Orgullo marrón

Durante una protesta contra el racismo en Río de Janeiro, Brasil, se alzaron pancartas que decían: “Las vidas negras e indígenas importan”. Credit Silvia Izquierdo/Associated Press
Durante una protesta contra el racismo en Río de Janeiro, Brasil, se alzaron pancartas que decían: “Las vidas negras e indígenas importan”. Credit Silvia Izquierdo/Associated Press

Es probable que ninguna persona marrón pueda olvidar la primera vez que alguien le sugirió que se bañara, señalando una supuesta suciedad de su piel. A mí me lo dijeron en una playa limeña. Recuerdo cómo al volver a casa lloré restregando cien veces la esponja a ver si se borraban las partes más oscuras de mi piel. No sé cuántas veces he tenido que decir la frase “soy así” a gente que ha sentido como legítima su curiosidad por la gradiente de marrones que sube y baja caprichosamente en mi epidermis.

Jamás se me hubiera ocurrido hace unos años llamarme a mí misma marrón. En el imaginario colectivo racista es un color alevosamente asociado a la suciedad, incluso al excremento. Y eso que hay muchísimas cosas marrones hermosas, como la tierra, las hojas en otoño, las galletas recién horneadas. Pero no. A las niñas y niños peruanos, en gran parte marrones, nos enseñan en el colegio que el rosa pálido de nuestros lápices es el “color piel” y el que se parece a nuestra piel, el “caqui”. Hace unos años, una persona racista se hizo famosa en Perú porque insultó a otra llamándola “color puerta”.

¿Es posible un orgullo marrón, un orgullo color puerta? Hoy, una comunidad expropia la etiqueta que servía para despreciar y decide recuperarla resignificada para reclamar una identidad. Son personas a las que durante años se intentó meter en el mismo saco de “lo mestizo”, como parte del proyecto civilizatorio blanco de borrado cultural y étnico. Rotulados como morenos, trigueños, cobrizos, cholos, los descendientes de indígenas que sufrieron directamente la violencia colonial se acuerpan para rechazar la opresión racial. Este es nuestro momento.

En las últimas semanas, con el trasfondo de Black Lives Matter y en buena medida activados por el gran impulso que vive la lucha contra la discriminación en el mundo, activistas de varios países de América Latina han señalado cómo funciona históricamente el racismo también hacia las personas marrones para acuñar simbólicamente algo así como un Brown Lives Matter, pero aplicado a cada casa.

Así, se ha cuestionado en Argentina, la hipocresía de colocarse el lema importado de Estados Unidos mientras allí se sigue ejerciendo discriminación contra migrantes andinos y contra sus propios compatriotas de ese origen, por lo general olvidados por la idea de una Argentina blanca y porteña. Allí está esa señora que le enmendó la plana a un presentador de televisión que le preguntó de dónde había migrado: “Soy salteña —contestó—. Se les olvida que los argentinos somos coyas”. Los coyas son los pueblos indígenas originarios del norte de Argentina. Se les olvida, como se les olvida también que existen afroargentinos.

En la pandemia, que ha sido ese gran amplificador de nuestras miserias y desigualdades, quienes retornaron de Lima hacia sus comunidades, por hambre, caminando y exponiéndose a la enfermedad, no fueron blancos sino cholos e indígenas pobres. En Perú, a inicios de junio, había en promedio una prueba de la COVID-19 por cada cincuenta personas, mientras que en las localidades de los indígenas awajún, había aproximadamente una por cada 494, según un análisis de Ojo Público. Quienes mueren en las olas de frío, en los huaycos, en las inundaciones y en las pandemias son siempre los mismos. Es a las comunidades indígenas a quienes el gobierno peruano ha querido negar agencia y participación política para acelerar la sesión de sus territorios a las mineras. Ese abandono histórico, se llama racismo. Empecemos a llamar por fin a las cosas por su nombre.

El racismo que practican las élites criollas en Latinoamérica, tradicionalmente blancas y que han concentrado el poder político, social y económico de generación en generación, es estructural y consecuencia directa de la colonización. El color de piel sigue determinando el lugar que ocupas en la sociedad. La idea de que las personas tienen lo que tienen o han llegado a dónde han llegado solo con base en su esfuerzo y su valor o talento personal, esa fábula del capitalismo, es negar siglos de historia colonial.

En el Perú, los niños también crecemos rogando ser menos cholos para ser menos discriminados. Nadie quiere ser el más cholo, el más marrón, el más negro, porque para muchos más racialidad significa más acoso y exclusión, también más pobreza. Y eso que según los últimos censos, que ya incluían la autoidentificación étnica, más del 60 por ciento de la población se define como “mestiza”, mientras los blancos no llegan ni al 6 por ciento. Sin embargo, en los puestos de poder aún se ven indígenas solo como cuotas.

Y es que en mi país los racistas todavía nos mandan a bañar. Hace unos meses, durante un debate electoral, un candidato blanco le entregó a otro no blanco un jabón. Tras la polémica, por primera vez un acto racista fue tratado como tal y condenado masivamente. Por fin parecía alejarse la costumbre de endilgar supuestos complejos de inferioridad a quienes son en realidad víctimas del racismo. El candidato del jabón no fue elegido y la fiscalía abrió una investigación contra él por discriminación.

¿Algo está cambiando? Desde hace solo pocos años existen instancias del gobierno para alertar contra el racismo en el Perú y más políticas públicas antidiscriminación, pero aún queda mucho por hacer.

La buena noticia es que, pese a que el acoso racista aún es habitual en calles y redes, la organización y el orgullo son cada vez más fuertes. Hay afrodescendientes y cholos activando y poniendo el cuerpo, haciendo esforzada pedagogía cada día en los medios, publicando libros, ofreciendo talleres y participando en debates y charlas como “Quiénes somos las marronas”, que dio hace poco Primakabra, activista marrón y disidente sexual.

Lo que viene ocurriendo ha provocado litros de “white tears”, como se llama con humor al modo en que responden las personas blancas a estos cuestionamientos. Este también es su momento: deben revisar la manera en que se han beneficiado de este sistema que prioriza, cuida y enaltece unos cuerpos sobre otros. Deben saber que para desmontar este orden aún colonial solo hay un camino: participar de la lucha política antirracista. No será sencillo, porque no es fácil aceptar que incluso sus buenas intenciones están asentadas en una construcción racista y clasista. Pero se tiene que hacer.

Hay, además, una creciente tribu de jóvenes disidentes de los estereotipos raciales en toda la región, que reivindican el orgullo marrón, su arte, sus historias, combatiendo la estética dominante, reivindicándose a través de fotos y videos como cuerpos que importan, que son bellos y dignos del deseo, de amor y cuidados. Pelean contra esos lugares comunes que relacionan, por ejemplo, al marrón con la sumisión, la pobreza y el dolor.

La activista Sandra Hoyos, del colectivo argentino Identidad marrón, siente que lo marrón es sobre todo una identidad política. Lo que se viene, pues, es resistencia y lucha, desde los cuerpos negros y marrones.

Si seguimos trabajando contra el racismo, quizás algún día a Marco ya no le vuelvan a prohibir entrar a una discoteca, ni vuelvan a confundir a Joseph con el camarero de la ceremonia del premio que se había ganado él. Ni a con la niñera de mi hijo. Ni a Rosa con la ladrona del supermercado. Ni a ningún niño o niña la manden a bañar por ser marrón.

Gabriela Wiener es escritora, periodista y colaboradora regular de The New York Times. Es autora de los libros Sexografías, Nueve lunas, Llamada perdida y Dicen de mí.

1 comentario


  1. Vaya historia, creci en los 70s viendo y leyendo todo lo que nos decian los militares y la verdad que para ser "resentido" solo se necesitan ganas...

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