Once años de épica sin réplica

El relato dice más o menos así:

«Cataluña, formada por gente responsable y austera, paga lo que otros gastan, y cuando pide su parte en reconocimiento de su identidad, se la ignora o se la humilla. Los catalanes ya no aguantan más ni el ninguneo ni la ofensa de España. Y quieren decidir sobre su futuro. Punto».

El resto de España cree que esta sencilla narrativa es una mera argucia para la secesión. Pero lo cierto es que en Cataluña ocho de cada 10 catalanes quiere una consulta, aunque quizá sólo cuatro o cinco de cada 10 querrían vivir en la República de Catalunya. Esa ha sido y es la gran trampa tendida por los independentistas, su éxito estratégico de manual, y también la perdición del nacionalismo moderado, burgués y biempensante de CiU, que está sufriendo un deterioro proporcional al engorde de ERC.

¿Cómo fue posible la construcción de ese relato? ¿Cuándo comenzó? ¿Por qué no ha existido uno alternativo, siquiera con la mitad de la fuerza del irresistible dret a decidir?

Los planetas comenzaron a alinearse para los independentistas en 2003, cuando se formó la alianza nacionalista de izquierdas (incluyendo en ella a Pasqual Maragall) que tras un cuarto de siglo arrebató el Gobierno a CiU. En estos 11 años, no lo olvidemos, el independentismo de ERC ha tenido cada día la llave del Gobierno catalán, estuviera éste presidido por Maragall, por Montilla o por Mas. Tampoco ignoremos que todo esto terminará casi seguro con Junqueras ganando unas elecciones que sólo podrán ser autonómicas aunque se convoquen como plebiscitarias.

En esta década larga ha habido una decena de ocasiones sublimes para reforzar el victimismo catalán, tarea en la que se han afanado los grandes partidos, de uno y otro lado: «No nos reconocen como nación»; «ponen mesas petitorias contra nuestro Estatuto»; «el Constitucional es el muro de nuestras aspiraciones como pueblo»; «queremos financiarnos como vascos y navarros pero nos dicen que no» (alguien solucionará algún día la aberración de esos conciertos, dicho sea de paso); «impiden que una gasista catalana pueda comprar una eléctrica española»...

Si pusiéramos a cuatro economistas a justificar el agravio catalán y a otros cuatro a desmentirlo, podrían hacer el trabajo unos y otros con similar solvencia. Pero lo cierto es que la victimización ha sido dominante en Cataluña durante la década.

La alineación planetaria se produjo hace dos años. El relato alcanza el punto más dramático, se sintetiza, acelera y se acerca al desenlace. Seiscientas mil personas (según cálculos de La Vanguardia, aunque los convocantes dicen millón y medio) reclamaron en la calle que Cataluña es «un nuevo Estado de Europa», y desde aquella histórica Diada de 2012 hasta hoy, hemos asistido a la cuidadosa puesta en escena del proceso de emancipación de un pueblo que clama por decidir en libertad su futuro. Desde entonces, Mas parece ese cónyuge que ha decidido ya divorciarse pero que simula agotar las posibilidades dialogando con su pareja por última vez. Ha ido a Moncloa a un diálogo imposible para demostrar que España no escucha a Cataluña. Ha tolerado un cambio de facto de la senyera por la estelada. Ha promovido dos Diadas independentistas y masivas. Se ha repartido funciones con la Asamblea Nacional Catalana, para que esto no parezca una iniciativa de Junqueras y de él mismo, sino del pueblo catalán. Y por supuesto, he ahí el gran acierto, ha enmarcado el problema como el derecho de una sociedad a decidir su futuro, no como un referéndum por la independencia. Ha definido el objetivo como el nacimiento de un nuevo Estado, no como una ruptura. Sin dramatismo, nos dice. Junqueras y él y la miríada de apoyos civiles con que cuentan presentan un relato festivo, optimista, familiar e inspirador. Y para votar Sí y Sí. En el otro lado, los del No y No son anti-catalanes, pesimistas y aguafiestas.

Es innegable que hay en Cataluña un fuerte sentimiento de agravio, de hartazgo y de ganas de votar. Basta con pisar un bar de Barcelona para vivirlo. Pero es muy ingenuo pensar, o muy falaz decir, que se ha generado espontáneamente. Mas dice estar escuchando un clamor, pero son él y Junqueras quienes lo han promovido primero, para luego reclamar el derecho a decidir. Como esos artistas de circo que ponen platos a rodar sobre más y más alambres, son ellos los que han planteado el problema para luego ofrecer la solución. Y han contado en ello con la complicidad de la mayoría de las fuerzas políticas catalanas, y también la concurrencia del PP, con su torpeza habitual al hablar con Cataluña.

Hoy parece ya tarde para plantear un relato unionista tan poderoso como el del derecho a decidir. Tan generalizada ha sido la denuncia del agravio que el agravio se percibe como real. Y tanto se ha escenificado la tensión entre quienes reclaman el derecho a decidir y quienes lo niegan, que Cataluña hoy pide que la dejen hablar. Quienes, como yo, queremos que Cataluña siga siendo España, nos encontramos atrapados en esa trampa retórica fatal: nos dan miedo las maniobras que sesgarían cualquier consulta a favor de la independencia, pero nuestra argumentación flaquea cuando el 80% de los catalanes nos dice que sólo pide que le dejen votar.

Luis Arroyo es consultor de comunicación y autor de El poder político en escena.

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