Viajé por primera vez a Montevideo en el verano austral de 1984. Encontré una ciudad muy luminosa y soleada, aunque muy decadente; una ciudad que es fundación canaria (fui buscando la huella de las islas) y el territorio vital y literario de un escritor que admiraba mucho: Juan Carlos Onetti. ¿Cómo podía Onetti haber escrito de aquella ciudad unos relatos con paisajes tan grises y personajes oscuros, turbios, tirados a la vida como el que tira un cacho de pan a un perro? Había leído a Onetti antes de conocerlo personalmente. Juntacadáveres y La vida breve me parecieron dos logros narrativos de primera magnitud, aunque se notara un dejà vú faulkneriano en muchos de sus páginas y ámbitos. ¿Y qué? En la escritura literaria quien no es hijo de cien padres conocidos no se sabe bien de quién es hijo, de modo que es preferible saber -también para el escritor- de dónde venimos que hasta dónde vamos a llegar. Algunos de sus relatos, además, me pusieron el vello de punta mientras los leía, asombrado por la perfección tal vez inconsciente que Onetti otorgaba a sus criaturas e historias de papel.
Después de pasear por la calle de San José, me fui directamente al Mercado del Puerto, como si fuera uno de los personajes inventados por Juan Onetti. Y allí, mientras me echaba al cuerpo los primeros tragos de ron, me di cuenta de que estábamos en pleno carnaval. El candomblé se hizo cuerpo divino en una epifanía femenina inolvidable. Martha Gullarte, la negra que durante años fue la reina del carnaval montevideano, vino a mi encuentro como viene un hada en el destino soñado de alguno de los perdidos personajes de Juan Onetti. La conversación de la vedette conmigo duró más de cuatro horas, pero se pasó en un segundo. ¿De qué hablamos? De los carnavales de Canarias, de bailes africanos y de Juan Onetti. Le conté a mi bella amiga que un día disipado por las calles de La Isleta, en Las Palmas de Gran Canaria, entramos en un bar del puerto. Había mujeres, marineros y tipos esquinados con botellas de cerveza en la mano. Dámaso Santos, que tanto hizo por Onetti y por toda la literatura de su época, le preguntó a una joven llamada Sagra que de dónde era. «Uruguaya», contestó ella. «¿Y tú conoces a Onetti?», le volvió a preguntar Dámaso Santos. «¿Quién, el escritor, el director de Marcha? Pues claro, lo he leído mucho». Santos se llevó a un rincón del tugurio a la joven Sagra y no apareció hasta la mañana siguiente. Durante el desayuno en nuestro Hotel Iberia le pregunté imprudentemente qué había estado haciendo toda la noche. «Hablando de Onetti con Sagra», me contestó con una sonrisa.
Había yo conocido a Onetti en Madrid, durante una tenida de amigos en El Bosque. Creo recordar que estaban allí Caballero Bonald y Pepa Ramis, Félix Grande y Paca Aguirre, ta vez Luis Rosales y, desde luego, un joven Paco de Lucía que tocó un par de piezas a la guitarra. Yo había publicado un pequeño ensayo sobre las últimas novelas de Onetti en La Nueva Estafeta y estábamos ya fraguando el I Congreso Internacional de Escritores de Lengua Española que tuvo lugar en junio de 1979 en mi ciudad natal. Onetti me miró durante toda la noche con una dejadez cansina: como si no quisiera mirarme; me miraba como si no pudiera aguantarse lo que me iba a decir de un momento a otro. «Me gustó mucho, muy inteligente», me dijo refiriéndose al ensayito de La Nueva Estafeta. «¡Y eso que parecés tonto!», añadió con una risa que se me asemejó a un bostezo de amanecida.
Ahora, al celebrar su centenario de nacimiento, habrá quien atestigüe haber visto a Juan Onetti en su legendario encuentro con Juan Rulfo, en el bar del Hotel Iberia donde nos alojamos durante el I Congreso de Escritores de Lengua Española. Es mentira. Nadie vio ese encuentro más que una mujer excelsa: la brasileña Nélida Piñón, que había bajado de su habitación al bar del hotel a tomarse un café en esos mismos instantes mágicos. A ella, y sólo a ella, se deben todas las versiones que de segunda mano hemos contado durante todos estos años del encuentro de los dos amigos sabios. Rulfo había bebido licores de todo género hasta que los médicos lo obligaron a pasarse a la Cola-Cola y lo dejaron literariamente seco. Onetti no paró de beber en su vida, y tengo para mí que ese era uno de los motores del novelista en sus años más avanzados, hasta el momento de su muerte. Durante ese encuentro insular, los dos genios literarios hablaron con señales de humo de sus cigarrillos. Ninguno de los dos tenía la costumbre de la cháchara y, según Piñón, se dijeron con la voz pocas palabras, aunque muchas con señales de humo y gestos, como los jefes indios de la gran reserva. Durante años creí que ese había sido el momento en que se habían conocido Onetti y Rulfo, pero Germán Marín, el novelista chileno, me sacó del error durante una cena hace cinco años en un restaurante italiano en el centro de Santiago. «Estás equivocado», me dijo, «se conocieron aquí, en Santiago, en 1962, durante otro encuentro de escritores».
La última vez que vi a Juan Onetti vivo fue en la Avenida de América de Madrid, a un par de cuadras de mi domicilio y muy cerca del suyo. Caminaba seguro, aunque tambaleándose lentamente, y venía de comprar alcohol «para aprovisionarse debidamente», me dijo con esa risa que parecía un bostezo de amanecida. Por entonces, yo seguía leyéndolo con fervor. En cada una de sus páginas trataba de buscar el «truco» de aquella perfección literaria tan deslumbrante. Sus relatos comenzaban sin pies ni cabeza para luego ir hipnotizando al lector hasta el instante mismo en que, atrapado como una luciérnaga en la luz, no le queda a uno más remedio que rendirse ante el puzzle narrativo completamente terminado, con todas sus piezas en su lugar exacto. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo Escher y sus imposibles laberintos dibujados sobre su imaginación?
Un día me atreví a preguntarle a Onetti por Martha Gularte. Me miró con asombro. Me auscultó unos segundos, como si yo fuera un incipiente modelo para uno de su nuevos y viejos personajes. Después suspiró profundamente, con nostalgia. «Martita, ¿eeeh?», me dijo por respuesta. Nunca supe si de verdad se habían conocido alguna vez, en medio del carnaval montevideano o en el fondo humano de un boliche cualquiera de aquella ciudad que a mí se me antojó playera, soleada y luminosa. A veces he pensado que dentro de Onetti, dentro de su vida, de sus obsesiones y de sus insomnios, estaban todos los personajes masculinos y femeninos que él se inventó con palabras que, estoy seguro, seguiremos leyendo durante muchos años. El sujeto de culto en el que se ha convertido Onetti en estos últimos tiempos tiene una lógica que se origina en su magia literaria. Me da la impresión de que escribió para dentro de cincuenta años, como Stendhal, y que nosotros somos unos privilegiados por leerlo y así adelantarnos y recordar el futuro.
J. J. Armas Marcelo, escritor.