Por William R. Polk, miembro del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado en la presidencia de John F. Kennedy. Traducción: Juan Gabriel López Guix (LA VANGUARDIA, 18/03/06):
En lo que fue probablemente la oportunidad mediática más espectacular jamás escenificada, el presidente George W. Bush se plantó el 1 de mayo del 2003 en la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln y anunció el final de la guerra en Iraq: "Misión cumplida".
Ahora, casi tres años exactos después ha dicho: "Habrá más combates duros y más días de lucha, y veremos más imágenes de caos y matanzas en los días y meses futuros". Otros funcionarios anunciaron que la guerra sólo duraría tres años, o quizá diez, a lo mejor veinte y "es de esperar que no más de cuarenta". De todos modos, según se dijo, los estadounidenses no tenían que preocuparse. Las bajas serían razonables.No tendrían que inquietarse por la visión de los féretros (unos 2.500) ni de los heridos (unos 16.000). Ambos se mantendrían lo más lejos posible del alcance de las cámaras y, por supuesto, de las pantallas de televisión. Para evitar la publicidad, el presidente Bush no ha asistido a los funerales de los soldados, como habían hecho presidentes anteriores. Asimismo, la guerra cuesta dinero, sí, pero los costes serían solamente de unos pocos miles de millones de dólares, luego pasaron a ser centenares de miles, y ahora, según el economista y premio Nobel Joseph Stigliz, se sitúan entre uno y dos billones de dólares.
A medida que ha empezado a comprender el coste de la guerra y ha visto imágenes de las repugnantes escenas de torturas llevadas a cabo en cárceles dirigidas por estadounidenses e iraquíes, la opinión pública estadounidense comienza también a dar muestras de creciente insatisfacción. Las encuestas, en las que se basan los políticos estadounidenses para calibrar sus acciones, ponen de manifiesto una persistente tendencia a la baja. La última indica unos porcentajes presidenciales muy por debajo del 50 por ciento, inferiores incluso a los de Lyndon Johnson durante la guerra de Vietnam, cuando se vio obligado a abandonar toda esperanza de presentarse a la reelección. Menos de uno de cada tres estadounidenses cree ahora que Bush tenía un plan para el final de la guerra.
Es probable que todavía sea más inquietante para los estrategas políticos de Washington la actitud de los soldados estadounidenses destacados en Iraq. Según una encuesta elaborada por Zogby International, menos de uno de cada cuatro apoya la decisión del presidente Bush de permanecer en el país "tanto tiempo como sea necesario"; casi uno de cada tres se muestra partidario de una retirada inmediata, y casi tres de cada cuatro pone un límite de un año a la ocupación. Como son mayoritariamente "soldados ciudadanos", esas actitudes repercutirán sobre el voto de sus familiares en Estados Unidos.
Sus actitudes no preocupan demasiado directamente a los estrategas políticos en Washington, pero los iraquíes están más decididos aún a lograr la partida de Estados Unidos. Hace un mes, siete de cada diez iraquíes entrevistados respondieron que deseaban la partida de Estados Unidos en el plazo de dos años; y, entre los musulmanes suníes, la proporción no solamente era más elevada, sino que la contundencia era mucho mayor: casi nueve de cada diez estaban a favor de los ataques violentos contra los estadounidenses. Sin embargo, más o menos la misma cantidad afirmaba que los ataques debían cesar en cuanto se viera que los soldados partían.
Por clara que sea la advertencia que se extrae de esas encuestas, la cuestión es si el Gobierno de Bush querrá o incluso podrá hacerles caso. Las repetidas declaraciones del presidente de que la invasión estaba justificada y de que la ocupación es necesaria para llevar la estabilidad, el orden y la democracia a Iraq primero, luego a Oriente Medio y al final a todo el mundo islámico hacen que sea difícil un cambio radical de política. Sería, como mínimo, un indicio de fracaso y plantearía la acusación de que ha realizado una serie de actuaciones ineptas, peligrosas y probablemente ilegales. Todo presidente estadounidense se muestra preocupado por el lugar que ocupará en la historia y, en tanto que jefe de su partido, debe juzgar qué efecto tienen sus acciones sobre la capacidad de permanecer en el cargo. Por lo tanto, ¿cuáles son sus opciones?
A grandes rasgos, se reducen a dos.
La primera es modificar el rumbo, iniciar una retirada de Iraq esforzándose todo lo posible por disimular el hecho de que la política de su Gobierno no da resultados. El propio partido de Bush está adoptando de modo creciente esta posición. Lo hace porque todos los congresistas y un tercio de los senadores se enfrentan este otoño a la reelección. La lectura de las encuestas les preocupa. Lo normal es que cuenten con la ayuda de la popularidad de su presidente en ejercicio; en la actualidad, los republicanos lo perciben cada vez más como una carga. Se han producido ya unas pequeñas pero inquietantes señales de revuelta. Bush ya no puede contar con congresistas que antes le eran leales. Sus intentos por incidir sobre proyectos de ley como la prohibición de la tortura han sido derrotados. De modo significativo, fue el senador John Mc-Cain, que desea obtener él mismo la presidencia, quien se distanció de Bush en ese asunto. Richard Lugar, presidente del comité de Asuntos Exteriores del Senado, y Henry Hyde, su homólogo de la Cámara de Representantes, no apoyan el muy publicitado acuerdo nuclear de Bush con India. Y, lo más alarmante, cinco senadores de cada uno de los dos partidos han decidido iniciar una investigación sobre la política en Iraq. Aunque está o debería estar controlada por el antiguo secretario de Estado James Baker, que desempeñó un papel importante en la elección de Bush, tales investigaciones suelen adquirir una vida independiente. Ahora bien, aunque Bush haga caso de esas advertencias en privado, en público sigue afirmando rotundamente su determinación de "mantener el rumbo". Ésta es la línea que ha adoptado en los discursos que está pronunciando.
Si la estrategia en Iraq sigue deteriorándose, al menos algunos de los miembros más radicales de su equipo lo incitarán a una mayor implicación militar. Es la otra opción. Un indicio de que quizá se esté decantando por ella se ha hecho evidente con el masivo ataque de este pasado jueves - el mayor desde el inicio de la invasión en marzo del 2003- contra unos pueblos de los alrededores de Samarra. El siguiente paso, de seguirse la estrategia neoconservadora, sería un ataque a Irán. Para justificarlo, los halcones sostienen que Irán se entromete en Iraq y que sigue una política de engaños orientada a conseguir armas nucleares. El caso es que los estrategas políticos de Bush deben ver en sus recomendaciones los posibles beneficios electorales de un Bush como presidente en tiempos de guerra. Así, envolviéndose en la bandera, podrá de nuevo proclamar: "O se está con nosotros o con los terroristas".