Las prácticas extractivas no dejan de provocar asombro e indignación, “enojo democrático” –en afortunada expresión de Enrique Krauze– en una sociedad atónita ante la codicia de quienes, ayudados de circunstancias inquietantes, “convierten el dinero púbico en botín privado”. Cuando se acaba la impunidad, “si te gusta la magia, no preguntes el truco”, arrancan su defensa negando la evidencia.
El último capítulo toma razón en un alto baranda que, administrador de nuestros impuestos, y amparándose en la confianza de su distraída vigilante, se dedicaba a cobrar una rápida comisión, adjudicaciones de suelo mediante.
La proliferación de casos confinaría este nuevo atropello en la abultada nómina penal que copa la actualidad, si no fuera porque sus efectos son perversos sobre la moral colectiva y porque la generación a la que pertenezco no ha hecho la transición que trajo la democracia para que unos desaprensivos descalcen los cimientos del sistema. Por ello, la impugnación no admite circunspección pasmada.
Esta semana, en que he tenido ocasión de conferenciar –con ocasión de un acto de reconocimiento a directivos que, por su buen hacer en la creación de riqueza, han merecido recompensa–, he querido ensalzar el valor del optimismo, a partir de un SMS que recibí hace algún tiempo de un amigo: “La rebeldía ahora es el optimismo”. Aquello trajo a mi memoria el recuerdo de una época bien distinta, en que unos intrépidos idearon y diseñaron internet, los Beatles daban un concierto en la azotea de Londres o los berlineses lograban abrir las primeras grietas del Muro.
Desde entonces, cuando tengo la oportunidad de hacerlo, invito a compartir unas dosis razonables de optimismo vital como forma de no sucumbir al miedo, la amenaza o la depresión. Optimismo entendido como ingrediente esencial de la rebeldía que ayuda a encarar las dificultades que se nos presentan, que no son pocas. Hoy el horror, la muerte, la violencia, la amenaza, el paro, los excesos en la política, las preocupaciones familiares…, todo lucha contra el optimismo.
Ya sé, queridos escépticos (disculpen el vocativo), que el pesimismo goza de mayor prestigio intelectual. También soy consciente del riesgo que comporta el que a uno lo tomen por ingenuo o ignorante. Y más en este tiempo en que priman las actitudes miopes, la guerra de trincheras, el “cuerpo a tierra que vienen los nuestros”, la obediencia sobre la capacidad y el oportunismo sobre el talento.
Pero se precisa optimismo, porque así se ganan las batallas, mientras que al pesimismo no se le ha atribuido ninguna victoria y sí muchas derrotas. La dificultad radica en aprender a aquilatarlo y dosificarlo para que no se malgaste, y tener siempre una pequeña dosis a mano. Porque en plena apoteosis de la sospecha, que se cierne como una sombra gracias al comportamiento escandaloso de unos pocos, la sociedad necesita que le expliquen las causas y que se le den pautas para avanzar. Lo cierto es que hace unos años todos los males se achacaban a la subida del petróleo y del dinero; sin embargo, hoy parece que va peor porque el precio de ambos es bajo. ¿Cuál es la solución? o ¿es que no era ese el problema? El optimista hizo dinero con el escenario económico anterior y también con el actual. El pesimista, en cambio, probablemente perdió con ambos.
Por eso se impone un ejercicio de optimismo rebelde, que se resista al dogma de que algunas cosas son como son y no pueden cambiarse. Es el momento de la rebeldía de las ideas y los valores contra la oscuridad y el pesimismo, contra lo que Vargas Llosa llama el “eclipse de la moral”: “Hay escándalo cuando existe un sistema moral vulnerado por el hecho escandaloso, eso es lo que subleva a toda o parte de la sociedad”.
Ese escándalo que enerva lleva a la desafección, que es lo que se trata de evitar. En nuestro caso, exige ponerse las botas de trabajo para mantener el ánimo y la ilusión, porque se trata, ni más ni menos, de defender la concordia, proteger la unidad, evitar la polarización de la sociedad y atenuar las más bajas pasiones que se erigen en válvula de escape de otros rencores y frustraciones personales.
Estos son los tiempos que nos han tocado vivir. A la espera de que los ciudadanos vayan a votar y lo hagan por quienes apuesten por la estabilidad como valor superior –aunque haya quien ha convertido el modelo de aguantar en un objetivo en sí mismo–, luces largas y mirada adelante, con rebeldía optimista.
Y confieso que todo ello lo escribo con una cierta aprensión, no sea que me ocurra como a Churchill aquella vez que le preguntaron: “¿Usted no se ha tragado nunca sus propias palabras?”, a lo que el premier británico –que cambiaba con frecuencia de opinión– respondió: “A menudo me las he tenido que comer y he descubierto que eran una dieta equilibrada”. Desde luego, el autor de Se cierne la tormenta se tragó muchas palabras, lo que, a juzgar por su físico, no evidencia una dieta precisamente equilibrada. Eso sí, no se rindió nunca ya que, posiblemente, era otro optimista.
Luis Sánchez-Merlo