Optimista pero no idiota

Cada vez que acudo a los periódicos o a la televisión, lo que llamo “el asunto catalán” se me vuelve más aburrido. Por el interés desmedido de los medios creo que esto no tiene trazas de terminarse. En meses, personas como Junqueras, Puigdemont o Rovira se han convertido en figuras warholianas; viven con pasión, y con satisfacción, sus quince minutos de celebridad.

No sé si en la oscuridad presente y futura de la cárcel —que algunos que hayamos sido y por menores que nuestras penas hayan sido no olvidaremos— los presos e indiciados independentistas soportarán esa situación: ese inconfundible tufo a humedad, ese olor a colilla fría, a lejía que no te abandona jamás, ese insoportable perfume cuartelero. Tampoco se puede borrar ese rancho turbio con el que se supone alimentan más que deleitan a encarcelados, según nos recordó el señor Rull, de la eterna sonrisa y sufriente estómago. Curiosamente, después de la oleada rojo y gualda que reinventó el señor Puigdemont, aparecen tímidamente comentarios muy optimistas, sobre todo hechos públicos y firmados después de las elecciones.

Leyendo Cinco días de mayo de 1940: Churchill solo frente a Hitler de John Lukacs (Turner, 2001), se ve que van desapareciendo esos comprensibles derrotistas; así los llamaba Churchill en 1940 cuando se daba a Inglaterra por vencida. Desde hace años a los optimistas como se nos ha tratado de naífs, pero con el primer furgón directo del Tribunal a la cárcel y la aparición de esa cifra, 155, los independentistas han ido viendo claro que esta broma ha durado demasiado y se ha terminado para siempre, aunque las mentiras persistan y hagan que menos de la mitad de los catalanes no permitan el orden constitucional. Todo el resto son anécdotas y rellenos… Y no creo que haya que sufrir un solo momento la falta de mayoría absoluta de los constitucionalistas, es decir, nosotros. Este país ha vivido cosas peores, y si ellos consiguen gobernar en medio de esas espesas natillas, pues mejor que mejor.

Quiero proclamar que lo arriba versado forma parte de esa buena cantidad de deseos, esperanzas, polémicas y anatemas que han amueblado mi vida. Todas mis predicciones políticas han resultado erróneas y toda la historia de España desde que nací se ha hecho sin mí. Es natural, espero no haberme excedido en mi optimismo, porque me convertiría en un idiota optimista más, pero reitero la impresión de que somos más numerosos.

También puedo afirmar que no pondré jamás los pies en Cataluña, como tampoco los puse en la Grecia de los coroneles, ni en la Argentina mientras duraron los verdugos militares. Tampoco puse mis pies en la Cuba de Castro desde mi último viaje, en 1967. Esta actitud no es meritoria por lo que respecta a Cataluña, porque el arte, mi oficio, ya se lo han cargado con ese batiburrillo de estupideces plásticas oficiadas por instituciones independentistas.

Cuando Pujol recriminó a Carlos Taché, el director de mi galería de entonces, para mí para siempre abandonada, porque se exponían a artistas españoles (Saura, Palazuelo y yo); aquel comentario deslizado en Israel en el Huerto de los Olivos (véase también en Israel a Maragall y a Carod-Rovira jugando con la corona de espinas), me dejó indiferente, acostumbrado a que después de seis exposiciones en la galería, ningún organismo oficial hubiera comprado ni siquiera una litografía mía. Y tampoco me inmuté porque el dinero de esa litografía tanto soñada iba a parar en los bolsillos de Miró, Tàpies o Plensa; tampoco me importa cuando veo en la televisión esas caras independentistas reunirse bajo un cuadro tardío de Tàpies celebrando ocurrencias y chorradas.

Tampoco me sorprendió el verme hablando solo y en castellano en la bella aula magna de la Universidad de Barcelona. El caso es que había recibido una invitación para intervenir en un congreso promovido por las universidades de Barcelona y de Berlín sobre la figura de Walter Benjamin. Unos días antes recibí una llamada para invitarme a una excursión a Port-Bou. Decliné pero confirmé mi presencia en la Universidad; antes de colgar mi interlocutora me preguntó en qué lengua tenía yo intención de hablar sobre el desgraciado filósofo. Le dije que en castellano, y ella me respondió que no le parecía aconsejable. ¿Por qué? Simplemente porque el castellano no formaba parte de los idiomas admitidos para hablar de Benjamin: catalán, francés, inglés y alemán. Contesté que ya era tarde para arreglar este entuerto porque resultaba difícil encontrar a un traductor que trasladara mis 15 cuartillas en castellano a las lenguas admitidas.

En aquel parchís el único español era yo. El resto: catalanes, franceses, ingleses, alemanes y algún que otro norteamericano que nunca faltan a este tipo de saraos. Cuando me tocó hablar, en primer lugar me excusé en francés por el hecho de tener que leer mi intervención en castellano, una de mis tres lenguas. Hice examen de conciencia tipo Heberto Padilla en Cuba imitando los procesos de Moscú, prometí que en el futuro aquello no ocurriría jamás y así fue, ya que me juré a mí mismo que jamás en mi vida volvería a poner los pies en aquella Universidad. Me excusé por incurrir en tamaña grosería y, una vez terminada mi introducción en francés empecé, ya en castellano, a propinar a los oyentes un bombardeo en forma de misiles de papel que caían al albur según la intensidad con que salían disparados y la dirección en que los lanzaba. Mientras hablaba con calor de mi admiración por Benjamin, los traductores y las traductoras abandonaron las cabinas, los independentistas aprovecharon la ocasión para ir al baño y los alemanes, que no entendían nada de lo que ocurría —cosa comprensible—, hablaron entre ellos. Para mí se trató de una experiencia más frente a muñecos del pimpampum, y si Benjamin me hubiera podido ver desde el fondo de su tumba, aún no identificada, en el cementerio de Portbou, se hubiera partido de risa de ver aquel despropósito, a él dedicado. Imagino que se hubiera partido de risa porque ese regreso a los juegos de la infancia le habría divertido, aunque reconozco que nunca pude ver una sola fotografía suya en la que sonriera. En mi imaginación, Walter se partía de risa mientras numerosas butifarras de mármol y varias salchichas de madera iban abandonando el aula hasta que yo me quedase solo rodeado de misiles de papel que ya no volarían más.

Después de este episodio cené con Octavio Paz en Madrid y le vi muy alterado. Sabíamos de su carácter amable y tolerante y me sorprendía su semblante demudado. Acababa de recibir la medalla de Sant Jordi, y creo que también en la misma Universidad de Barcelona, donde fue recibido por Jordi Pujol, que se dirigió a él en catalán y ni siquiera se dignó dirigirle un: “¡Hasta la vista!”, a modo de despedida. Enojado, Octavio me decía: “Aquello fue intolerable para mí, eso no se hace jamás con un invitado; se le habla y si se puede se le recibe en su idioma. Si soy un poeta mexicano y mi lengua es el castellano…”. Optimistas sí, pero no idiotas.

Eduardo Arroyo es pintor y escritor.

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