Oriol Maspons o la curiosidad

Las vidas interesantes son las que encierran en sí mismas muchas vidas. En sus años de plenitud, el fotógrafo Oriol Maspons, que murió en Barcelona la semana pasada, tuvo una vida más que interesante dominada por una pasión al servicio de la cual subordinaba todo lo demás: la curiosidad. Si uno tiene la gran suerte de ser curioso no se aburrirá nunca, siempre encontrará algo divertido e interesante que hacer, ya que el objeto de esta curiosidad, por su propia naturaleza, es inacabable. A Oriol esta curiosidad le ha durado 84 años.

Como instrumento de trabajo profesional, para saciar este imperioso afán que agitaba su espíritu, Maspons utilizó, sobre todo, la cámara y el revelado, es decir, la fijación en imágenes de su mirada sobre el mundo que le rodeaba. Pero para que esta mirada fuera penetrante antes estuvo bien alimentada por conversaciones con los amigos, libros y mucho cine, viajar, callejear, observar y, sobre todo, pensar.

Oriol no paraba de dar vueltas a las cosas, era puro nervio, siempre alerta, con las antenas puestas y los ojos bien abiertos, con una verborrea incesante y excesiva. Todo ello con el fin de aprender algo nuevo que le ayudara a renovar sus ideas para así poder seguir aprendiendo otras distintas. Sus preguntas siempre eran sugerentes y estimulantes, sus respuestas solían desconcertar, esa era su gracia. Así llegó a mayor, a muy mayor, sin haber dejado atrás la juventud. Llegar a viejo sin ser adulto, como diría Jacques Brel. Todo un arte.

En la Barcelona de los años sesenta, los fotógrafos fueron personajes importantes del mundo artístico, empezaba la Barcelona del diseño. Pero Oriol Maspons venía de antes, de los primeros cincuenta, de la España pobre y cutre, de fotografiar estoicos rostros del mundo agrario, inmigrantes que se mal instalaban en ciudades industriales que crecían desordenadamente. Formado casualmente en el París de Cartier-Bresson, Doisneau y Brassaï, descubrió que la fotografía también era realismo poético. Por entonces, Juan Goytisolo escribió Campos de Níjar, una obra maestra. Maspons usaba la fotografía como Goytisolo la pluma. Ahí aprendimos muchos adolescentes lo que era la España real. Eran los últimos cincuenta.

Maspons hizo de la fotografía su oficio, su manera de ganarse la vida. La asociación con un tipo serio como Julio Ubiña lo estabilizó profesionalmente. Tuvo que entrar a la fuerza en el mundo de la publicidad. Pero no abandonó la fotografía como arte, al contrario. Sus portadas de la colección Biblioteca Breve que dirigía Carlos Barral eran elementos importantes de aquella colección inolvidable. Después Palabra e Imagen, de Lumen, ya como medio protagonista, junto a escritores como Cela y Delibes. La amarillenta portada del primer disco de un escuálido Raimon recostado en una pared desvencijada. También sus reportajes en Destino. De la España agraria y pobre, de los suburbios metropolitanos, se fue abriendo la cámara de Maspons a otros mundos. Ya estamos en los sesenta.

Fue entonces cuando pasó a ocupar un lugar central en ese grupo barcelonés espontáneo, difuso e inarticulado, que Joan de Sagarra denominó con ingenio la gauche divine. Gentes del mundo artístico y profesional, unidas por lazos de amistad, amor o sexo, con un sentido lúdico de la vida, abiertos a la modernidad europea, sin importarles que los llamaran frívolos y con un cierto y vago sentido de la responsabilidad. Del Stork al Bocaccio, pasando por La Mariona y el pub Tuset, además de los veranos en Cadaqués, ahí se cocieron bastantes cosas y Barcelona pasó a tener fama de ciudad cosmopolita. Después este Titanic empezó a naufragar, como advirtió Félix de Azúa, y ahora ya estamos llegando al fondo del mar, pronto encadenados y cantando el matarile-rile-rile al son que manden. En este grupo los fotógrafos eran pieza esencial: además de Maspons, también estaban Miserachs, Pomés y Colita. Casi nada. Las demás profesiones, especialmente editores y arquitectos, no les iban a la zaga. Oriol Maspons ya se parecía entonces a Woody Allen aunque no sabíamos todavía quién era Woody Allen. Bajito, gesticulante, la misma impertinencia, el mismo surrealismo absurdo, la pasión por las mujeres guapas, jóvenes, altas, pijas e inteligentes. Tuvo la fortuna de casarse con una de ellas, con Coral Majó, que reunía estas cualidades y más.

Pero el mundo barcelonés fue cambiando. Las revistas y editoriales ya no buscaban a los mejores fotógrafos. Barcelona pasó a ser la ciudad con más arquitectos, fotógrafos y diseñadores por metro cuadrado del mundo. Maspons siguió siendo un curioso impenitente y más sabio y experto que nunca, pero su tiempo, el que le gustaba, el del realismo poético, se estaba acabando. La gente de la gauche divine, o se había quedado al margen del camino, o se había convertido en gauche caviar, de La Mariona a El Bulli. A ese nivel sólo se llega por contactos políticos y subvenciones públicas. Oriol Maspons siempre fue por libre, con las satisfacciones y riesgos que ello comporta. Había pasado su época, pero nos ha dejado una obra a la que siempre habrá que volver para entender lo que entonces fuimos.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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