Oriana Fallaci, de nuevo

El terrorismo islámico, de nuevo. Esta vez, en Barcelona y Cambrils. Y todavía hay quien se pregunta qué hemos hecho mal, qué podemos hacer para atraer y seducir a los terroristas en ciernes y qué políticas debemos impulsar para integrarlos –pero, ¿no estaban ya integrados?– en nuestra sociedad. Y abunda quien se interroga una y otra vez por las causas de ese terrorismo islámico que cumple sus amenazas. Y existe una cohorte de educadores, mediadores y desradicalizadores que critican la inteligencia operativa –la represión del delito– en beneficio de la inteligencia estratégica –la reversión intelectual del terrorista– con el objetivo de solucionar el conflicto y regenerar al sujeto potencialmente terrorista. Y ahí están algunos políticos que hablan de «Barcelona, ciudad de la paz», de «solidaridad, convivencia, libertad y respeto», de «Cataluña país de paz, libertad, convivencia y acogida» concluyendo que el «terror no conseguirá imponer el miedo en nuestro país [Cataluña] ni coartar nuestro valores».

A todos ellos –que hoy se confiesan sorprendidos, desorientados y desolados al tiempo que manifiestan no entender lo sucedido– habría que decirles algunas cosas. Vayamos por partes. A quien pregunta hay que recordarle que las cosas se han hecho razonablemente bien, pero existe un número indeterminado de individuos que no quieren integrarse en la sociedad de acogida. A quien se interroga sobre las causas hay que recordarle que ni lo social, ni lo laboral, ni lo económico, ni lo identitario explica –cuidado: aceptar causas equivale a comprender o justificar hechos– el fenómeno terrorista. A quien educa, media y desrradicaliza o contrarradicaliza hay que avisarle de que el infierno está repleto de optimistas antropológicos, de reformadores del pensamiento, de ingenuidad y beatería, de ese candor afectado que confía en el poder de convicción e irradiación del Bien. Y, en fin, a los políticos (que, por cierto, se olvidan de la unidad: ¿por qué será?) hay que notificarles que la paz no es un valor universal y que la retórica y el sentimiento –demagogia y populismo– no se encuentran entre las estrategias políticas responsables.

El terrorismo islámico refuta las buenas intenciones de unos y otros. De quienes preguntan, de quienes se interrogan sobre las causas, de educadores, mediadores y desrradicalizadores o contrarradicalizadores, y de los políticos ingenuos, oportunistas o cínicos. Un par de razones.

En primer lugar, porque el terrorismo islámico es una psicopatología endógena –un trastorno antisocial de personalidad producto, en este caso, de la creencia o el adoctrinamiento– que se alimenta a sí misma con el odio a la sociedad democrática, la modernidad occidental y sus valores. Por ejemplo: los derechos fundamentales, el laicismo, la división de poderes, la igualdad de sexos o la separación entre Iglesia y Estado. En definitiva, la sociedad abierta.

En segundo lugar, porque el terrorismo islámico está dotado de una particular hibris destructiva, repleta de elementos telúricos, que genera una mística vengadora –la obediencia ciega, la violencia como camino de perfección y la glorificación del suicidio entendido como martirio– que diviniza y ritualiza un comportamiento criminal que no tiene en cuenta los costos personales –propios y ajenos– al entender que el Mal proviene de un Infiel o un Renegado que hay que exterminar.

Frente a ello, ¿qué pueden hacer las buenas intenciones de la «Barcelona, ciudad de la paz», o la «solidaridad», o la «convivencia», o el «no tengo miedo» que no son otra cosa que unos lemas propios de una sociedad acomodada y sobreprotegida que necesita madurar y endurecerse? Nada.

Frente a ello, ¿qué puede hacer la llamada inteligencia y análisis estratégico que impulsa la desrradicalización o contrarradicalización incentivando la colaboración de asociaciones y líderes musulmanes, transmitiendo contranarrativas y mensajes alternativos, actuando sobre las condiciones que estimulan o facilitan la radicalización violenta, reduciendo las diferencias y desventajas que dificultan la integración social y económica de los miembros de las comunidades musulmanas, promoviendo valores que favorezcan la cohesión social, la tolerancia y el compromiso cívico y fomentando el diálogo intercultural? Poca cosa. Como reconocen los propios desrradicalizadores o contrarradicalizadores que admiten que algunas de sus acciones han contribuido a alentar la dinámica de la radicalización al propiciar sentimientos de discriminación, humillación, odio o deseo de venganza movilizando nueva militancia islamista. Cosas del buenismo y el multiculturalismo.

Así las cosas, ¿qué hacer? Por mi parte, propongo la construcción de una contranarrativa que repare el daño ocasionado por el buenismo y el multiculturalismo de bajo vuelo que reduce las defensas de Occidente. Y como todo –o casi– ya está inventado, les invito a revisitar el pensamiento de Oriana Fallaci, que algo sabe del asunto.

Sí, la Oriana Fallaci que en La rabia y el orgullo (2001) rompe el silencio para «defender la civilización occidental, no frente a la musulmana, sino frente al fundamentalismo islámico». La Oriana Fallaci que en otros libros (La fuerza de la razón (2004) y Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. El Apocalipsis, (2005)– lanza un particular J’accuse contra el integrismo islamista. Y está el imperativo ético y la indignación. Y la crítica de la estulticia del progresismo occidental. Y una reivindicación de la civilización occidental y la sociedad abierta.

Hay –afirma Oriana Fallaci– un «deber civil, un desafío moral, un imperativo categórico del cual no te puedes evadir». Debemos hablar. Y Oriana Fallaci, por imperativo ético, habla: una requisitoria en toda regla contra el fundamentalismo y el terrorismo islamistas. Sin solución de continuidad, el imperativo ético conduce a la indignación. Se indigna con quienes se alegran, callan o disimulan. Con quienes tildan de racista a quien ose criticar el Islam. Una manera de evidenciar la miseria de quienes en Occidente –ciegos, o acomplejados, o ingenuos, o interesados, o calculadores– practican el autoodio. Una manera de despertar la conciencia de un Occidente amenazado y adormecido por el miedo a pensar a contracorriente o parecer racista.

Oriana Fallaci, sin complejos, reivindica la Revolución americana, la Revolución francesa, y las ideas de libertad, legalidad, justicia, igualdad, democracia, pluralidad, crítica, derechos y deberes y progreso propias de Occidente. Reivindica, en suma, un Occidente que no se deje intimidar, orgulloso –pese a todo– de sí mismo, de sus valores y sus logros universales.

Más allá de ello, quiere llamar la atención sobre el surgimiento –después del comunismo y el fascismo– de una tercera ola autoritaria impulsada por la teoría y la práctica islamistas; sobre la ineficacia de las organizaciones e instituciones internacionales; sobre la sociedad blanda, la indiferencia, la inercia, el miedo, el oportunismo, el multiculturalismo y el discurso políticamente correcto dominante en Occidente. Frente a ello, reivindica, sin concesiones, un orden mundial basado en la democracia y el Estado de derecho. Y quiere dar ejemplo. Oriana Fallaci huye de la torre de marfil del intelectual satisfecho de serlo, se inmiscuye en los asuntos de la ciudad, toma partido sin la mala fe sartreana propia del tradicional intelectual engagé.

Si André Gide decía que la grandeza de un autor depende del nervio revolucionario de su obra, bien puede afirmarse que Oriana Fallaci es una revolucionaria que, frente a los profetas de la ética indolora y la pusilanimidad existente, advierte –Casandra– que la libertad y la vida digna exigen sacrificio. El terrorismo islámico, de nuevo. Oriana Fallaci, de nuevo.

Miquel Porta Perales, escritor.

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