Orfandad presupuestaria, pobreza política

Seguimos sin Presupuestos Generales del Estado para el ejercicio 2020. Pero en las circunstancias actuales hay que reconocer que es difícil elaborar y sacar adelante un proyecto. Todos los números se tambalean. Quienes ignoren las limitaciones reales de los ingresos y se dejen llevar por ensoñaciones de gastos empujarán al Estado a un precipicio financiero; sus cálculos sólo expresarán políticas demagógicas o desconocimiento de la realidad. El Gobierno que hace esos cálculos y las Cortes que los aprueban siempre deben manejar cifras razonables y especialmente en una situación de emergencia.

El principio de legalidad pierde su fuerza ante tan difíciles previsiones económicas; se cumplirán o no al margen de la voluntad y mandatos del legislador. Pero la aprobación de los Presupuestos tiene un significado político indudable porque, al exponer y asumir fuentes de ingresos y compromisos de gastos, el Gobierno y las Cortes afirman quoram populo que el castillo no se construye en el aire sino a partir de datos posibles y políticas convincentes. O sea, que gobernantes y legisladores pueden actuar coordinados y sacarnos adelante. Para eso están ahí.

El legislativo y el ejecutivo se comunican por los amplios y ambiguos canales de la política, lo cual produce efectos complejos que no siempre son negativos. La parte visible de esa realidad la encontramos en el Título V de la Constitución que se ocupa De las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales. Pero hay más.

La división de poderes no trocea al Estado en compartimentos estancos; solo pretende crear un mecanismo de equilibrio y autocontrol de la organización humana, que es el caldo de cultivo de la democracia y el cimiento del Estado social de Derecho. Sin esa intercomunicación se radicalizarían los conflictos ideológicos, económicos, sociales y políticos, especialmente los provocados por las decisiones de reparto de cargas fiscales y gastos públicos que componen cada año el gran tablero de juego de las ideologías y de los intereses de quienes ocupan esos poderes. Las apuestas son enormes y los premios suculentos. El pragmatismo político rompe verdades absolutas y posiciones rígidas; cumple su papel siempre que la acción se desarrolle en el escenario constitucional, que es la regla esencial de ese juego.

Esto ha sido así desde el primer día de los balbuceos democráticos; pero el panorama se va complicando con el paso del tiempo y no siempre se perciben con claridad los problemas ni sus consecuencias. Las organizaciones políticas y los grupos de intereses van aprendiendo, unas veces, a tejer hilos sutiles y, otras, a irrumpir ruidosamente en esos canales de comunicación a partir de la premisa elemental de que los gobernantes nacen de las mayorías parlamentarias y estas se pueden componer y reforzar desde las actuaciones de los gobernantes. Las palancas de ingresos y gastos públicos son fundamentales para el control y funcionamiento de esa maquinaria compleja.

Los Estados democráticos actuales son la mejor invención política desde que los ciudadanos salieron de la obscuridad de las múltiples formas del absolutismo y comenzaron a caminar guiados por la razón. Pero no son perfectos. Por eso necesitan la separación de poderes con el objetivo común de búsqueda de equilibrio político y paz social. Y por eso debemos aceptar esas vías de comunicación y control (existen también en las relaciones con el poder judicial) para impedir que cada poder del Estado se aísle y se radicalice en sus funciones y decisiones. La interdependencia matiza los problemas e induce a la flexibilidad (que es cosa bien distinta del pasteleo). Sólo las ideologías totalitarias de izquierdas y derechas desconocen estas reglas elementales de convivencia en una sociedad que siempre es plural.

En la vida real, el Gobierno y las Cortes no se reducen a la elaboración y aprobación de los Presupuestos respectivamente; las mutuas influencias de ambas instituciones convergen en las dos etapas. Todo hierve en la misma caldera mantenida por el mismo fuego. Pero tanto en sede gubernamental como en sede parlamentaria hay que respetar los principios constitucionales. La separación de poderes ayuda al orden y al control institucional; por eso Montesquieu sigue vivo y es enemigo de quienes quieren concentrar el mando en sus manos. Los canales de comunicación mutua facilitan que se atenúen los conflictos y, entre otras cosas, que se evite el mal menor, pero complicado, de la prórroga de los Presupuestos. Pero, repetimos, hay que respetar los valores y principios de la Constitución, en particular, la justicia de los tributos, la asignación equitativa de los recursos y el cumplimiento de los criterios de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera de la Unión Europea.

Cuando el Gobierno lleva a las Cortes un proyecto de ley de Presupuestos está mostrando los números del plan general de sus actuaciones durante el ejercicio y asegurando el funcionamiento de las instituciones públicas. No es un huevo que se echa a freír, sino la gran cocina de la que saldrán todos los nutrientes del Estado; las Cámaras pueden introducir algunos cambios en el menú, pero tendrán buen cuidado en no apagar los fogones. Si no se aprueban los Presupuestos, se rompe el bien calculado juego político y sólo hay margen real para que Gobierno y Cortes subsistan durante un breve plazo. La prórroga presupuestaria tiene sus problemas y está pensada para un periodo limitado; aunque no han faltado ni faltarán casos de astucia política para ganar tiempo y mantenerse en el poder (que es la antítesis de gobernar). Pero pronto se vuelve a la casilla de salida: o hay Presupuesto por acuerdo de las Cortes o hay elecciones por decisión del presidente de Gobierno. Y todo ello implica que cuando el poder ejecutivo presenta el proyecto de ley al legislativo tiene una gran ventaja. Lo normal, aunque en los últimos dos años no lo parezca, es que plan del Gobierno obtenga el acuerdo de las Cámaras.

Las principales decisiones sobre ingresos, el destino de los gastos y las prioridades en la atención de las necesidades públicas las hace realmente el poder ejecutivo; detrás de ese proyecto de ley no está solo el cumplimiento de una competencia o de una tarea, sino el ejercicio de potestades administrativas materiales. Pero el buen orden constitucional exige que se nos presente formal y sustancialmente como resultado de una potestad legislativa porque también las Cámaras tienen que cumplir su función como primera línea de control de la acción del Gobierno.

Esta es la razón por la que necesitamos que Montesquieu siga vivo; pero vamos a tener que cambiar algunas cosas y poner límites a otras porque hay muchos interesados en su entierro.

Todo ello provoca dos preguntas inquietantes. La primera, cuál es el peso específico de cualquier Gobierno (de un país imaginario) que no traduzca su plan de actuación en un proyecto de ley de presupuestos convincente y que vaya construyendo el tejido de sus necesarias actuaciones a base de retales. La segunda, cuál es el papel institucional de cualesquiera Cortes (de ese mismo país imaginario) que no pueden componer una mayoría que atienda con realismo a los intereses generales ni siquiera a la hora de aprobar un presupuesto nacional, que es la primera sustancia que debe destilar el poder legislativo. ¿Cumplen los esquemas constitucionales o los incumplen y distorsionan sus funciones? Ustedes dirán.

Javier Lasarte es catedrático emérito de Derecho Financiero y Tributario.

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