Orientalismos

Por José Jiménez Lozano, escritor. Premio Cervantes (ABC, 27/02/05):

La reciente exposición en Madrid de unos cuantos ejemplares de los miles de figuras de guerreros en terracota, procedentes de la tumba del primer emperador chino, Qin Shihuang, de finales del siglo III antes de Cristo, no podía menos que causar un buen impacto en las gentes, y seguramente, de manera singular, el sentimiento o impresión de una desmesura; esto es, de una aplastante grandeza y terrible poder, que es, precisamente, para lo que se hicieron esas figuras y el túmulo imperial mismo, exactamente como antes, en vida de esos emperadores, lo había sido el ceremonial de la Corte, el despliegue de un sueño celestial.

El poder político es por naturaleza, si no tiene freno y límite ni nada que lo transcienda, señorío y administración de la vida y, sobre todo, de la muerte; y su expresión plástica no debe poder ser medida por el rasero de las cosas humanas del común de los mortales. Es un poder divinal, y su aparición ante el pueblo debe darse en un esplendor que implique sobrecogimiento o aterrorizamiento; de manera que, cuando quien detentaba ese poder moría, tenía necesariamente que arrastrar a su tumba a su entorno familiar y cortesano; sus mujeres, los notables, los criados, y, desde luego, a los propios constructores de la tumba, como sabedores de los secretos de la construcción de ésta, o de cualquiera otra clase de secretos, los arcana imperii o secretos del poder. Quienes los saben, o quienes simplemente han estado cerca, y han visto las señales humanas de quien por naturaleza es un dios, tienen que morir.

El Occidente fue preservado, en general, de esta concepción divinal del poder en su sentido material y físico al menos, gracias a griegos y romanos, y al cristianismo. La postración ante el emperador, al igual que la profusión de oro, plata, y piedras preciosas en los vestidos o el calzado imperiales, fueron tenidas, en la antigüedad griega o romana, como un asunto persa; esto es, desmesuras orientales, intolerables para los ciudadanos, y endiosamiento o hubrys de sacrílego desafío a los dioses.

En el Oriente, sin embargo, éstas fueron la teoría y la práctica de la detentación divinal del poder, y esa condición física divinal del emperador -no una pura formalización divinal como ocurría en Roma- , y su señorío sobre la vida y la muerte, fueron verdaderamente interiorizados por todos sus súbditos; de manera que, muerto el emperador, había que morir con él. Desde luego, y en primer lugar, por fidelidad, pero también porque la vida habría perdido sentido en su ausencia, o, incluso, según podría deducirse de algunas fuentes literarias, para que los ojos que habían visto a aquel dios en su gloria no pudieran ver la otra gloria del emperador que le sucediera; como sucedía, por ejemplo, en el caso de Constantinopla, donde, pese a ser cristianos y romanos, la concepción imperial era la oriental, y, a un emperador depuesto, si lograba misericordia del nuevo, si no se le entregaba para ser despedazado por la multitud, se le sellaban o sacaban los ojos y se le enviaba a un monasterio para que no viese la gloria de quien le había derrocado.

Pero el caso es que hasta ayer mismo ha llegado a nosotros no sólo la concepción oriental del poder sino su práctica, y no hay más que pensar, por ejemplo, en el momento de la derrota del Japón en 1945, cuando el emperador declara públicamente que no es un dios, y muchos de sus súbditos se dan la muerte, haciéndose el seppuku o harakiri ante el palacio imperial mismo, y muchos más en sus casas, dejando incluso constancia de la más absoluta simplicidad y naturalidad de su tan terrible gesto, en un poema. Y con un poema, se había arengado desde el principio a los kamikazes o miembros de la Operación Última Esperanza, en los últimos meses de la guerra: Ahora se abre, / mañana será dispersada por el viento / tal la flor de la vida, / un perfume tan frágil / no podría durar por mucho tiempo. Y uno de esos kamikazes, Okabe Hirakazu, un muchacho de veinticuatro años, -estudiante de letras como todos ellos, porque el ejército imperial no se podía permitir ofrendar estudiantes de ciencias cuyos conocimientos eran útiles para la guerra- escribía: Heme aquí finalmente incorporado a las Unidades Especiales. Los próximos treinta días ¿van a ser mi verdadera vida? La ocasión ha llegado, el entrenamiento para la muerte me espera, un entrenamiento intensivo para morir hermosamente. Marcho al combate contemplando la imagen trágica de la patria. Mi juventud queda concentrada en estos treinta días, mi vida va a tomar un curso rápido.

Desconcertaron a la inteligencia europea estos suicidas, como hoy la desconciertan los de los coches-bomba en los atentados terroristas; aunque enseguida seguramente quedaron explicados, y se siguen explicando, de manera bastante expeditiva, hablando de un nacionalismo extremo, y de una religión fanática -una redundancia ciertamente para el mundo bíblico-, sin percatarse de que, al fin y al cabo, tanto nacionalismo como religión o poesía son meros instrumentos de algo que se decide que es lo Supremo, y que, cuando los hombres se erigen algo Supremo para ellos, eso es un ídolo, y los devorará.

En plenas guerras de religión en Europa, Pierre de Bèrulle advertía que el giro copernicano en las ciencias era preciso darlo en las almas y no decir más Dios con nosotros -el ídolo Nosotros, por lo tanto- sino nosotros con Dios, que no es un Supremo puesto por nosotros. Y dejando claro, entonces, que ese NosotrosSupremo puede ser cualquier cosa, incluido, pongamos por caso, un ideal humanitario como el que rigió los experimentos e investigaciones científicas con cobayas humanas que desde la República de Weimar para acá se vienen realizando, o la planificación de esas vidas con marca estatal de calidad contrastada frente a las carentes de ella, que no tendría sentido alguno que fueran vividas.

Es decir, varían los templos, los palacios, el teatro, las liturgias, pero la realidad profunda de la naturaleza del poder que se justifica por sí mismo no varía. E implacablemente su escabel es el de la muerte. Al igual que, por otro lado, ya el darwinismo finisecular del XIX consideraba a la muerte en sí misma como el primer factor de progreso para la especie, frente a la ridícula fábula antropológica, que había tratado de sacar a los hombres de lahistoria natural, trastornando y alienando sus mentes con historias.

Adorno decía que, si la política no era teología, que era decir no un absoluto autónomo, sería puro comercio, pero, mucho antes, y no sólo para Maquiavelo, estaba claro que simplemente sería pura farsa e iniquidad; la guerra por otros medios, incluidos los más viles. Pero inútiles monsergas son éstas, sin embargo, porque el famoso Occidente, o la triste Europa, ya se ha desprendido de todo eso como de todo lo demás, ha rechazado su historia y toda referencia a su pasado cultural. Quizás tiene el propósito de convertirse también en lo Supremo. ¿Fascinada por el orientalismo?