Oriente y Occidente como espacios mentales

"Everyone who writes about the oriente must locates himself vis á vis the orient", Edward Said

Hace algunos años, mientras tomaba tranquilamente un café en la Plaza de Marraquech, una turista francesa se acercó a saludarme y me expresó su calurosa emoción de sentirse en Oriente. ¿En Oriente? Sí, los bazares, los zocos, los aromas de las especias, es como un cuento oriental, ¿verdad? No tuve el valor ni la paciencia de decirle que Oriente y Occidente, como espacios mentales de nuestro imaginario colectivo, no se corresponden con una realidad geográfica. Marruecos, para los árabes, es el Magreb el Aqsá, esto es, el Extremo Occidente, algo tan remoto y exótico para un yemení como lo eran para nosotros, antes de los vuelos chárteres, Damasco o El Cairo.

Hablar en el lenguaje político actual de Oriente y Occidente es un eufemismo: el último designa Europa y el mundo americano que creó; el primero al Islam. Se trata pues de dos términos antagónicos desde hace siglos y cuyo enfrentamiento, supuestamente inevitable, encarna para algunos el famoso Conflicto de Civilizaciones que ha hecho correr ríos de tinta desde mediados de la pasada década, especialmente tras los atentados del 11-S. De ser considerado un dique de contención contra el expansionismo soviético se convierte de nuevo en el símbolo de la barbarie con la que hoy apechamos. Muerto el comunismo, reaparece el Islam. El lenguaje de la Guerra Fría, luego de una breve pausa consecutiva a la caída del muro de Berlín que nos hizo soñar con el fin de la historia, recupera el protagonismo en el entorno político-religioso de la pasada presidencia imperial de Bush: la defensa de la democracia y las libertades frente a la ideología totalitaria cuya arma de destrucción masiva es el terror.

Al radicalismo extremo de Ben Laden, dirigido en primer lugar contra los propios musulmanes que no abrazan su versión de la yijad y sólo en segundo término, contra quienes denomina “sionistas y cruzados”, el ex presidente norteamericano y sus Vulcanos opusieron otro de índole opuesta que abarcaba no sólo a los grupos de la nebulosa de Al Qaeda sino también a sus presuntos cómplices, Sadam Hussein y el Irán de los ayatolás, incluidos en el doctrinario y chapucero Eje del Mal. La distinción entre musulmán, islamista y yihadista se desdibujó por obra de los telepredicadores y capellanes castrenses disfrazados de asesores políticos. El Choque de Civilizaciones —la de los países democráticos de la Alianza Atlántica y la del islam, la de los comandos de la libertad y la de las fuerzas oscurantistas y opresores— iba servido. Tal planteamiento no podía conducir más que al desastre cuyas consecuencias sufrimos hoy.

Hemos asistido así, a partir del 11-S, a dos guerras mortíferas: una avalada por la comunidad internacional, pero mal concebida y peor llevada, la que se libra actualmente en Afganistán; otra, la de Irak, producto de una codicia y una sarta de falsedades revestidas de un patriotismo de fachada, cuyos magros beneficios políticos no compensan la destrucción de sus infraestructuras, la confrontación de sus tres componentes etnicorreligiosos (sin olvidar el acoso de la milenaria minoría cristiana) y el elevadísimo número de víctimas (incluidas las norteamericanas). Estas guerras han ido acompañadas de inmensas máquinas de propaganda que recurren a la amalgama y toman la parte por el todo. La variedad de situaciones, culturas y tradiciones religiosas existentes en el ámbito del Islam es tan rica y compleja como la de la cristiandad mas nada de ello importaba al Pentágono ni a la Casa Blanca. Lo que obedecía a intereses energéticos y a una estrategia unilateral destinada a consolidar el estatus de la primera potencia del planeta, se transmutaba, como en tiempos del colonialismo europeo, en una “misión civilizadora”. El fracaso estrepitoso de dicha pretensión muestra hasta qué punto andaban errados.

Mientras las distintas creencias y sistemas religiosos del espacio asiático —confucionismo, brahmanismo, budismo, etcétera— fueron vistos siempre a distancia, con benignidad o condescendencia, el islam, como señaló en su día el gran historiador tunecino Hicham Djait, encarnaba un credo a la vez próximo e inasimilable, cuyo afán expansionista inquietaba y en cuyo espejo nos veíamos reflejados. Si bien hubo periodos de paz, o al menos de equilibrio, entre estos dos retazos compuestos de telas de diferentes colores que denominamos cristiandad e islam el recuerdo que predominó en el imaginario de ambos lados fue el de conquistas, triunfos, derrotas, Cruzadas y Guerras Santas. Esta larga y conflictiva historia común, llena de vicisitudes y altibajos, concluyó hace más de un siglo con la victoria total de las potencias europeas: caída del imperio otomano, abolición del califato, ocupación de la orilla sur del Mediterráneo del estrecho de Gibraltar a Turquía.

El Estado laico implantado por Atatürk y la rebelión de Abdelkrim en el Rif, eran un claro indicio de que una nueva etapa histórica apuntaba en el horizonte. Tres décadas después, los hechos les dieron la razón.

Todo eso nos parece hoy remoto, pero debemos retomar el pasado para comprender el presente y no repetir los errores en los que incurrimos. Habrá que explicar algún día por qué y cómo los movimientos independentistas del mundo árabe desde Marruecos a Irak, originariamente laicos y de aspiraciones democráticas, sucumbieron uno tras otro a manos de dictadores o bajo el peso de monarquías a veces teocráticas al punto que resulta difícil distinguir éstas de las dinastías republicanas creadas desde los años sesenta y setenta del pasado siglo en países del Magreb y del Oriente Próximo. Mientras que la retórica de la Unión Árabe se ha convertido en un chiste (basta evocar el espectáculo que ofreció durante la invasión israelí en Gaza), el retorno a la religión, tanto en la esfera pública como en la privada, revela la impotencia y desapego de los pueblos respecto a la política en detrimento de los valores democráticos y de los derechos de la mujer.

Hablaba de la extinción del legado de figuras como las que lideraron los movimientos independentistas árabes —nacionalistas, laicos y democráticos— figuras y movimientos perseguidos por los supuestos civilizadores europeos primero y por las monarquías o espadones favorables a los intereses de éstos más tarde. Pues, en tanto que los reformistas y disidentes del comunismo soviético recibieron el sostén material y moral de Occidente durante la Guerra Fría, los de los países árabes fueron barridos ante su indiferencia o con su poco gloriosa complicidad. Los intereses económicos y estratégicos de Inglaterra, Francia y, más tarde, de Estados Unidos prevalecieron sobre los valores que defendían de puertas afuera. El resultado de todo ello es catastrófico y las estadísticas sobre la situación política, económica, social y educativa del mundo árabe de hoy nos dan la medida de ello. Me permitiré citar el extracto de una de ellas, leído hace algún tiempo, y que habría que poner tal vez al día, estadística que comprende la totalidad del espacio islámico:

“En el mundo musulmán, el poder de consumo per cápita es, aproximadamente, de 3.700 dólares, comparado con los 28.000 dólares del mundo desarrollado. La suma combinada del producto interior bruto de los países musulmanes es menor que el producto interior bruto de Alemania. El producto interior bruto de todo el mundo árabe es apenas superior al de España. Cuarenta y siete por ciento de los musulmanes son analfabetos, no pueden leer ni escribir, nunca han asistido a la escuela. Hay, por tanto, una crisis de conocimiento. El árabe es el idioma de casi trescientos millones de personas, pero anualmente se publican más libros en griego, idioma que sólo hablan quince millones de personas. Sólo hay quinientas universidades en el mundo musulmán, comparadas con las cinco mil que hay en Estados Unidos, etcétera”.

La exposición escueta de los hechos habla por sí sola. El brutal desequilibrio existente entre Europa y los países árabo-musulmanes no responde únicamente a razones de índole religiosa ni se explica esgrimiendo versículos del Corán justificativos de la violencia, sino a causas sociales, políticas, culturales revestidas con el manto del Libro sagrado, causas que debemos analizar cuidadosamente para enfocar en el futuro la relación con ellos. No carguemos todas las culpas sobre nuestros hombros. Las suyas son tan graves como las nuestras. El creciente poder social de las fuerzas conservadoras y tradicionales aferradas a una interpretación rígida de los textos de la revelación coránica y a la defensa de unas leyes y costumbres de otra época, sobre todo en relación con el estatus de la mujer, es el resultado de la frustración acumulada durante decenios ante la corrupción de las élites gobernantes y las dictaduras que se perpetúan en el poder. La farsa electoral que se repite en la casi totalidad de los Estados árabes no vale de muralla para impedir la expansión del islamismo: al revés, lo fometa y lo convierte en alternativa viable. En el vasto espacio del Islam, la correlación de fuerzas entre el poder más o menos opresor y la agobiada sociedad civil, varía de un Estado a otro: desde la cuasi inexistencia de ésta en algunos hasta la lucha esforzada de unos sectores minoritarios, pero combativos, en otros por unos valores cívicos comunes a los nuestros, ajenos mas no opuestos al ámbito de la religión. Dicho correlato no es el mismo en Marruecos que en Egipto; en un Estado laico como Turquía que en un país tan complejo, intelectualmente rico y contradictorio, como la República Islámica de Irán.

No todo es sombrío en el cuadro de nuestro planeta globalizado. El retroceso de los valores democráticos en el ámbito de Dar el Islam no es irreversible. Los reformistas existen y se hacen oír: los conozco y he conversado con ellos tanto en Irán como en Oriente Próximo y el Magreb. Son a la vez demócratas y musulmanes, niegan con su ejemplo el choque de civilizaciones —reivindican los derechos establecidos por la Carta Fundacional de Naciones Unidas y promueven asociaciones en las que las mujeres desempeñan un papel muy activo. Son ellas y ellos los que buscan una alianza o buen entendimiento con quienes comparten sus valores, sin desanimarse por la hostilidad o inercia de sus compatriotas. Frente a la retórica de la guerra contra el terror, las proclamas incendiarias de Al Qaeda y el inmovilismo interesado de los gobiernos, aguardan con confianza el cambio de la política europea y norteamericana.

Sería lamentable que las buenas palabras de Obama en sus discursos de Ankara y El Cairo se redujeran a esto, a buenas palabras, ante la intransigencia ciega del Gobierno israelí en los territorios ocupados de Palestina, el atolladero de Afganistán, la política de terror de Nueva Delhi en Cachemira tan justamente descrita en estas páginas por Juan José Millás, la represión y el desafío nuclear iraníes y un largo etcétera. Con todo, la convicción de que la fuerza por sí sola no puede resolver los problemas ni es la alternativa adecuada al extremismo constituye un paso acertado en la buena dirección.

Juan Goytisolo, escritor.