Optimistas por naturaleza

Las primeras palabras de un artículo son tan difíciles de encontrar como el origen de la vida. Luego se propalan en párrafos de estructura lineal que hablan en círculos, por lo que me pregunto si no es todo una línea que traza curvas, de ondas de un estanque, «de eco que va y vuelve desde el infinito al infinito», tal y como escribió para el final del ultílogo de «El bosque animado» Wenceslao Fernández Flórez.

Su casa no está lejos de aquí, nos une un tren que va casi en línea recta por un bosque de castaños, robles y avellanos que protege la vía. Las semillas de estos árboles tienen formas redondeadas y esperan la tierra y las gotas de lluvia. Hay en todo una curva, para contar una línea. Nos fijamos en las escrituras, pero hay que regresar a las formas, también las sagradas, o a las más ancestrales, como cuando sobre la curva sobresaliente de una caverna pintábamos el vientre de un bisonte. La arquitectura, más que imitar a la Naturaleza, tendría que buscar las formas que la revelen. Porque puede que esté en las formas la explicación del origen de la vida, tan alejado de nosotros porque se trata quizás de una onda expansiva que se propaga por el Universo dejando indicios como el del boro recién descubierto en Marte.

Vengo de ver un paisaje tan parecido a Marte que se diría que estaba atardeciendo a mediodía. El cielo era muy azul y la tierra muy roja. Una buena parte eran dunas de una arena anaranjada que volaba y a la vez era agarrada por unas hierbas gramíneas que, ayudadas por las termitas, trazaban grandes círculos que, contemplados desde el aire, eran de un verdor plateado muy pálido, un poco ovalados, achatados como la Tierra en los polos. Todo en Namibia, sus playas infinitas, las dunas cayendo sobre el océano, las noches profusamente estrelladas, los desiertos, nos deja pensando. Donde aparentemente no hay nada, la cabeza se llena de pensamientos. Y a mí me ha llevado a discurrir que si la Naturaleza resulta ser al final un fenómeno expansivo (al menos sobre la Tierra no hay duda de que es así) lo lógico sería subir a lomos de esta extroversión para conservarla y fijarla antes de que pasen de largo las condiciones ambientales que precisamos para vivir. Que el conservacionismo no debería ser un activismo excluyente y replegado en sí mismo sino un movimiento como el de las ondas de la piedra en el estanque, como el de los aros sobre las dunas, siempre hacia el exterior desde el centro de algo o de alguien. Pero no para trazar círculos uno encima del otro, como aquellos que conversan sin escucharse para no obtener más que ruido, sino yuxtaponiéndose de la misma manera en la que caen sobre el agua las gotas de la lluvia, con arquitectura de malla, de gran campo de circunferencias que fijen sobre la Tierra el ambiente que hace posible la vida humana porque «todos tenemos una parte de la solución», declaró en 2009 Yann Arthus-Bertrand durante la presentación de la película «Home» en una de esas breves e impactantes conferencias del TED donde, tras haber fotografiado, filmado y visto el panorama de la Tierra desde el cielo, pidió que le dejáramos decir una cosa más: «Es demasiado tarde para ser pesimistas. Realmente tarde».

La eficacia que para la conservación de la Naturaleza puede llegar a tener este optimismo que nace de la desesperación podemos resumirlo en nuestro país con tres fechas. La primera es el 1 de abril de 1952, cuando el Boletín Oficial del Estado publica el decreto urgente de expropiación para llevar a cabo las repoblaciones con guayules y eucaliptos en el Coto de Doñana, que se llega a finalizar para 2.500 hectáreas. Aún así, Manuel María González Gordon, esperanzado en la desesperanza, entrega en mano al Jefe del Estado una «Exposición relativa a la repoblación forestal del Coto del Palacio de Doñana presentada por Manuel M.ª González Gordon, de la Sociedad Propietaria, y Mauricio González Díez, antiguo Experto Especializado en caza menor en la Iª zona –Marismas del Guadalquivir– miembro correspondiente, en España, de la Unión de Ornitólogos Británicos, miembro fundador de la naciente Sociedad Española de Ornitología. Noviembre 1953», con un memorando sin firmar de Francisco Bernis, quien argumenta «el aislamiento y la soledad que exige la vida animal en libertad». Tercera fecha: B.O.E. nº257, de 27 de octubre de 1969, por el que se declara el Parque Nacional de Doñana «como testimonio de admiración y respeto del hombre hacia la Naturaleza».

¿Quién salvó Doñana? Bernis se refiere al nombre de Valverde, «para siempre ligado al de Doñana y las Marismas del Guadalquivir», y José Antonio Valverde aseguró que «hay que dejar claro en primer lugar que han sido los propietarios particulares de los cotos de caza los que han salvado Doñana y las Marismas», pero fueron todos ellos, los propietarios, Bernis, Valverde… y tantas otras personas al seguir la estrategia principal de la Naturaleza, que no es la de la lucha de unos contra otros, sino la colaboración para la obtención de un mismo objetivo, como la relación aún por investigar entre las termitas subterráneas y la hierba bushman para colonizar el desierto del Namib trazando aros.

Aquel gran logro no impidió, sin embargo, que avanzara el desierto verde por otras regiones españolas. Se han plantado tantos eucaliptos desde entonces que hay montes enteros que nunca tendrán utilidad maderera, por lo que durante 2017 se lanzará una campaña por la que será posible extraer el excedente de eucaliptos con sal. Se han realizado ya los primeros apeos y debajo han descubierto brinzales de encinas. ¡Encinas! No castaños de los que plantaron los romanos, sino las encinas prerrománicas, como si tras una burda capa de pintura verdosa apareciera de nuevo la obra de arte, el paisaje verdadero con sus especies y sus colores originales, y con sus formas. Lloro de felicidad con lágrimas redondas. Dolorosamente optimistas, seguimos escribiendo.

Mónica Fernández-Aceytuno, bióloga.

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