Opalescencia crítica

Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 20/11/03):

Esta Tercera versará sobre Cataluña, y luego sobre más cosas. Pero antes tengo que hablarles de la opalescencia crítica. La opalescencia crítica es un fenómeno físico que se produce cuando el agua contenida en un recipiente se calienta hasta 374 grados y se somete a una presión muy alta. Lo que ocurre entonces, es que el agua se convierte en vapor antes de hervir, y ya no se sabe lo que es agua y lo que es vapor. Es todo un mismo fluido, continuo y a la vez incierto entre el estado líquido y el sólido. En ese trance, el agua/vapor, o vapor/agua, emite unos destellos irisados que recuerdan a los del ópalo. De ahí el término «opalescencia». La política catalana ha entrado en una fase de opalescencia crítica. Cualquier partido, a excepción del PP, está en disposición de hacer cualquier cosa con tal de entrar en la Generalitat. «Cualquier cosa», significa X y también lo contrario de X. Si CiU tuviera una varita mágica, y con ella la posibilidad de invertir el curso del tiempo, elegiría un escenario gemelo del que ha estado vigente durante los últimos cuatro años: pacto de legislatura con el PP. El pacto resguardaría a los convergentes de los diablos nacionalistas que llevan dentro del alma -aunque sólo de una parte de su alma-, y les franquearía oportunidades sabrosas si, por ventura, Rajoy precisa de su apoyo después de los comicios de marzo. La aritmética ha frustrado esta posibilidad. Y no es impensable que CiU selle una alianza con Esquerra en virtud de la cual se vea arrastrada a radicalismos y aventuras por los que no siente vocación auténtica. Maragall... quiere juntar garbanzos con Esquerra e Iniciativa. Lo mejor para él, dentro de este esquema, sería, sí, preservar el sesgo nacionalista, pero subordinándolo al concepto «izquierda». Este deseo, sin embargo, es menos apremiante que la necesidad agónica de no quedar extramuros del gobierno. Y se echará por la rampa deslizante del rupturismo si Esquerra no le deja alternativas. Hay más combinaciones, y camas redondas. Anteayer, ha cundido el rumor de un matrimonio CiU/PSC. Sería un mal menor para el empresariado catalán y algunos sectores socialistas. Aunque sólo durante un rato. Nada es descartable. Todos se funden con todos. Todos relucen opalinamente en este momento decisivo.

¿Debe movernos lo que antecede a la reflexión? ¿Nos hallamos en grado de aprender algo, no ya sobre la democracia, sino, más allá de la democracia, sobre la vida moral? Sí. Empecemos... por la democracia. Contra toda evidencia, persistimos en concebir la organización del poder en las democracias como un reflejo, o una emanación, de la voluntad popular. Parece que la voluntad popular fuera una suerte de protoplasma, dotado de movimiento y de instintos, y que los seudópodos del protoplasma fueran los partidos. La voluntad popular anhela esto o lo otro, y lo ejecuta o persigue a través de los partidos. Pues no. El episodio catalán desmiente esta composición de lugar doblemente. Primero, resulta por completo inhacedero, cuando la formación de mayorías depende de un partido pequeño y de tendencia radical -en el caso presente, Esquerra-, establecer una relación entre los propósitos o preferencias del votante medio, y lo que decida hacer la coalición que finalmente se lleve el gato al agua. ¿Qué porcentaje de quienes votaron PSC el domingo sintonizaría con la política que Maragall tendría que desarrollar si pacta con Rovira en malas condiciones? El porcentaje sería pequeño. Y se reduciría a pequeñísimo, si enriquecemos la ecuación con el arco de electorado socialista que se abstiene en las autonómicas y vota en las generales. ¿Cuántos valedores de Mas le han votado con los ojos cerrados, esto es, aprobando de antemano lo que fuere que termine haciendo si, de nuevo, marca Rovira el compás? Quizá bastantes. Pero serían también bastantes los que se llamaran a engaño. El voto quita o pone gobernantes... a veces. En muchas ocasiones, no hace ni lo uno ni lo otro. Y nunca, o casi nunca, fija la orientación de la política. La democracia funciona de otra manera, lo bastante complicada para que nadie, por lo común, se arranque a explicar al ciudadano corriente la verdad, ni aun dividida por dos.

Un segundo rasgo de la experiencia catalana confirma este punto. Todos los partidos, a excepción del PP, han incluido en su programa la reforma del Estatuto. Se trata de un asunto grave, con consecuencias potencialmente muy serias para la integridad del Estado. ¿Se trata de una aspiración popular en Cataluña? No. Según encuestas solventes, a la pregunta de si se quiere la reforma estatutaria, un 20 por ciento no sabe/no contesta. Un 40 por ciento, responde que no. Y del 40 por ciento que dice que sí, sólo una tercera parte reserva a ese contencioso un lugar alto en su lista de prioridades. Son los partidos, no los votantes, los que han deslizado la cuestión explosiva en la agenda política.

Y ahora permítanme que les hable de lo que realmente me aprieta. De lo que me ha inducido a escribir esta Tercera. No ha sido la política, o ha sido la política sólo de modo indirecto. De joven, yo pensaba que la vida tenía sentido. Este sentimiento está detrás de muchos comportamientos adolescentes. Verbigracia, de la pasión por las novelas. Las novelas son construcciones regidas por la idea de que las cosas conducen a algo, o apuntan a algo. A la gloria, a la perdición, incluso al desengaño. El héroe se mide con el destino, y perece o sobrevive. Pero su pelea con el destino ha sido un encuentro entre iguales. Las novelas son siempre ejemplares: nos ofrecen al mundo en silueta, y dentro del mundo un hueco con nuestro nombre al pie.

Muchas de nuestras emociones más altas -la emoción religiosa, la emoción científica, la emoción moral, la emoción artística-, brotan del lado adolescente de nuestra personalidad, rara vez extinto, rara vez sofocado por un análisis ecuánime de los hechos. El cristiano abrumado por la atrocidad de las cosas inventa la teodicea o se entrega a la fe; el racionalista erige metafísicas; el menos proclive a tareas intelectuales, se enamora a deshora de una mujer treinta años más joven que él. Estos fulgores, de suyo va, afectan a la porción de la especie, no muy grande, que insiste en arder aun cuando vaya muriendo la carne. Pero puede decirse que el empeño por encontrar un sentido al mundo, siquiera residual, recorre, transversalmente, a todos los hombres. Y se manifiesta en nociones candorosas sobre la vida práctica. Sobre la bondad ajena, sobre la justicia, sobre el derecho a ser amado. Y asimismo, sobre la política. Las mentes menos sutiles identifican la política con la gestión de los asuntos públicos, y lo último con lo que determine una inteligencia firme y sabia. De ahí que, tarde o temprano, surjan añoranzas infantiles de un timonel, de un césar, de un dictador benemérito. Los más perceptivos confían en el contrapeso de poderes, en los balances de intereses. Y con bastante fundamento, en la democracia, ese caos controlado. Pero el orden, o lo que un esteta denominaría «estilo», nunca llega a colmo, salvo en las novelas. La realidad nos sorprende, de tarde en tarde, con una sorprendente falta de estilo. Una cristalización local de la política catalana podría echar por tierra muchas cosas, en Cataluña y en el resto de España. No tiene sentido. Y sin embargo, en ésas estamos.

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