Ortega, en el punto de no retorno

Manifestantes ondean banderas de Nicaragua a mediados de mayo de 2018, durante la protesta de las Madres de Abril, un movimiento que pide justicia por los asesinatos causados por la represión en abril de 2018. Credit Inti Ocón/Agence France-Presse — Getty Images
Manifestantes ondean banderas de Nicaragua a mediados de mayo de 2018, durante la protesta de las Madres de Abril, un movimiento que pide justicia por los asesinatos causados por la represión en abril de 2018. Credit Inti Ocón/Agence France-Presse — Getty Images

Nicaragua reescribe hoy su 19 de julio, el aniversario de la triunfal entrada de los sandinistas a Managua. Unos días antes, el último de los Somoza había renunciado al poder y se ponía fin a una dictadura de 42 años. Por primera vez en casi cuatro décadas, no primarán los cantos a los mártires de la revolución, las loas a los héroes o los versos a Sandino.

Este aniversario revolucionario es una conmemoración luctuosa en una Nicaragua convulsa por el alzamiento de buena parte de sus ciudadanos contra el presidente Daniel Ortega, comandante de aquella gesta, el mismo hombre al que aplaudieron durante tantos años. Hoy, Ortega se ha convertido en el imitador del tirano al que derrocó.

El martes 17 de julio, decenas de camionetas todoterreno, cargadas con alrededor de 1 500 hombres encapuchados y con armas largas, rodearon la ciudad de Masaya desde las seis de la mañana. Tras su ingreso al perímetro, vehículos policiales cerraron el paso en las carreteras y dispararon contra las barricadas instaladas por civiles en Monimbó, el barrio indígena de la ciudad y bastión legendario del sandinismo contra la dictadura somocista. En la actual crisis política, Monimbó ha vuelto a mostrar su carácter, pero esta vez exige la salida de Ortega.

En los últimos días, el país ha vivido un baño de sangre organizado por el gobierno. Los nicaragüenses se han familiarizado con las imágenes de cuerpos sin vida y con agujeros de bala de manifestantes, con denuncias de capturas y desapariciones, mensajes de auxilio y alertas por la llegada de alguna caravana de la muerte, como llaman a las camionetas repletas de paramilitares. La crisis política y las aproximadamente 300 personas asesinadas hasta ahora han reconfigurado el mapa político de Nicaragua.

Para tratar de entender la dimensión y peculiaridades de la crisis que estalló el 18 de abril, he viajado a Nicaragua tres veces. En cada ocasión, en solo tres meses, me he encontrado con un país más violento, más desesperanzado y más lleno de dolor. En las primeras semanas se organizaron marchas y protestas masivas; después, las poblaciones del interior levantaron barricadas contra el régimen.

Las operaciones represivas más recientes, como la que sufrió Masaya, perpetradas por paramilitares encapuchados del gobierno de Ortega, anuncian un cambio táctico y estratégico en su búsqueda de una salida a la crisis.

El uso de paramilitares para reprimir a quienes protestan no es nuevo: ha estado desde los primeros días de la crisis, pero sus maniobras eran esporádicas y fugaces. El régimen alegaba no tener control sobre ellos. Ahora, en cambio, ya no se puede disimular la coordinación estatal. Esta apuesta abierta por la represión y el terror se manifiesta en una violencia desbordada y aparentemente fuera de control.

Solo el viernes 13 de julio, a plena luz del día, decenas de paramilitares abrieron fuego contra las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (Unan), en la que se mantenían atrincherados unos 300 estudiantes. El asalto duró casi quince horas. La policía nicaragüense escoltó a los paramilitares hasta las inmediaciones de la universidad en lugar de controlar o capturar a los atacantes. Por el contrario, patrullas policiales obstaculizaron el paso de una caravana ciudadana que se dirigía a rescatar a los atrincherados. La Iglesia católica nicaragüense tuvo que negociar con el gobierno para que se permitiera la evacuación de heridos.

“Vamos restableciendo el amor al prójimo”, dijo la vicepresidenta —y esposa de Ortega— Rosario Murillo el lunes, en su tradicional mensaje al pueblo nicaragüense. Pero los reportes de las organizaciones de derechos humanos denuncian justo lo contrario: represión estatal, desapariciones, detenciones sin el debido proceso, torturas.

La única política del gobierno de Ortega es la represión. Esa es una apuesta peligrosa que representa un punto de no retorno para un régimen que ha descartado por los hechos la vía del diálogo.

Durante la última década, los nicaragüenses le permitieron al comandante Ortega hacer todo lo que quiso: eliminar a la oposición política y censurar a la crítica para perpetuarse en el poder y convertir a su partido en el Estado. La ciudadanía vio con pasividad cómo se establecía una extensa red de corrupción que enriqueció a la familia presidencial y su círculo en alianza con empresarios inescrupulosos y cómo se politizó una de las mejores policías del mundo. Todo eso lo permitieron los nicaragüenses.

¿Qué los hizo, pues, levantarse? La represión de las primeras marchas. Como en los años de Somoza, la sociedad aprendió a convivir con un régimen corrupto, pero no con uno criminal y asesino. Los primeros asesinatos a finales de abril sacaron a los nicaragüenses a las calles y la multiplicación de los muertos a lo largo de estos meses será lo que terminará por hundir al comandante.

Ortega está solo y con poco espacio para maniobras políticas. El sistema clientelista que le permitió gobernar con mano blanda durante la última década entró en decadencia. La economía está en picada, afectada, en gran medida, por la crisis en Venezuela, con la que tenía acuerdos generosos para la venta de petróleo y la compra de insumos agropecuarios de Nicaragua. Ante la caída de los negocios con el gobierno y la presión popular en su contra, los grandes empresarios —socios principales del orteguismo en la corrupción y el desmantelamiento de la institucionalidad del Estado— le han dado la espalda al líder, y su principal aliado en la Iglesia católica, el cardenal emérito Miguel Obando y Bravo, murió silenciosamente a principios de junio.

La mesa de diálogo instalada a petición de Ortega está paralizada. Y el Ejército, por razones que aún no son claras, se mantiene acuartelado. Al fin y al cabo, quienes protestan en las calles forman una oposición mayoritariamente desarmada. Se trata, también, de una oposición dispersa, sin liderazgos ni recursos.

A la crisis interna se agrega ahora la condena internacional, potenciada por los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que responsabilizan al gobierno de Ortega de la mayoría de los asesinatos. Esta semana, trece países latinoamericanos exigieron conjuntamente el fin de la violencia y el desmantelamiento de los grupos paramilitares. Lo mismo hizo el secretario general de la ONU, António Guterres.

Hace unos días me reuní a conversar con el escritor Sergio Ramírez, quien fue vicepresidente del gobierno sandinista tras el triunfo de la revolución. En aquellos años de Guerra Fría, Nicaragua era una utopía empeñada en la creación de hombres libres, el horizonte de movimientos políticos y revolucionarios en toda América Latina. Casi cuarenta años después, y distanciado de la familia presidencial, Ramírez me contaba que es imposible imaginar a Ortega negociando una salida para retirarse a cultivar naranjas, armar rompecabezas o recluirse en una biblioteca a la orilla del lago de Managua. Al comandante solo le interesa el poder.

Ortega cree que la represión logrará ganarle tiempo. Pero en su situación actual, la única carta que le queda para negociar una salida, como la de las mafias, es la de los muertos. Y ese es un costo demasiado alto.

Hoy Nicaragua recuerda el histórico 19 de julio, que durante tantos años ha merecido faustos nacionales. Pero a 39 años del derrocamiento de un dictador, este día orteguistas y opositores únicamente coinciden en una frase: la revolución debe continuar.

Carlos Dada, fundador de El Faro, es periodista.

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