa una enfermedad menos grave que las variantes anteriores. Además, la vacunación —en especial con una dosis de refuerzo— parece brindar una alta protección contra las hospitalizaciones y la muerte. El tsunami de transmisión viral causará que muchas personas vacunadas contraigan infecciones posvacunación, pero la gran mayoría presentará síntomas que estarán a medio camino entre un resfriado leve y la gripe.

Es por eso que no es razonable pedirle a las personas vacunadas que se abstengan de realizar actividades prepandémicas. Después de todo, el riesgo individual para ellas es bajo y el precio de mantener a los estudiantes fuera de los colegios, cerrar restaurantes y tiendas, y detener los viajes y el comercio es elevado.

Al mismo tiempo, la dinámica de tener un virus fuera de control representa una amenaza existencial para la sociedad. Hay tantos bomberos y personal médico fuera de servicio debido al COVID-19 que Cincinnati tuvo que declarar un estado de emergencia. Uno de cada seis oficiales de Policía en la ciudad de Nueva York tuvo síntomas o fue diagnosticado con COVID-19 la semana pasada. Se han cancelado miles de vuelos, en parte debido a carencias en el personal por los trabajadores en cuarentena.

La situación a la que se enfrentan los hospitales es particularmente grave. Al menos seis hospitales de Maryland han cambiado a estándares de atención de crisis, tras señalar el agotamiento de los recursos existentes. El estado de Nueva York le ha pedido a 32 hospitales posponer las cirugías programadas electivas que no sean urgentes. Los líderes de nueve hospitales de Minnesota publicaron un anuncio que comenzaba con la frase: “Estamos desconsolados. Estamos abrumados”.

Estados Unidos tiene tres opciones para lidiar con esta oleada. Primero, podríamos volver a imponer las cuarentenas. Si bien algunos países europeos y asiáticos han elegido este camino, creo que aquí eso sería imposible. Aunque el confinamiento puede controlar más rápidamente a la variante ómicron, no existe el apetito político ni el respaldo público para este nivel de sacrificio colectivo.

La segunda opción es dejar que la ómicron siga su curso. Existe una corriente de pensamiento que plantea que la ómicron es tan contagiosa que infectará de cualquier manera a casi todos, y es mejor contraer esta variante y desarrollar inmunidad adicional. En lugar de tratar de detenerla, podríamos tratar a la ómicron como solemos hacerlo con un resfriado común: no aislar a las personas con resfriados, y no implementar cuarentenas y confinamientos aliviaría la escasez de personal y mantendría activa la economía. Sin embargo, este camino de propagación incontrolada empujaría a muchos hospitales al límite, y los pacientes podrían morir por no tener acceso a atención médica oportuna.

Existe una tercera opción, que tendría como objetivo salvar nuestros hospitales y al mismo tiempo minimizar las disrupciones. No necesitamos pedirles a las personas que se queden en casa, pero deberíamos exigirles que utilicen cubrebocas de alta calidad en todos los espacios públicos interiores. No es necesario que cancelemos las concentraciones, pero deberíamos exigir pruebas de vacunación (y de refuerzos) para poder ingresar a restaurantes, gimnasios, cines y eventos deportivos que se realicen en espacios cerrados.

La semana pasada, los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) anunciaron que acortarán el período de aislamiento para los infectados con COVID-19 de diez días a cinco. La medida podría ir aún más lejos, no hasta eliminar los requisitos de aislamiento para todos sino para reducir o incluso eliminar el aislamiento y la cuarentena (al tiempo que se exige el uso de cubrebocas de alta calidad) para quienes trabajan en seguridad pública, transporte, educación y otros trabajos críticos.

Mientras tanto, debemos hacer mucho más para proteger a las personas más vulnerables, como garantizar dosis de refuerzo para residentes y personal de hogares de adultos mayores, aumentar la producción de anticuerpos monoclonales preventivos para los inmunodeprimidos y acelerar la aprobación de la vacuna para menores de cinco años.

El gobierno del presidente Joe Biden debe tomar la iniciativa y afirmar que está tomando estas acciones por necesidad. Estas no son las estrategias científicamente más sólidas o eficientes para frenar el COVID-19, pero son el camino intermedio práctico que equilibra lo que los estadounidenses pueden tolerar con lo que debemos hacer para evitar el colapso de nuestro sistema de atención médica.

Esta es nuestra nueva realidad de aquí en adelante. Es posible que aparezcan oleadas de nuevas variantes cada año, o incluso cada varios meses. Mientras las vacunas continúen ofreciendo protección contra enfermedades graves y el riesgo para la mayoría de las personas siga siendo bajo, nuestro paradigma debe pasar de prevenir infecciones a detener la devastación social.

Leana S. Wen, a Washington Post contributing columnist, is a visiting professor at George Washington University Milken Institute School of Public Health and author of the recent book "Lifelines: A Doctor's Journey in the Fight for the Public's Health." Previously, she served as Baltimore’s health commissioner.

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